miércoles, 30 de diciembre de 2009

Injusticias legales de andar por casa

Que una de las características fundamentales del ser humano es que tiene dos varas de medir, una para sí mismo y otra para el resto de los mortales, no es nada que sorprenda a nadie; todo el mundo es consciente ya, a estas alturas de la película.
Sin embargo, la sociedad moderna ha trasladado esa misma filosofía al colectivo y le ha dado la vuelta, es decir, que ahora es el colectivo el que tiene dos varas de medir: una para sí mismo y otra para el caso particular de cada hijo de vecino.
Y en estas, han proliferado unas modernas y avanzadas formas de injusticia individual, basadas en el bien común, en la colectividad, en el progreso social. Hablo de injusticias legales, injusticias de andar por casa, que nos ocurren sin más remedio, a pesar de que es obvio que lo son, que vulneran cualquier lógica y que, es más, generan una extraordinaria inseguridad individual, en ocasiones (no siempre), a expensas del bien general.
En estos días entrañables y navideños de bueyes, renos y otros individuos con cuernos, vivimos una de esas estruendosas injusticias legales, con el caso de la aeronáutica Air Comet, una empresa que ha llevado a cientos de miles de seres humanos de un lado a otro del Atlántico, hasta que su máximo responsable, a la sazón presidente de los empresarios españoles y sin que ello tenga nada que ver ni aporte elemento alguno al caso, por las razones que sean, ha decidido dejar de hacerlo.
El problema es que su decisión, lejos de anunciada y prevenida, ha llegado de la noche a la mañana, aunque ahora el tipo haya tenido el desparpajo de afirmar públicamente que la quiebra de la compañía era un secreto a voces y casi que los culpables del caos han sido sus propios clientes por haber apostado por volar con una compañía con tan malos augurios.
Es un buen ejemplo de ese tipo de injusticias legales, consistente en que una empresa es capaz de dejar en la estacada, en plena Navidad, a miles de seres humanos que iban a ver a sus familias por vez primera en meses, algunos en años, y luego fumarse un puro. ¿Caerá todo el peso de la ley sobre los responsables de esta compañía? ¿Dará alguno de ellos con sus huesos en la cárcel? ¿Pagarán hasta el último céntimo de las indemnizaciones a los miles de damnificados? Bueno, vale.
Hablo, como verá el avispado lector, de situaciones que están contempladas dentro de la legalidad, pero son a todas luces flagrantemente injustas. Y si no, ¿qué decir del overbooking, por no salirnos del ámbito aéreo? El tema, al que le deben haber puesto un nombrecito anglosajón porque en castellano posiblemente se hubiera denominado ‘putada aeronáutica’, consiste ni más ni menos que un sujeto, a pesar de haber reservado, pagado y recogido su billete de avión, ha de saber que no tiene ninguna garantía de volar, no sólo en el sillón, sino ni siquiera en el vuelo, la hora o el día que ha pactado. ¿Por qué? Simplemente porque las compañías están legalmente autorizadas a vender más billetes de los asientos que tiene el avión. ¿Legal? Sí, señor, sí. ¿Justo? Pruebe usted, a ver qué le parece.
Y como guinda (aunque hay más), las expropiaciones, aquí sí claramente en el nombre del bienestar común. El asunto, ahora, es que usted compra un piso, una casa o, en definitiva, una vivienda que habrá de estar pagando posiblemente más de la mitad de lo que le resta de vida (si es usted un tipo sano; porque si no, seguro que todo lo que le queda y parte de la de sus vástagos) y un buen día, un sesudo funcionario o un elegante político decide que la parcela que ocupa su vivienda viene que ni pintada para que pase un tren o un tranvía, o para hacer un parque, un hospital o una sucursal de Disneyland. ¿Adivina usted por dónde se ha de meter usted los muebles del salón, la mecedora de la abuela o la vitrocerámica de última generación? Sí, sí: justo por el mismo sitio que el billete de avión de los miles de homo sapiens que pasan, estos días, una Feliz Navidad en Barajas.

