domingo, 18 de noviembre de 2012


El rojo y el facha

Imagen sacada de www.nirojonifacha.260mb.com, con el consiguiente agradecimiento al autor. 

Casi tres cuartos de siglo después, no hemos aprendido nada. Seguimos siendo blancos o negros, moros o cristianos, payos o gitanos, explotados o explotadores, fachas o rojos. Un vistazo a la retórica de los años 30 del pasado siglo, nos devuelve inmediatamente al hoy por hoy. El resentimiento, el odio, el enfrentamiento y la incapacidad para descubrir puntos en común se han asentado en los pilares básicos de la sociedad, en un país que se ha desangrado una y mil veces, como si necesitara oler a glóbulos rojos de forma periódica para saciar su sed de existencia.
El profundo pensamiento de “todos tenemos más ideas en común que las que nos separan” se quedó helado en la transición y, desde entonces, no ha hecho sino perder vigencia, actualidad e implantación.
Aquellas gentes del 34 y del 36  no tenían ni puta idea de lo que se les venía encima. Cuando empuñaban sus armas, cuando destrozaban todo lo que hallaban a su paso en las manifestaciones, cuando se enfrentaban en plena calle a los ‘contrarios’, no podían ni imaginarse que sólo tres años de bárbara lucha entre hermanos aplacaría sus hambres de venganza, templaría sus deseos de construir una sociedad a su propia imagen y semejanza y calmaría sus deseos de exterminar a todo el que pensara mínimamente diferente a ellos.
En aquella España sangrienta de los 30, las revoluciones se sucedían una tras otras, una dentro de otra, en un frenético y demoníaco encabalgamiento de pasiones e irreflexiones. Nadie toleraba la diferencia y todos parecían verse capaces de imponer la suya, su verdad, con sólo tener un arma en la mano. En aquella España del disparo fácil, unos eran fachas y otros rojos. No había para más.
No han cambiado mucho las cosas, no. O al menos, si lo habían hecho, ahora parecen volver a parecerse a aquellas. El raciocinio ha sido sustituido por la pasión y un simple recorrido por las redes sociales, vía de escape para muchas de esas pasiones, pero visto lo visto esta semana, no de todas, nos revela que el más nimio detalle se salda a la primera de cambio con el calificativo.
Si alguien no cree en la huelga general es un fascista; si cree en ella, un anarquista; si no se defiende la violencia en la calle, un represor; si se ataca al empresario, un rojo; si se cree en la libertad sexual, un maricón; si se habla de autodeterminación, un separatista o, a las malas, un hijoputa (sí, lo he leído con estos ojos); si se está a favor de la reforma laboral, un facha; si se está en contra, un libertario; si se es sindicalista, un vago (no estoy lejos del mea culpa); si se es político, un sinvergüenza o un ladrón; si se defiende al inmigrante, un anti-español; si se le ataca, un xenófobo; si se está en contra de la violencia, un manso; si se defiende al gobierno, un apesebrado.
Dan igual los argumentos y, sobre todo, da igual lo que se piensa en algún otro ámbito de la vida. Cualquier tema basta para que la mayoría se hagan una idea inequívoca e inamovible de cada uno. Posiblemente la ideología, ese otro ‘opino del pueblo’ (como la religión) tenga mucho que ver y sea el responsable último del adoctrinamiento de todos, incluyendo a aquellos que se ven con patente de corso para calificar al diferente tras su primera divergencia.
Se creen, muchos, muy libres, cuando no son más que esclavos de su propia ideología, que apenas les deja el margen de una losa para poder expresarse con libertad. Y todo aquello que se salga de los pilares básicos y filosóficos de su ideología empiezan a resultarles no ya raro, sino ofensivo. Son esclavos, algunos de ellos disfrazados de hombres libres, y su opresión les impide debatir, entender, discrepar y dialogar con el que piensa diferente. 
Así no es extraño que más de uno seamos rojo y facha en la misma semana, separatista y maricón, vago y explotador, manso y libertario al mismo tiempo. Porque sí. Por todo. Porque no hemos aprendido nada. Porque estamos a un paso de empuñar el arma, cuando no lo hemos hecho ya. Porque enfrente no vemos más que diferencias en lugar de coincidencias. Y porque hemos llegado a un punto en que ya todo nos da igual y tan sólo guardamos rencor y odio, que son los mejores anestésicos de la razón, de la cordura y de la convivencia. 

