lunes, 30 de enero de 2012

Movistar y el valor de las personas

Me gusta ser justo en estas cosas. Ayer publiqué en este mismo espacio, un artículo en el que le contaba, amigo lector, mis peripecias con la empresa Movistar, antigua Telefónica. Léalo si aún no lo ha hecho; creo que merece la pena. La verdad es que no he tenido suerte, o lo que sea (no creo mucho en la suerte) con esta gente. Más bien, he tenido una pequeña colección de infalibles malas experiencias cada vez que me he acercado a ellos.
Pero como quiero ser justo, justo es que le cuente también lo sucedido hoy, que si lo del pasado sábado fue una muestra de cómo una compañía, una gran compañía no debe tratar a sus clientes, lo de hoy ha sido exactamente lo contrario.
A mi teléfono particular ha llamado, ignoro cómo ha consguido el número, un responsable de Telefónnica Movistar para el Sur de España. Lo ha hecho en persona, sin secretarios, sin asistentes y sin personal destacado en Suramérica. Y no lo ha hecho para quejarse porque yo les hubiera dedicado antes un artículo no demasiado elogioso. Todo lo contrario.
El tipo en cuestión, cuyo nombre pasaré por alto porque no le he pedido permiso para citarlo, me ha llamado para interesarse por mi problema, para ver si todavía hay manera de arreglarlo, para pedirme disculpas y, agárrese usted a la silla, para darme las gracias porque por medio del artículo se ha enterado de una mala atención de su compañía hacia mí.
Sinceramente le diré que creo que eso debería ser lo normal, lo habitual. Si usted en algún momento me cuenta alguna historia sobre el mal funcionamiento de mi empresa, lo normal es que yo se lo agradezca, porque me está usted dando una herramienta para poder mejorar.
Debería ser lo normal, aunque no es lo habitual. Normalmente, las grandes y pequeñas empresas, los seres humanos en general, solemos utilizar la estrategia (perdóneme usted la escatología, a estas horas) de 'quien ventosea y se ofende' (lo he dicho lo más fino de lo que he sido capaz), es decir, que además de peter la pata, tratamos de echarle la culpa al primero que pasaba por ahí, incluso a veces a nuestros propios clientes.
Así pues, para ser justos, como decía al inicio, enhorabuena en este caso a Telefónica Movistar por tener en sus filas a un tipo tan inteligente como humilde, a pesar o quizás gracias a su cargo, y sobre todo enhorabuena al sujeto que me ha obligado, con argumentos, inteligencia y talante, a cambiar lo que era una pésima imagen sobre esa empresa. A veces, las personas son el gran valor de las empresas, sobre todo de las grandes empresas. Ahora sólo espero que, recibido el mensaje, los seres humanos que me atendieron el sábado reciban instrucciones sobre cómo tratar a los clientes.

