Es, sin duda, Argentina uno de los
países que más me atraen en este mundo. Argentina es grande en todos los
sentidos: enormes extensiones de terreno casi sin fin, ilimitados recursos
naturales en su más salvaje expresión, la mayor parte de las versiones
climáticas, geográficas y biodiversas que nuestros sentidos pueden disfrutar en
este planeta y un pueblo que ha sabido sufrir como nadie la golfería y la
idiotez congénitas de quienes lo han gobernado en las últimas décadas.
Su
presidenta, la señora de Kirchner, acaba de dar una vuelta de tuerca más,
demostrando que en la política argentina, como en otras, no sólo cabe el robo a
mano armada, el desfalco, la corrupción institucionalizada hasta los tuétanos,
la ineficacia más palmaria, la ridiculización del pueblo hasta el hastío o la
elevación a semi-dioses de
tipos que tienen enormes dificultades para hacer la ‘o’ con un canuto, sino que
también es factible hacer de vientre sobre la ley con total naturalidad y, eso sí,
en defensa de esa ciudadanía a la que un día le niegan el acceso a sus ahorros
y otro día le suben los impuestos en beneficio de la colectividad.
Doña
Cristina, esa adicta al bótox ‘capaz’ de servir al mismo tiempo al lujo y al
proletariado, en nombre de su difunto marido, que en paz descanse por muchos
años, no ha tenido el menor empacho en dar un paso que hasta ahora nadie se
había atrevido, saltándose la ley para dejar sin derecho alguno a una empresa
que había invertido enormes cantidades de dinero en su país. Bien es cierto que
Repsol había realizado esas inversiones en su propio beneficio, como es
intrínseco a cualquier empresa (de no ser así, más que empresa sería ONG), pero
con ello había creado puestos de trabajo, generado tributos al Estado, animado
la inversión extranjera en la república del cono sur y, en general, como
solemos decir por estos lares, generado ‘valor’, algo de lo que no andamos muy
sobrados ni en Argentina ni en España.
Con su vil
asalto, con su atraco a mano armada a su propio Estado de derecho, con el
tiroteo sobre la ley que el propio Estado argentino se había otorgado, la
aprendiz de Evita Perón, la ‘Barby-viuda del leninismo’ ha colgado sobre las
fronteras de su amado país un gran cartel de ‘no invertir aquí; no le
aseguramos que vayamos a respetar las normas’, además de aclarar a su
ciudadanía que la ley sobre la que se cimenta su convivencia tiene el mismo
valor que sus cuentas corrientes en la época del corralito.
Sin
embargo, no se crea usted, mi admirado lector, que Argentina está tan lejos de
nuestra amada patria. Aquí también tenemos alguna experiencia en ciscarnos
sobre las leyes que nosotros mismos nos hemos dado, como cuando tiramos abajo
las casas que nuestras propias instituciones han permitido construir o cuando
queremos derribar el Hotel de El Algarrobico, a pesar de que en su día recibió
los permisos para construirse.