Soy gitano


PORQUE ME APETECE Y PORQUE VIENE A CUENTO, VOY A HACER ALGO QUE NO HABÍA HECHO NUNCA EN ESTE BLOG: REPETIR UN ARTÍCULO, EN CONCRETO ÉSTE QUE COLGUÉ EN 2010 CON ESTE TÍTULO: http://vjhernandezbru.blogspot.com/2010/12/soy-gitano.html).
Soy gitano, Y en Navidad, más. Soy tan gitano como negro; tan gitano como ‘moro’, como ‘sudaca’; tan gitano como cualquiera que se siente discriminado por usted y por otros como usted, por la simple (entiéndase simple en el más ofensivo sentido de la palabra) razón de que tiene una raza diferente a la de la mayoría en un lugar concreto, o porque ha nacido en un lugar distinto al que habita, o por cualquier otra soplapollez con la que los seres humanos justificamos el portazo en las narices de un semejante; o mejor dicho, de un igual.
Hace tiempo que quería escribir este artículo pero, sobre todo, quería escribirlo desde que a un tipo realmente rocambolesco, el señor Zarkozy, que gobierna los destinos de los franceses mezclando decisiones acertadas con otras que, más que desacertadas, son disparatadas, se le ocurrió la brillante idea de expulsar a los gitanos rumanos de su país.
Su ocurrencia no fue echar a los rumanos, ni a los extranjeros, lo cual, siendo una imbecilidad, hubiera podido ser sostenido con cierta aspiración racional, por aquello de no ser ciudadanos nacidos en tal o cual sitio. Pero no. Incluyó en su acción ofensiva y discriminatoria la cuestión de raza, como si en algún libro hubiera leído, el tío, que la raza que él y yo compartíamos hasta que, a raíz de su medida, decidí ‘hacerme gitano’, tiene algún tipo de superioridad sobre la que ahora he adoptado.
Y por eso soy gitano. ¿Qué le parece a usted absurdo? No lo dudo, oiga. Pero lo es mucho menos que esa manía predispositoria hacia lo diferente; esa idea preconcebida de que los de otro color, otra raza, otra condición social o, en general, los diferentes, son los malos.
Ahora, gracias al ‘lumbrera’ galo, soy gitano. Pero cualquier día podría decidir ser negro, como mi amigo Mauro, al que le compro los relojes que imitan marcas prestigiosas para que un día de éstos pueda volver a Nigeria, cerca de Dakar, para ver a la mujer y a los hijos a los que dejó, buscando la fortuna en un país en el que la mayoría siguen mirando el color de su piel.
O ‘moro’, por qué no. ¡Qué bonita palabra, ‘moro’! Podría ser moro, como mi amiga Fátima y su familia, que cada día me dan un ejemplo de profesionalidad en lo que hacen (precisamente no trabajan en un banco ni en la Bolsa, ya se lo advierto), cumpliendo con pulcritud y responsabilidad la labor por la que me cobran unos miserables eurillos, esperando que su fortuna cambie y puedan dar a sus hijos y sobrinos la vida que no pudieron encontrar en Marruecos.
O ‘moro’, también, como mi amigo Mohamed, un ‘monstruo’ del básket que además regenta una tienda deliciosa en la falta de la Alcazaba, haciendo una demostración de lo que supone ‘regenerar nuestro casco histórico’, al tiempo que regala a cuantos se encuentra una magnífica sonrisa que muchos de los ‘dueños del terreno’ no somos capaces de sacar a la calle ni en nuestros mejores días.
O ‘sudaca’, también bello vocablo. Quizás un día de éstos ‘me haga sudaca’, o judío, o chino. Porque todos ellos me enseñan, cada día, dónde está lo importante de los seres que comparten conmigo esta tierra que algún mentiroso me dijo un día que era mía. Para mí, un ‘gitano’ hoy, no sé qué mañana, esta tierra es suya y de sus hijos. A disfrutarla.

domingo, 11 de noviembre de 2012


¿Qué es ser periodista?



