Que una de las características fundamentales del ser humano es que tiene dos varas de medir, una para sí mismo y otra para el resto de los mortales, no es nada que sorprenda a nadie; todo el mundo es consciente ya, a estas alturas de la película.
Sin embargo, la sociedad moderna ha trasladado esa misma filosofía al colectivo y le ha dado la vuelta, es decir, que ahora es el colectivo el que tiene dos varas de medir: una para sí mismo y otra para el caso particular de cada hijo de vecino.
Y en estas, han proliferado unas modernas y avanzadas formas de injusticia individual, basadas en el bien común, en la colectividad, en el progreso social. Hablo de injusticias legales, injusticias de andar por casa, que nos ocurren sin más remedio, a pesar de que es obvio que lo son, que vulneran cualquier lógica y que, es más, generan una extraordinaria inseguridad individual, en ocasiones (no siempre), a expensas del bien general.
En estos días entrañables y navideños de bueyes, renos y otros individuos con cuernos, vivimos una de esas estruendosas injusticias legales, con el caso de la aeronáutica Air Comet, una empresa que ha llevado a cientos de miles de seres humanos de un lado a otro del Atlántico, hasta que su máximo responsable, a la sazón presidente de los empresarios españoles y sin que ello tenga nada que ver ni aporte elemento alguno al caso, por las razones que sean, ha decidido dejar de hacerlo.
El problema es que su decisión, lejos de anunciada y prevenida, ha llegado de la noche a la mañana, aunque ahora el tipo haya tenido el desparpajo de afirmar públicamente que la quiebra de la compañía era un secreto a voces y casi que los culpables del caos han sido sus propios clientes por haber apostado por volar con una compañía con tan malos augurios.
Es un buen ejemplo de ese tipo de injusticias legales, consistente en que una empresa es capaz de dejar en la estacada, en plena Navidad, a miles de seres humanos que iban a ver a sus familias por vez primera en meses, algunos en años, y luego fumarse un puro. ¿Caerá todo el peso de la ley sobre los responsables de esta compañía? ¿Dará alguno de ellos con sus huesos en la cárcel? ¿Pagarán hasta el último céntimo de las indemnizaciones a los miles de damnificados? Bueno, vale.
Hablo, como verá el avispado lector, de situaciones que están contempladas dentro de la legalidad, pero son a todas luces flagrantemente injustas. Y si no, ¿qué decir del overbooking, por no salirnos del ámbito aéreo? El tema, al que le deben haber puesto un nombrecito anglosajón porque en castellano posiblemente se hubiera denominado ‘putada aeronáutica’, consiste ni más ni menos que un sujeto, a pesar de haber reservado, pagado y recogido su billete de avión, ha de saber que no tiene ninguna garantía de volar, no sólo en el sillón, sino ni siquiera en el vuelo, la hora o el día que ha pactado. ¿Por qué? Simplemente porque las compañías están legalmente autorizadas a vender más billetes de los asientos que tiene el avión. ¿Legal? Sí, señor, sí. ¿Justo? Pruebe usted, a ver qué le parece.
Y como guinda (aunque hay más), las expropiaciones, aquí sí claramente en el nombre del bienestar común. El asunto, ahora, es que usted compra un piso, una casa o, en definitiva, una vivienda que habrá de estar pagando posiblemente más de la mitad de lo que le resta de vida (si es usted un tipo sano; porque si no, seguro que todo lo que le queda y parte de la de sus vástagos) y un buen día, un sesudo funcionario o un elegante político decide que la parcela que ocupa su vivienda viene que ni pintada para que pase un tren o un tranvía, o para hacer un parque, un hospital o una sucursal de Disneyland. ¿Adivina usted por dónde se ha de meter usted los muebles del salón, la mecedora de la abuela o la vitrocerámica de última generación? Sí, sí: justo por el mismo sitio que el billete de avión de los miles de homo sapiens que pasan, estos días, una Feliz Navidad en Barajas.
Sin embargo, la sociedad moderna ha trasladado esa misma filosofía al colectivo y le ha dado la vuelta, es decir, que ahora es el colectivo el que tiene dos varas de medir: una para sí mismo y otra para el caso particular de cada hijo de vecino.
Y en estas, han proliferado unas modernas y avanzadas formas de injusticia individual, basadas en el bien común, en la colectividad, en el progreso social. Hablo de injusticias legales, injusticias de andar por casa, que nos ocurren sin más remedio, a pesar de que es obvio que lo son, que vulneran cualquier lógica y que, es más, generan una extraordinaria inseguridad individual, en ocasiones (no siempre), a expensas del bien general.
En estos días entrañables y navideños de bueyes, renos y otros individuos con cuernos, vivimos una de esas estruendosas injusticias legales, con el caso de la aeronáutica Air Comet, una empresa que ha llevado a cientos de miles de seres humanos de un lado a otro del Atlántico, hasta que su máximo responsable, a la sazón presidente de los empresarios españoles y sin que ello tenga nada que ver ni aporte elemento alguno al caso, por las razones que sean, ha decidido dejar de hacerlo.
El problema es que su decisión, lejos de anunciada y prevenida, ha llegado de la noche a la mañana, aunque ahora el tipo haya tenido el desparpajo de afirmar públicamente que la quiebra de la compañía era un secreto a voces y casi que los culpables del caos han sido sus propios clientes por haber apostado por volar con una compañía con tan malos augurios.
Es un buen ejemplo de ese tipo de injusticias legales, consistente en que una empresa es capaz de dejar en la estacada, en plena Navidad, a miles de seres humanos que iban a ver a sus familias por vez primera en meses, algunos en años, y luego fumarse un puro. ¿Caerá todo el peso de la ley sobre los responsables de esta compañía? ¿Dará alguno de ellos con sus huesos en la cárcel? ¿Pagarán hasta el último céntimo de las indemnizaciones a los miles de damnificados? Bueno, vale.
Hablo, como verá el avispado lector, de situaciones que están contempladas dentro de la legalidad, pero son a todas luces flagrantemente injustas. Y si no, ¿qué decir del overbooking, por no salirnos del ámbito aéreo? El tema, al que le deben haber puesto un nombrecito anglosajón porque en castellano posiblemente se hubiera denominado ‘putada aeronáutica’, consiste ni más ni menos que un sujeto, a pesar de haber reservado, pagado y recogido su billete de avión, ha de saber que no tiene ninguna garantía de volar, no sólo en el sillón, sino ni siquiera en el vuelo, la hora o el día que ha pactado. ¿Por qué? Simplemente porque las compañías están legalmente autorizadas a vender más billetes de los asientos que tiene el avión. ¿Legal? Sí, señor, sí. ¿Justo? Pruebe usted, a ver qué le parece.
Y como guinda (aunque hay más), las expropiaciones, aquí sí claramente en el nombre del bienestar común. El asunto, ahora, es que usted compra un piso, una casa o, en definitiva, una vivienda que habrá de estar pagando posiblemente más de la mitad de lo que le resta de vida (si es usted un tipo sano; porque si no, seguro que todo lo que le queda y parte de la de sus vástagos) y un buen día, un sesudo funcionario o un elegante político decide que la parcela que ocupa su vivienda viene que ni pintada para que pase un tren o un tranvía, o para hacer un parque, un hospital o una sucursal de Disneyland. ¿Adivina usted por dónde se ha de meter usted los muebles del salón, la mecedora de la abuela o la vitrocerámica de última generación? Sí, sí: justo por el mismo sitio que el billete de avión de los miles de homo sapiens que pasan, estos días, una Feliz Navidad en Barajas.