lunes, 28 de febrero de 2011

Los iluminados, Basile, la burra y el 110

No debe ser fácil eso de legislar y fabricar leyes, medidas, decretos y normas. El político, el líder, el responsable último de dar el OK a la cosa, debe hallarse solo. Muy solo. Y probablemente siéntase invadido por una especie de necesidad vital de dejar testimonio, de hacerse notar y trascender, porque sabe de lo efímero de su mandato.
Imagino al líder en su torre de marfil, haciendo volar su imaginación hacia propuestas que le garanticen la eternidad, el renombre y el prestigio por encima de fechas, calendarios y citas electorales. Pero lo imagino también rodeado de iluminados, pelotas redomados, de aquellos abrazafarolas que citaba el maestro, enfrascados en la labor de sugerir al jefe propuestas con las que saltará la barrera de la caducidad, inscribiendo su nombre en el libro de la historia. Sólo así me explico algunas leyes que toman carta de naturaleza, para azote del ciudadano y risión del observador.
La democracia es un contrato entre la ciudadanía y a quien ésta elige para gobernar durante cuatro años. Es por ello que extraña y mucho la facilidad con la que los administradores del gobierno hacen lo que aquel entrenador del Atlético de Madrid, Alfio Basile, que cabreado por los rumores sobre sus sustitutos en el banquillo, dejó una de las frases más lapidarias en la historia del balompié: “Yo me cago en el contrato”.
La escena que imagino es la de uno de esos iluminados entrando en el despacho del jefe al grito de “¡Lo tengo, lo tengo!”, mientras agita al viento un papel en el que viene impresa una de esas imaginativas medidas con las que el líder pasará a la posteridad y él asegurará otros cuatro años de poltrona.
He aquí la explicación de que salgan adelante propuestas como la de intentar ahorrar energía reduciendo a 110 el límite de velocidad en las autovías españolas. Poco importa que los españoles no sólo no estemos de acuerdo con la medida (se me permitirá que hable en nombre de la mayoría, colores políticos al margen), que muchos estemos hasta el copete incluso del límite de los 120, del afán recaudatorio, de la impunidad y la torpeza con la que se obtiene el carné de conducir en este país y de los ‘plastas’ que van a 100 por el carril de la izquierda, aunque no haya nadie en el de la derecha.
¿Realmente hacía falta esto? ¿Realmente vamos a ahorrar con esta medida transitoria? ¿Alguien ha evaluado los gastos de cambiar miles, acaso millones de señales con el límite de velocidad a 120? ¿Es todo esto un chiste, una cancioncilla de carnaval?
Me cuesta trabajo imaginar a estos señores, hace tres años, pidiéndonos el voto con la promesa de reducir el límite de velocidad en diez kilómetros a la hora. Y me cuesta tragar la excusa de la subida del petróleo, sobre todo porque esta casta de gobernantillos, huérfanos de preparación, ávidos de protagonismo y sobrados de irresponsabilidad, dejan de lado los campos de actuación en los que realmente pueden ayudar a mejorar la cosa pública y se centran en ámbitos de nuestras vidas privadas, obligándonos a mejoras que nosotros no queremos.
Déjennos, por favor, gastar en petróleo lo que queramos o podamos, porque no hacemos daño a nadie salvo a nuestras carteras; despidan a los pelotas que les rodean; tiren a la papelera sus magníficas propuestas y céntrense en que esto empiece a andar, porque por este camino, no tendremos cojones de ir a 110… ni a 50. Terminaremos todos en burra.

martes, 22 de febrero de 2011

El mejor lugar del precipicio

Los azares del destino han hecho coincidir en unos días el recuerdo de dos situaciones en las que la estupidez del ser humano se sublima hasta límites insospechados, dos guerras y millones de muertos víctimas del capricho y la imbecilidad.
Por un lado, la lectura de ‘Riña de gatos, 1936’, una nueva y magnífica obra de un sensacional narrador, Eduardo Mendoza, que combina la historia particular de un inglés experto en arte español en el Madrid de la primavera de ese año bélico, con la sucesión de hechos que, poco después, llevarían a este país al más absurdo, sangrante y desproporcionado momento de su historia.
Por otro lado, unos días en Berlín me han llevado hasta la Puerta de Brandenburgo y el casi colindante monumento a las víctimas de la Segunda Guerra Mundial, además de a recorrer las calles de dos ciudades en una, unidas y separadas por décadas de división en torno a la incapacidad de los dirigentes políticos de resolver las situaciones.
A menudo, en nuestra vida cotidiana encontramos complicaciones que nos hacen rendirnos ante la imposibilidad de solucionarlas; y a menudo también, si ante esas coyunturas adoptamos la actitud de ir a por ellas e intentar saltarlas, encontramos que no eran tal altos los muros como parecía.
Mientras pasaba en autobús por la Puerta de Brandenburgo, con el excepcional relato de Eduardo Mendoza bajo el brazo, he creído comprender que los grandes males de la humanidad, las grandes tragedias de nuestra historia, han sido el resultado de seres humanos incapaces y sin espíritu, que se han rendido ante un destino que ellos mismos estaban escribiendo.
En aquel Madrid del 36, todos parecían tener claro el abismo al que se dirigía un país que no había dejado de autodestruirse desde hacía siglos. Y todos los actores, los más y los menos influyentes, los que contaban con más y los que contaban con menos capacidad de cambiar ese rumbo, se conformaban con situarse en la mejor posición posible en la caída por el precipicio.
Aquel Berlín, una mañana en la que las autoridades del Este decidieron levantar el muro, no era muy diferente; como no lo era en las fechas en las que aquellos iluminados, egoístas y simples dirigentes y aquellas torpes masas convulsas decidieron argamasar los cimientos de la Segunda Guerra Mundial.
A Eduardo Mendoza, sólo dos cosas: el agradecimiento por la cerilla que ha encendido la reflexión y la enésima enhorabuena por su capacidad narrativa y creativa y por la inabarcable habilidad para crear sucesiones de hechos que se pisan los talones unos a otros desde el minuto 1 al 90. Muy recomendable.