domingo, 29 de enero de 2012

Movistar, hola y adiós

Si desde los 70, gracias a aquel exitoso programa sobre el tráfico que dirigía Paco Costas, sabemos que el hombre es el único animal capaz de chocar dos veces con la misma piedra, yo me considero un auténtico experto en esto, un máster cum laude. Recodará usted, si es que es de ésos abnegados lectores que se empeñan en visitar mi blog cada semana, que hace tiempo me juré que jamás volvería a atender a nadie del servicio telefónico de Movistar, primero por lo pesados que son, segundo porque llaman siempre a unas horas que no son ni decentes ni inteligentes y, sobre todo, porque hace años salí corriendo de esa compañía, debido a que cada vez que tenía que hacer cualquier trámite administrativo con ellos, siempre por teléfono, acababa convertido en el personaje de ‘La Metamorfosis’ o ‘El Castillo’, otras ambas del maestro Kafka.
Pero estos tipos son listos como las ardillas y alguien les debió soplar la fecha de mi cumpleaños, de manera que me llamaron en día tan señalado, con la cierta esperanza de encontrarme más ‘blandurri’ y receptivo a sus feroces garras comerciales. Y así fue. Tanto, que ante una tentadora oferta económica, decidí, a bote pronto y con la efusión y el calor de la efeméride, cambiarme de compañía de teléfono e internet en ese momento. Desde entonces, hace casi un mes, la única noticia que he tenido de ellos ha sido la llegada de un router wifi que ni sé usar ni funciona ni la madre que lo trajo al mundo.
Le confieso, querido amigo lector, con todo el dolor de mi alma, que utilicé buena parte de la mañana del pasado sábado en intentar que alguien me echara una mano para arreglar el tema. Vanamente, como supondrá. El balance de una hora y media colgado del teléfono y once conversaciones con otros tantos individuos, todos menos dos con acento y sospecho que residencia suramericanos, fue mi petición final, exhausto, diría que cautivo y desarmado, de baja en la compañía.
Quizás haya sido la baja más rápida en la historia de Movistar y el paso más fugaz de un cliente por la compañía. Por resumir y porque ya queda poco del folio en blanco que empecé hace unos minutos, les diré que, tras dos conversaciones pre-ambulares, empecé hablando con el departamento técnico, de un amable que para qué las prisas, pero que después de hacer no sé cuántas pruebas con mi ordenador, terminó pasándome al departamento comercial, porque posiblemente la tramitación que yo creía activada desde hacía un mes, no lo estaba tanto.
Allí, otro compatriota de la hispanidad me informó de que yo sí tenía internet en mi casa, pero que había algún problema que impedía que pudiera navegar, pasándome de nuevo al departamento técnico. Una vez de nuevo allí, otro paisano, tan amable como el otro o más, me dijo que el problema debía estar en que como yo había solicitado también un cambio de titularidad, ello podría estar enganchado en algún punto del entramado burocrático de la compañía (con otras palabras); así que, de nuevo el hatillo y al departamento comercial, donde les faltó recibirme como a un hermano. Esta vez, me dijeron que los técnicos no trabajaban en fin de semana, a pesar de que yo ya había hablado, en apenas una hora de matinal sabatina, con medio departamento técnico; y que el lunes podrían solucionarme el problema mandándome un técnico a casa. Les expliqué por octava vez que ello no era posible, porque uno, aunque tiene vocación de millonario de las Sheishelles, aún tiene que ir a trabajar a la oficina los lunes. Entonces insistieron en que el problema era de mi ordenador, aunque ya les había yo informado de que el PC en cuestión se conecta a internet que es para comérselo cuando está en la oficina. Así que la señora, ésta española o al menos con tal acento, me dijo que el problema no tenía solución porque quienes lo podían arreglar no trabajan los fines de semana y yo no estoy en casa de lunes a viernes. Así que, como digo, agotado, arrastrándome por el salón de casa y medio llorando, les pedí de rodillas que me dieran la baja, a pesar de que aún no he disfrutado de un solo segundo de teléfono ni de un puñetero mega de internet. Por cierto que para ello me pasaron con el departamento de Calidad de Movistar, que manda muchos cojones el nombrecito que le han puesto.
Total, que si alguna otra vez alguien le cuenta que estoy valorando la opción de volver a Movistar, por favor, me hace usted el favor de llamarme por teléfono, por lo que valga, y queda conmigo para darme una buena patada en los ‘güevos’, que yo se lo agradeceré eternamente.

domingo, 22 de enero de 2012

A por los que nos dejan el mojón

Ya tenía yo pensado con qué darles el coñazo hoy cuando, en mitad de mi frugal y dominical desayuno, ha caído en mis manos uno de ésos artículos que solemos escribir los seres humanos, terciando y opinando sobre aquello de lo que no tenemos ni la más repajolera idea, pero con los que pensamos que quedamos como un señor; y luego nos fumamos un puro.
El tipo en cuestión, columnista de Público, se viene a quejar de que el gobierno ha anunciado que, a partir de ahora, los malos gestores van a poder pasar por el banquillo del tribunal penal; o dicho de otro modo, que el que utilice la caja de todos los españoles para despilfarrar y gastar por encima de lo que se ingresa, se las tendrá que ver con la justicia que nos representa a los dueños de la pasta, que somos usted, yo y el resto de nuestros paisanos.
A simple vista, lo que cabrea de la medida en cuestión es que no llegara antes, ya que implica que hasta ahora ha habido algunos (serán los menos), que se han dedicado a gastar sin miedo y con todo el desparpajo, independientemente de si había algo detrás para cubrir esos cheques que se extendían tan alegremente. Y que a esos tipos, que nos han dejado como el gallo de Morón, sin plumas y cacareando, hasta ahora no se les podía meter mano penalmente (término que no tiene nada que ver con el pene, vayamos a leches).
Lamenta, el escribiente, un buen escribiente eso sí, Antonio Orejudo, que se va a imponer por ley el déficit cero, es decir, que aquellos a los que ponemos a cargo de nuestra caja de caudales deberán gastar justo lo que hay en ella o (esto ya son términos económicos que seguramente sonarán a chino al señor Orejudo) sólo aquello que haya previsiones técnicas de poder devolver.
Para este señor y para todos aquellos que le han aplaudido en internet (plas, plas, plas), adecuar el gasto al ingreso es signo de ser un neoliberal, término cuyo significado cada día me ofrece más dudas, pero que debe ser un liberal de toda la vida, pero nuevo. ¡Albricias! Al final resulta que todo este debate no es económico sino político, que detrás de todo está la maldita ideología, esa dictadura que nos impone nuestra opinión, por encima de la razón.
En el colmo del disparate económico, el señor Orejudo le dice al ministro de Economía que si no ha oído hablar de las hipotecas y los préstamos para comprar un coche. Debe ignorar, el insigne escritor, lo que le pasa a uno si contrae una hipoteca o un préstamo y se permite el lujo de no calcular que vaya a ingresar lo suficiente para pagarlo; que será lo mismo que nos pase a los españoles si nuestro país sigue gastando por encima de sus posibilidades.
Termina, el sensacional narrador, aseverando que un Estado no es una empresa. Es de suponer que habrá llegado a esa conclusión él solito. Pero yo digo más: la diferencia es que en una empresa, como en una familia, si el gestor gasta más de lo que ingresa o de lo que puede ingresar para devolver los préstamos, se las termina viendo con la ley; mientras que en un Estado, hasta ahora, los señores gestores se iban de rositas después de dejarnos el mojón en nuestro cuarto de baño.
Termino, no sin antes añadir que está estupendo esto de que todo el mundo hable de lo que le salga de las meninges, pero el problema es que hay alguna gente, pocos, que luego van y lo leen; y es más, hasta se lo creen. Y como esto siga así, es posible que un día nos veamos pegándonos tiros en la calle por un mendrugo de pan. Entonces será el momento de hacer un monumento al señor Orejudo, a los de Público, a los del 11-M y a sus parientes más cercanos. Verás qué risas.

