domingo, 29 de agosto de 2010

Sindicalismo de bolsillo

Dicen los expertos, y los que no lo son, que estamos en crisis. La gente consume menos, probablemente porque ve menos ceros en sus cuentas corrientes, y eso provoca una cadena de repercusiones que llevan a que el dinero esté escondido según debajo de qué lujosas almohadas.
Prolifera, en las conversaciones de barra de bar y hasta en las de consejo de ministros, aquello tan manido de apretarse el cinturón, frase acaso un poco coloquial pero que refleja hasta casi físicamente lo que supone no tener ni un chavo cuando se aproximan las últimas casillas del calendario mensual.
Contrasta este ambiente generalizado de pesimismo económico-financiero con la visión de la realidad que parecen trasladar los sindicatos, esa casta que han instalado su maravilloso chalé en una parcelita con vistas al mar en el País de las Maravillas.
Para ellos, la vida es bella o, al menos, parece serlo y, mientras tocan a generala en los diferentes estamentos financieros del universo mundo, ellos continúan instalados en su particular idealización de la sociedad, defendiendo valores, prerrogativas y logros alcanzados en pasadas y felices épocas que, por desgracia, figuran ya en los índices de nuestra crónica general histórica.
A los señores del sindicato, por ejemplo, les parecen mal las reformas que el Gobierno sugiere; y no te digo nada lo que les parecerá el nuevo plan esbozado por el líder de la oposición para el hipotético momento en el que alcance el Palacio de la Moncloa.
Devoran, al más puro estilo ave rapaz, a los empresarios que han hecho dinero durante las ‘vacas gordas’, emulando a las chismosas del pueblo que hablaban mal de todo bicho al que le iban bien las cosas en el terreno económico, sentimental, social, profesional o sexual; y todo porque éstos han arriesgado su dinero y han conseguido un beneficio a cambio, al albur de esa bonanza económica.
Pero se agarran con uñas y dientes a lo que la clase trabajadora ha logrado en ese mismo período de felicidad financiera, en un intento de perpetuar unas condiciones laborales que se han alcanzado precisamente debido a esa bonanza de la que también se había beneficiado el empresariado, pero que ahora no se corresponden con lo que los entendidos llaman ‘circulante’.
Así pues, la realidad es que en este país hay, ahora, empresarios que han de elegir entre echar la persiana o empeñar sus naves para poder pagar a sus trabajadores lo que habían pactado cuando los beneficios empresariales multiplicaban por cien a los actuales.
Y cuando alguien, llámese partidos políticos en el gobierno y en la oposición, esbozan cualquier atisbo de reforma que adecue las condiciones laborales al momento económico, saltan cual tigres bengalíes a defender lo que ya no tiene razón de ser, según el momento económico mundial y, sobre todo, español.
Estos señores del sindicato parecen tener el mismo problema que los de las organizaciones ecologistas: que han convertido un modo de vida y unos ideales en una profesión, ignorantes de que la diferencia entre los primeros y la segunda es que aquellos son independientes de bolsillo.