martes, 15 de diciembre de 2009

Navidad todo el año

Aquellos que, confundidos por el titular de este artículo, quieran encontrar en él espíritu navideño, paz, amor y fraternidad, purpurina y estrellas fugaces que guían a reyes magos y tipos gordonchos vestidos de rojo y manchados por el tizón de la chimenea, ya han leído todo lo que tenían que leer.
No amigos, no es que yo no comparta ese espíritu; lo tengo y muy acentuado: como la vida misma, me encanta la Navidad, porque entre estar dándonos hostias todos los días y hacerlo todos los días menos dos semanas al año, prefiero lo segundo, qué quieren que les diga.
Pero hoy no toca. Con esto de ‘Navidad todo el año’, no me refiero al virus que El Corte Inglés nos inyecta en vena a principios de diciembre: me estoy refiriendo a mi dieta. Uno, todavía utópico e infeliz, aún sueña con conseguir, cuando sea mayor, una ‘no barriga’ como la de Cristiano Ronaldo, que provoque la histeria colectiva cuando, para celebrar algún éxito puntual, me levante la camiseta y deje volar al viento una tableta de negro y duro chocolate, digna del menú de cualquier infante del siglo XXI.
Una aspiración, la mía, que, lo reconozco, me lleva a situaciones públicas y privadas que no me hacen sentir precisamente orgulloso. Todavía me levanto a las siete de la mañana para ir al gimnasio o dar unas carreritas y, se lo juro por Esnupi, cuando me miro al espejo de la sala de fitness, me veo un parecido casi indistinguible con El Duque; un parecido, créanselo, que se esfuma como los proyectos de un candidato al llegar al cargo, cuando entro en el vestuario y, raudo y veloz, me quito la ropa para mirarme atentamente al espejo; allí, donde antes había prominentes músculos y líneas rectas, ahora hay, sigue habiendo,… en fin, déjenlo.
Pero como uno es cabezón por naturaleza, no me dejo achantar por el maldito espejo y también llevo años trasladando (quizás digamos intentando trasladar) ese afán a la mesa. Por ejemplo, aunque no ha sido uno nunca muy amante de desayunar fuera de casa, últimamente he incorporado a la dieta matinal una de esas magníficas barritas energéticas bajas en todo, que mi madre me ha llevado a la oficina y que seguro componen el 90% de la dieta de CR-9, mi musa corpórea.
Y aunque uno no es, precisamente, un dechado de paciencia, le he dado a esta nueva táctica un plazo de un mes para ver resultados. Y pasado ese tiempo, he cogido el cinturón que tengo para medir eso que ahora llaman la grasa corporal (la panza, de toda la vida) y, ¡oh sorpresa!, estamos en las mismas. ¡Maldita sea, alguien ha debido trucar el cinturón!
El caso es que, ahora que llega la Navidad, me he dado cuenta de que ahí está precisamente el fallo, porque mientras la mayoría del común de los mortales hacen un paréntesis en sus dietas para arrojarse con pasión a las comidas de empresa y las reuniones gastronómicas de amigos, para después sumirse en la rutinaria y gris dieta del resto del año, compaginada con horas de gimnasio, en mi dieta es Navidad, pero durante todo el año y, día tras día, 365 al año, me convierto en una bestia parda incapaz de distinguir tamaños y colores cuando me siento delante del plato de cocido.
Eso sí, también me he convencido de que quien evita la tentación evita el pecado: ¿se imaginan a uno quitándose la camiseta para celebrar, mostrando el ‘goofre’, no sé, cualquier éxito en mi trabajo? Vamos, vamos.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Prostitución e hipocresía

Anuska es una mujer de algo más de 20 años que lleva tres en España. Vino de su país, qué más da cuál, porque allí la vida se había convertido en una tortura; y porque le hablaron de un tierra que manaba leche y miel, que luego no resultó como decía el cuento.
Esta semana, Anuska era una mujer más feliz, porque una amiga le había enseñado un recorte de periódico en el que se insinuaba que la prostitución, la actividad a la que se dedica para sobrevivir, iba a dejar de estar penada por la ley.
De ella, de la prostitución, se ha dicho siempre que es el oficio más antiguo del mundo, lo cual es discutible, aunque sí es cierto que, desde hace muchos siglos, es una profesión que ha estado siempre rodeada de toneladas de hipocresía.
Quien más quien menos, conoce el caso de algún alto dignatario político, social, económico, religioso o intelectual que desdeña la prostitución en público y se entrega a sus encantos en privado.
Pero no son los únicos hipócritas, aun que sí los mayores. Existe otra rama de hipocresía alrededor de la profesión amatoria, que consiste en defender su persecución, como una defensa de las propias profesionales, aunque claro, como es habitual en estos casos, sin preguntar su opinión a las protagonistas de la historia.
El argumento teórico enlaza, sin disimulo de la exhibición de demagogia, que los poderes públicos han de prohibir y perseguir a la prostitución, para evitar injusticias y abusos como la trata de blancas, la esclavitud sexual y el proxenetismo. Un argumento que nos podría servir para prohibir las carreteras y los coches para evitar los accidentes de tráfico o cerrar los bancos para evitar los atracos.
La postura filosófica no es nueva. Al contrario, desde que el mundo es mundo y el poder dice representar los intereses del pueblo, es costumbre arbitrar soluciones a problemas sin preguntar jamás la opinión de los afectados. Pero si realmente lo buscado fuera el interés de las mujeres que se ven obligadas, o no, a esta actividad, las administraciones elaborarían leyes para legalizar y controlar una realidad que ha existido, existe y existirá, para evitar los abusos que sufren estas trabajadoras, para garantizar la libertad de elección de las propias comerciantes del cuerpo y para que el Estado se beneficie de los estratosféricos números que mueve este negocio, siempre al margen de Hacienda que, dicen, somos casi todos.
Mientras los poderes no metan a fondo el bisturí legislativo en un asunto tan antiguo como para ser reconocido como la profesión más antigua del mundo, seguiremos contemplando escenas lamentables en las cunetas de carreteras y en márgenes de las calles; y lo que es peor, seguiremos imaginando, cuando nuestra conciencia nos lo permita, lo que se esconde debajo de esa alfombra social.
Y todo ello sin entrar en el debate sobre quién es el Estado para impedir que cualquier ser humano pueda comerciar con lo único que le es propio de verdad, con lo único que llega a este mundo y lo único que le acompaña hasta el final. Mientras tanto, Anuska seguirá viendo cómo quienes la defienden a nivel público sin hacer nada, son los responsables de no pueda ejercer libremente su profesión, sea ésta la que sea.