Recuerdo que, hace más de quince años, cuando regresé a Almería tras terminar la carrera de Periodismo, con la juventud exultante de los 22 años y las prisas y el impulso propios de esa edad, abanderé la causa del ordenamiento de mi recién estrenada profesión. Quería estructurar lo que llevaba siglos desestructurado y me dejaba llevar por comparaciones con otras profesiones liberales, con insana envidia de aquellas (abogados, ingenieros, médicos, arquitectos, etc) que sabían responder con contundencia y prontitud a la pregunta clave que provocaba el desorden de nuestro querido periodismo; aquello de ¿quién es periodista y quién no?
Pasados todos estos años, sigo sin tener la respuesta ni la solución al problema, pero sí he podido descubrir a muchos magníficos profesionales del periodismo, que llevan ejerciéndolo con responsabilidad y eficacia desde mucho antes de que yo me planteara su ejercicio. Son, lo diga quien lo diga, buenos periodistas en cuyos despachos no luce ningún título.
Ello no significa, en absoluto, que el problema esté resuelto ni que yo haya dejado de abogar por ordenar este corral de la Pacheca que es, hoy día en nuestro país, la profesión periodística. Sigo pensando que, para otorgar derechos (y obligaciones, que los periodistas somos muy de olvidarnos de nuestras obligaciones) a un colectivo, es fundamental dar forma a ese colectivo, delimitar quién lo compone y cuáles son los requisitos para formar parte de él.
La acreditación del conocimiento por medio de la Universidad y de las pruebas que caracterizan a ésta no parece mal remedio, pero no nos llega para solucionar el qué hacer con profesionales que ya lo eran antes de implantar tal solución y a los que ahora no se puede retirar su condición, ni en justicia ni atendiendo a la realidad de sus conocimientos, tan amplios o más que los del mejor de los titulados.
Durante estos años, mi pasión por el ordenamiento ha ido perdiendo fuelle, lo reconozco. En algún momento, en algún foro, he abogado, con poco convencimiento y pasión, por una solución intermedia que limitase el ejercicio de la profesión a quienes hayan acreditado su preparación mediante la obtención de un título universitario, pero creando una vía de acceso a los periodistas en ejercicio y sin título, sin obligarles a cursar cuatro o cinco años de carrera.
Una especie de vía de acceso y un canal de demostración del conocimiento, con un plazo específico y justo de incorporación, transcurrido el cual, todos los aspirantes a periodistas vieran circunscrito su camino a la senda universitaria.
Sin embargo, lo que yo diga o deje de decir poco valor tiene. La profesión, indefinida y abstracta como sigue estando, ha visto proliferar dentro y a su alrededor una serie de instituciones, asociaciones, colegios y demás, que poco han avanzado en este camino y poco han ayudado a responder a la pregunta clave que da título a estas humildes líneas. No sé a qué se han dedicado sus  dirigentes durante este tiempo (tómese esta frase tal cual y ausente de cualquier tipo de ironía, acusación o reivindicación; en realidad no lo sé), pero está claro que ni ellos ni el resto de los profesionales, acaso demasiado ocupados en lo urgente como para prestar atención a lo importante, hemos conseguido la respuesta.
En nuestro descargo cabe decir que la respuesta no es sencilla, puesto que aunque lográramos definir y concretar el acceso de profesionales a la profesión, es decir, aunque consiguiéramos definir qué es ser periodista, antes habríamos tenido que definir qué es periodismo, cosa que tampoco me parece fácil. En los medios de comunicación hay multitud de actividades cuya pertenencia a la profesión no termino de tener clara. Soy consciente de que el contable de un periódico no es periodista, como tampoco lo es el portero, el que arregla los ordenadores o el que limpia. Sin embargo, no acabo estar seguro de si quien presenta un programa de entrevistas en radio es un periodista o un actor; o si lo es quien da paso a los discos dedicados en una emisora musical, quien presenta un programa de reportajes o incluso quien lo hace en un informativo. Todos ellos tienen en común la obligación, entre otras, de cuidar del lenguaje y comportarse con respeto a unas ciertas reglas informativas pero, ¿es necesario que sean periodistas? ¿Basta con que los periodistas redacten las noticias y que luego las presenten gentes altas, fuertes, con buena voz y dicción y bien parecidas?
Al escribir estas líneas, de repente me he dado cuenta de que las preguntas son las mismas que traje yo de vuelta a Almería tras cuatro intensos años en Madrid, las mismas que nos hacíamos en las aulas de la vetusta y gris Facultad de la Complutense, las mismas que gritábamos sentados en el asfalto cuando espetábamos que ‘Carmen Sevilla, no es periodista’ (¡qué culpa tendría la pobre Carmen!). Han pasado los años y sigue siendo complicado definir los derechos de un colectivo, cuando antes no se ha definido al propio colectivo. Sinceramente, los periodistas hemos de reconocer que no hemos hecho mucho por la causa. Quizás en los próximos quince años. 

