Se escucha, en algunas facultades de Periodismo, que quienes más deterioran la lengua son los profesionales de la política y el periodismo. Tiene su lógica. Es como decir que quienes más deterioran la medicina son los médicos y que quienes más faltas cometen son los defensas centrales.
No obstante, aunque es cierto que el uso continuado de la lengua como instrumento de trabajo puede constituir una dispensa para esa fruición en el error, no lo es menos el que hay comportamientos que más bien parecen constituir auténticas declaraciones de guerra contra el lenguaje.
He de reconocer que, en mi paso por la Facultad, también yo hacía gala de un especial espíritu de rebeldía lingüística, defendiendo incluso tesis tan inverosímiles y rocambolescas como la de que la creación o invención de términos podía llegar a constituir un honor para un profesional de la lengua, una especie de testimonio imperecedero, al igual que la invención de una pócima lo es para un químico y el diseño de un espectacular edificio lo es para un arquitecto.
¡Cuán romántico y quinceañero era todo aquello! Y claro, como mucho de lo rebelde y romántico, acaba topándose con la cruda realidad, ésa que nos dice, por ejemplo, que si el lenguaje ha llegado hasta aquí y se ha sostenido como instrumento de comunicación, ha sido precisamente porque se ha cuidado de preservarse de ataques, cambios innecesarios y modas pasajeras, como una convención que une a sus usuarios al margen de ansias independentistas.
El caso es que hay errores que, por repetidos, no sólo hacen temer que acaben por convertirse en aciertos sino que incluso terminen por relegar a las fórmulas correctas al olvido.
Es el caso de término cesar, verbo intransitivo de la primera conjugación, cuyo uso se ha perturbado, prostituido y violado hasta convertirlo en algo que no es, en principio por desconocimiento, luego por moda y quién sabe si, al final, no por vicio.
He tenido el dudoso placer de obtener, por parte de compañeros unidos por el incorrecto uso del verbo en cuestión, el reconocimiento de que son plenamente conscientes de que, como verbo intransitivo, cesar no puede ir acompañado por un complemento directo alguno, es decir, que por muy poderoso que sea el tipo en cuestión, no lo es lo suficiente como para cesar a un señor o a una señora; y que como mucho podrá destituirlo.
Dicho de otro modo, cesar es sinónimo de parar, de detenerse, de abandonar la tarea que se practica. Pueden cesar la lluvia y la nieve, el odio y el amor, la guerra y la paz, incluso el rayo que no cesa; pero no se puede cesar a alguien o a algo, porque para eso, la lengua de Cervantes ya tiene otros términos, no por capricho, sino porque una lengua tarda siglos en constituirse, aunque pueda destruirse en apenas un soplido.
Con ser grave que haya profesionales del lenguaje que ignoren todo esto, por falta de preparación a veces y otras simplemente por falta de ganas, aún es peor que otros, conociéndolo, prefieren perseverar en el error por motivos tan simples como, por ejemplo, la necesidad de cuadrar un titular, a veces incluso en la portada de un diario de tirada estatal.
El caso es que ese cese del uso correcto del término ha prendido y que ahora lo complicado es observar el verbo en su acertado uso. A este paso, antes de que lo destituyan, será Cervantes el que presente su dimisión irrevocable, por cese de sus competencias.
No obstante, aunque es cierto que el uso continuado de la lengua como instrumento de trabajo puede constituir una dispensa para esa fruición en el error, no lo es menos el que hay comportamientos que más bien parecen constituir auténticas declaraciones de guerra contra el lenguaje.
He de reconocer que, en mi paso por la Facultad, también yo hacía gala de un especial espíritu de rebeldía lingüística, defendiendo incluso tesis tan inverosímiles y rocambolescas como la de que la creación o invención de términos podía llegar a constituir un honor para un profesional de la lengua, una especie de testimonio imperecedero, al igual que la invención de una pócima lo es para un químico y el diseño de un espectacular edificio lo es para un arquitecto.
¡Cuán romántico y quinceañero era todo aquello! Y claro, como mucho de lo rebelde y romántico, acaba topándose con la cruda realidad, ésa que nos dice, por ejemplo, que si el lenguaje ha llegado hasta aquí y se ha sostenido como instrumento de comunicación, ha sido precisamente porque se ha cuidado de preservarse de ataques, cambios innecesarios y modas pasajeras, como una convención que une a sus usuarios al margen de ansias independentistas.
El caso es que hay errores que, por repetidos, no sólo hacen temer que acaben por convertirse en aciertos sino que incluso terminen por relegar a las fórmulas correctas al olvido.
Es el caso de término cesar, verbo intransitivo de la primera conjugación, cuyo uso se ha perturbado, prostituido y violado hasta convertirlo en algo que no es, en principio por desconocimiento, luego por moda y quién sabe si, al final, no por vicio.
He tenido el dudoso placer de obtener, por parte de compañeros unidos por el incorrecto uso del verbo en cuestión, el reconocimiento de que son plenamente conscientes de que, como verbo intransitivo, cesar no puede ir acompañado por un complemento directo alguno, es decir, que por muy poderoso que sea el tipo en cuestión, no lo es lo suficiente como para cesar a un señor o a una señora; y que como mucho podrá destituirlo.
Dicho de otro modo, cesar es sinónimo de parar, de detenerse, de abandonar la tarea que se practica. Pueden cesar la lluvia y la nieve, el odio y el amor, la guerra y la paz, incluso el rayo que no cesa; pero no se puede cesar a alguien o a algo, porque para eso, la lengua de Cervantes ya tiene otros términos, no por capricho, sino porque una lengua tarda siglos en constituirse, aunque pueda destruirse en apenas un soplido.
Con ser grave que haya profesionales del lenguaje que ignoren todo esto, por falta de preparación a veces y otras simplemente por falta de ganas, aún es peor que otros, conociéndolo, prefieren perseverar en el error por motivos tan simples como, por ejemplo, la necesidad de cuadrar un titular, a veces incluso en la portada de un diario de tirada estatal.
El caso es que ese cese del uso correcto del término ha prendido y que ahora lo complicado es observar el verbo en su acertado uso. A este paso, antes de que lo destituyan, será Cervantes el que presente su dimisión irrevocable, por cese de sus competencias.