domingo, 15 de enero de 2012

Los problemas ya llegan ellos solos

Escuché, en una ocasión, el consejo que un anciano regalaba a joven. “No busques a los problemas; ellos vendrán solos”, le dijo, como paladeando cada una de las sílabas de su sentencia. Hace tiempo que llegué a la conclusión de que una de las características del ser humano es desear preferentemente lo que no tiene y, especialmente, lo que tiene toda la pinta de que jamás conseguirá. Es un ramalazo masoquista que nos hace castigarnos mentalmente en solitario, recordándonos que jamás estaremos satisfechos.
Ojo que todos, un servidor de usted incluido, hemos pasado por esto, pero no deja de mandar muchos ‘güevos’ ver a seres humanos que lo tienen, lo tenemos prácticamente todo, dándole a la calandraca acerca de lo que nos falta y, sobre todo, de lo que tienen nuestros vecinos más próximos.
Hay que ser muy inconsciente, y si me lo permite usted, muy egoísta, mi querido lector, para quejarse de algo, para ansiar algo y por supuesto para deprimirse por la falta de ello, cuando vivimos en un paraíso de comodidades y bienestar, mientras a unos pocos kilómetros, o incluso aquí a nuestro lado, hay tanta gente que rebusca en nuestra basura para poder seguir existiendo y darles a sus hijos eso que nosotros llamamos porquería para que también subsistan.
La situación es especialmente habitual en las cuestiones del amor, ese sinónimo de coincidencia de intereses pero en vertiente romántica, que en demasiadas ocasiones nos muestra a individuos con prácticamente todos los ingredientes necesarios para ser felices, arrastrando sus miserias en los rincones por el simple hecho de que aquella media naranja que se les ha antojado tiene otros planes.
Es, quizás, sólo el ejemplo más tópico; pero hay otros. En lo profesional, queremos el puesto que tienen otros y, cuando lo logramos, añoramos una vida más tranquila, parecida a aquella que llevábamos antes de alcanzarlo.
Si estamos en el paro, nos desesperamos porque necesitamos actividad (y dinero, claro); y cuando trabajamos, no soportamos a nuestros jefes, a nuestros subordinados, a los clientes, a los proveedores y a los horarios.
En familia, si estamos pocos, nos invade una tristeza nostálgica; pero si somos muchos, nos sobran los cuñados, los suegros, los yernos y las nueras y hasta los primos y hermanos.
Con la parienta (o con el ‘pariente’), nos agobian sus costumbres, su afán de controlarnos y hasta su familia y amigos, pero si por alguna desgracia la perdemos, ya no encontramos la forma de vivir.
Y al final, se nos van pasando los años deseando lo que no tenemos, ansiando lo que disfrutan los otros, aunque para ellos no signifiquen más que cargas y pesadumbres.
Y así hasta que llegan los problemas de veras, hasta que nos hemos de enfrentar a aquello que verdaderamente ataca frontalmente a nuestra felicidad básica. Y entonces lamentamos no haber disfrutado, no haber exprimido al máximo aquellos maravillosos años, meses o días, en los que nos empeñamos en gastar nuestro valioso tiempo en rebuscar bajo las alfombras o en los vetustos arcones para encontrar problemas con los que realizarnos.
A ti, que de verdad hoy te enfrentas a un problema, todo mi ánimo, mi apoyo sincero y todo lo que pueda hacer por ti. Ah, y mi compromiso de no buscar problemas, que ya tenemos bastante con los que llegan, de verdad, ellos solitos.