sábado, 3 de noviembre de 2012


Anti Halloween y anti todo


Está de moda el anti. O más que de moda, quizás lo que ocurre es que hay poca capacidad, poca profundidad para crear y hay que conformarse con atacar, con destruir lo que otros hacen. Aunque, pensándolo bien, la raíz del asunto esté, más bien, en la incapacidad para aceptar que hay otros mundos, otros gustos, otros intereses, otras formas de ver y de hacer la vida.
Nos molesta lo diferente, lo impropio, lo llamativo, lo que resalta. Y esa libertad a la hora de descalificar que se nos ha impuesto por encima de todo nos inviste de una supuesta autoridad para ridiculizar todo aquello que no concuerda exactamente con nuestros postulados morales, éticos, estéticos o ideológicos.
Es como una supuesta modernización de aquellas viejas de los visillos, que contaban las horas y los minutos para reunirse con sus comadres y aprovechar la reunión para pelar a todo aquel que no estuviera presente, ya fuera por sus comportamientos, por sus apariencias o por sus formas de expresarse y relacionarse.
Ahora somos anti-Halloween. ¿Por qué? Por variadas razones. Unos porque es un invento americano, que no es español vamos. Da igual que más del 90% de los utensilios, herramientas, instrumentos, inventos, costumbres, fiestas y tendencias que utilizamos o mantenemos tampoco lo sean. El caso es ser anti.
Para otros, la razón es que es una horterada, que se disfraza uno de muerto, que los niños piden caramelos o que se tiran petardos. Razones, todas, que no importan a los mismos seres humanos para idolatrar o, al menos, respetar, otras fiestas patrias como el Carnaval, las Fallas, los Sanfermines o la Tomatina de Buñol, todas ellas mucho más lógicas, elegantes y estéticas, adónde va a parar.
En Almería, mi casa, mi tierra, acabamos de celebrar Halloween con un invento del Ayuntamiento que se ha denominado ‘La noche en negro’. El evento en sí ha supuesto que miles, pero muchos miles de almerienses salgan de sus casas, paseen, se tomen cañas con tapa, compren ropa, libros y discos, se asusten con los que iban disfrazados de muerte o de famosos del corazón, le compren un globo o un regaliz al niño e incluso alguno ha habido que se ha atrevido a tomarse un combinado etílico.
Conozco algún caso de establecimientos que, esa noche, han multiplicado por diez su caja habitual. Y mire que le diga, con la que está cayendo, con el paro pisándonos los talones, con las colas en los comedores sociales, con las nóminas más congeladas que la imaginación de la mayoría, las pagas extras embutidas en un traje de pino para celebrar el Día de Todos los Santos y una retahíla de empresas preparadas para representar el Santo Entierro cuando llegue la Semana Santa, todo lo que sea mover a la gente y al dinero, hacer que se gaste, que se invierta, que los negocios hagan caja y puedan pagar a sus acreedores y trabajadores, a mí me parece una bendición del cielo. Vaya la gente disfrazada o en pelotas.