domingo, 13 de febrero de 2011

Aeropuerto de Almería, siglo XXI


Viernes 11 de febrero, Aeropuerto Tegel, Berlín. Cinco de la tarde. Una nutrida representación almeriense, que ha estado presente en la Feria Fruit Logística, se dispone a volver a casa, tras una dura semana de trabajo.
Los expedicionarios, representantes de empresas expositoras, visitantes profesionales, periodistas, representantes institucionales y políticos, han defendido la bandera de nuestro sector más representativo, la agricultura, en la cita sectorial más importante del mundo; y ahora quieren llegar a casa cuanto antes, como cualquier otro viajero, para tomar un descanso merecido que, en muchos de los casos será hasta el día siguiente.
La expedición se divide en dos vuelos. El primero parte sin problema, minutos después de la hora prevista, y llega al Aeropuerto de Almería, también minutos más tarde de lo establecido. Sus integrantes se sorprenden a su llegada, al ver las pantallas del aeródromo, donde el segundo vuelo aparece ‘Cancelado’.
A esa hora, controladores aéreos de la torre de control de Almería miran sus relojes satisfechos. Pasan las nueve de la noche y en pocos minutos cogerán sus trastos y se marcharán de fin de semana. A la misma hora, el director del Aeropuerto de Almería ha comenzado hace horas su plácido fin de semana.
A miles de kilómetros, en la segunda expedición reina el desconcierto. Tendrían que haber despegado hace horas, pero no ha podido hacerlo por problemas técnicos. Empiezan a llegar rumores inverosímiles que apuntan a que, como no se den prisa en salir, el vuelo habrá de aterrizar en Málaga, ya que el Aeropuerto de Almería tiene horario de cierre con las fruterías.
El presidente de la Cámara de Comercio y el de Asempal, diversos representantes empresariales y varios periodistas no pueden creerlo. Ellos, sus empresas y sus instituciones, han pagado un billete de avión que incluye el vuelo y los servicios correspondientes, pero que ahora no les asegura llegar a Almería por aire sino que, si se produce un retraso, aterrizarán a 300 kilómetros del destino y cubrirán esa distancia en autobús.
No lo creen, pero es así. El Aeropuerto de Almería lo tiene claro: cuando suena la bocina, cuando llega la hora, cada uno guarda los ‘bolis’ en el cajón, apaga el ‘ordenata’ y hasta el lunes. ¡Ah!, ¿que queda un avión por aterrizar? ¡Ya buscará un hueco por ahí!; ¿y que los viajeros tienen pagado un billete que pone ‘destino Almería’? ¡Ese no es mi problema, yo tengo un horario de salida! ¿No se pueden establecer horas extras? Jeje.
Almería, 12 de febrero de 2011. Por si alguien no lo recuerda, siglo XXI: La segunda expedición llega a la estación de autobuses almeriense, cuando el sol ha comenzado a despertar por el Cabo de Gata. Han pasado la noche entre aviones, aeropuertos y autobuses.
¿Y todavía nos extrañan sucesos como los acaecidos en las postrimerías del pasado año con los controladores aéreos?

domingo, 6 de febrero de 2011

El peine y los sindicatos alemanes

Ha tenido que venir la señora Merkel para que se entere un servidor de cómo funcionan los sindicatos alemanes. Y para poder ratificar que, efectivamente, hay otra forma de organizar la cosa sindical.
Resulta que la señora canciller (por ahí he escuchado también aquello de cancillera; normal) nos ha contado que los sindicatos alemanes se financian al 100% con el dinero de sus afiliados. Algo que, si no estuviéramos en España, nos resultaría lo más normal del mundo.
Uno, en su inocencia, podría preguntarse, ¿quién demonios va a financiar a los sindicatos que no sean sus propios miembros? ¿Acaso alguien financia a la asociación de sexadores de pollos de Robledillo de la Vera? ¿O a la de gaiteiros de Sanxenxo? Pues eso.
Pero no. Aquí no resulta llama la atención que alguna mente privilegiada, en su día, decidiera que los trabajadores germanos que quisieran erigirse en un grupo para la propia defensa de sus intereses y recibir servicios de forma conjunta, algo absolutamente legítimo y, si me apura, necesario, lo hicieran a costa de sus propios bolsillos.
Me dirá usted, y con razón, que no vamos a comparar. Que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Un dicho tan español como la propia cultura del subsidio. Allí arriba, en la tierra de Bismark, prima la cultura del mérito, del llegar allí hasta donde mi esfuerzo, mi preparación y mi afán de superación me permiten.
Por estos lares, en cambio, usted va en junio a pagar sus impuestos pensando que, con ellos, se construirán puentes, se realizarán políticas sociales para los más necesitados, se reforzarán la industria, la agricultura y el turismo o se fomentarán la cultura y la educación. Pero además de todo eso, más o menos, también se destinará una parte para pagar los sueldos de los liberados sindicales (vía cursos y subvenciones), aquéllos que quieren que se mantenga la misma situación laboral de los trabajadores que existía cuando no había crisis y sí bonanza económica; ésos que no dejan de percibir sus sueldos en los días de huelga; los mismos, en definitiva, cuyo oficio consiste en que existan conflictos laborales, puesto que, de lo contrario, no tendrían nada que hacer.
Como he dejado escrito en más de una ocasión, los sindicatos fueron una pieza clave en la conformación del actual sistema de libertades, hace años. Hoy, pasado el tiempo, mantienen las mismas formas y estructuras que entonces. Y necesitarían que alguien les ‘pasara un peine’ porque andan más perdidos que Mourinho el Día de la Concordia.

martes, 1 de febrero de 2011

¿Estaciones de servicio?

Echar la vista atrás es, a veces, un ejercicio peligroso que permite descubrir que no siempre evolucionamos. A la búsqueda de la rentabilidad, hay sectores económicos que, de un tiempo a esta parte, no han hecho sino ir mermando en atención al cliente y en calidad del servicio.
Una prueba palmaria de esa involución es el segmento gasolineras. Uno recuerda que, no hace tanto tiempo, en las estaciones de servicio no sólo era posible echar combustible sin bajarse del vehículo, atendido más o menos bien por un profesional que, además de cumplir con los servicios mínimos, es decir, despachar el gasoil o la gasolina, cobraba el importe, a veces hasta limpiaba el parabrisas y tan sólo dejaba en tus manos otras ocupaciones digamos más comprometidas, como la obligada visita al WC.
Ahora, en una buena mayoría de las estaciones, el cliente no ve a nadie hasta que no entra en el edificio donde está la caja, no recibe ningún tipo de ayuda en la ocupación principal que le ha llevado hasta ahí y si se le ocurre intentar alguna otra actividad, como comprobar la presión o algo así, más vale que entienda de estos menesteres.
Pero el gran ‘salto de no calidad’ ha llegado con las nuevas medidas presuntamente destinadas a evitar que el personal practique aquello del ‘simpa’: vamos, marcharse sin pasar por caja.
La cosa empezó por la noche, puesto que los empleados se encontraban encerrados en el edificio de caja y, por tanto, puede entenderse que hubiera que abonar el importe antes de servirse, para evitar estampidas inesperadas.
Sin embargo, como quiera que el consumidor ‘ha tragado’ con cierta facilidad, la medida se ha trasladado también al día, de manera que, en muchas gasolineras, el procedimiento ha quedado ahora de tal forma: llegar, aparcar, ir a la caja para comunicar qué es lo que uno quiere, pagar, volver al surtidor, auto-servirse y, si se quiere factura, regresar a la caja para obtenerla. Todo ello, claro está, mientras que el que presuntamente sirve al cliente, anda con sus nalgas bien pegadas al asiento, frente a la caja. Vayamos a hernias.
Es un avance más en lo que entendemos por ‘atención al cliente’. Así, esta mañana, después de algún que otro cabreo sin consecuencias, he decidido a irme de una gasolinera sin llegar a consumir, dado que me obligaban a pagar por adelantado. Por supuesto, he pedido al tipo que, para colmo, estaba fuera atendiendo al público, que comunique a sus jefes que no volveré por allí hasta que no se pague al final del consumo, como en el supermercado, la pescadería o el bar de la esquina. Al precio que está el combustible, es lo mínimo que podemos pedir. Antes, en las gasolineras, tú sólo tenías que ir al baño; ahora han inventado otras maneras de tocar los ‘mismos’.