domingo, 8 de enero de 2012

38

Estoy blandurri hoy. Me disculparán quienes acuden puntualmente a esta cita cada lunes (dos o tres, no más) deseando disfrutar con unas cuantas alforjas de estopa, leña y bastos, que hoy no toca. Si el mono les corroe, siempre pueden darse una vuelta por el blog, donde el otro día sí les di lo suyo a los de un gran supermercado y a su concepto de ‘atención al cliente’. Pero no aquí y ahora, que no toca.
Hemos empezado ya 2012 y quiero regalarme un pequeño paréntesis de paz y buenos deseos. Y, como es tradición, cada vez que empieza un año, al arriba firmante le toca cumplir tacos, el día de Reyes nada menos, 38 en este caso. ‘Chale güevos’.
El guión es previsible cada año, aunque ha sufrido algunas modificaciones desde que llegó al mundo esa luz, esa vocecilla que me grita si algún día remoloneo más de la cuenta en la cama. Por su culpa, ahora lo primero es levantarse corriendo el día 6 y darle los últimos retoques a la ciudad de los juguetes en la que se ha convertido el salón, porque anoche, cuando llegamos de la Cabalgata, estaba uno hecho unos zorros y seguramente quedaron flecos por resolver. Ella no; si por ella fuera, que hubiera durado tres días el paso de los Reyes y sus colegas.
Después, todavía pronto, un buen rato de juegos con Carlilla, que es la versión humana de aquellos conejitos de Duracel que afortunadamente ya no nos torturan por la tele, pero que quedaron para siempre en nuestra memoria.
Y al final de la mañana, el atracón de visitas y de ‘jalufa’, porque no hay cumpleaños sin echarle uno o dos agujeros al cinturón y alguna arroba de más a la báscula.
Este año, también como novedad, la comida la he hecho yo. Sí, es cierto, con alguna ayuda, pero bajo mi sabia y diestra dirección. Y para colmo, a los postres me he fregado y refregado toda la cocina y la vajilla, hasta el punto de que alguna visitante ilustre ha querido inmortalizar el momento plasmándolo en una instantánea que desterrará de una vez y por todas aquel mito acerca de mi escasa colaboración de puertas de la cocina hacia adentro.
De un tiempo a esta parte, también es obligada la visita al Facebook, para tratar de responder o al menos de leer y complacer las felicitaciones de los amiguetes de la red. Todos muy cordiales y entrañables, salvo quizás el ‘joputa’ ése que dice que me echaba 40 (aunque no ha especificado 40 qué). Incluso a él se le agradece que se haya acordado.
Y el caso es que en algo no se ha equivocado: hace tiempo que empezó a estar uno más cerca de los 40 que de los 30; y que aquello de los 20 empieza a ser un recuerdo que a veces provoca risa y otras vergüenza.
Significa eso que ‘vamos para arriba’, como dirían en mi pueblo si lo tuviera, y que en algunas cosas que antes se hacían con la gorra ahora hay que pararse a descansar. También quiere decir, en la teoría, que se hace uno más paciente, más reflexivo y más racional, aunque supongo que eso debe ser ya cuando se ha tocado la cuarentena con las dos palmas, porque por ahora, al que suscribe, la paciencia era verde y se la comió un burro y la reflexividad le suele llegar a posteriori, cuando el barro llega ya hasta la axila. Así que este joven que les quiere, espera de ustedes la comprensión para poder llegar a viejo. Que nos leamos muchos años. Suyo afectísimo.

miércoles, 4 de enero de 2012

Por cortesía de Alcampo

A estas alturas, creo que no soy tan lila como para pensar que el que un mequetrefe como yo decida no volver a comprar en su puta vida en Alcampo le puede hacer ni cosquillas a un gigante de la alimentación como éste. Sin embargo, mi gran amigo lector, me va a permitir usted que me desahogue y, de paso, si a alguien convenzo para que me siga en esta absurda guerra de David contra Goliat, pues eso que me llevo.
Como consumidor, como ciudadano y como empresario, uno de los grandes misterios del universo es, para mí, el por qué algunas empresas se empeñan en darle por el saco a sus clientes, cuando les costaría muy poco trabajo hacerles felices y provocar que piensen que son importantes para él, aunque sea mentira.
La sobremesa ha tenido, hoy, para mí, un sabor agridulce. Agrio porque después de tener hecha mi compra, una compra llena de ilusión y felicidad puesto que estaba compuesta prácticamente al 100% de regalos dirigidos a buena gente, no he tenido más remedio que devolvérsela a los señores de Alcampo. Dulce porque me he dado el gustazo no sólo de devolverla íntegra, sino de irme luego a la competencia, para comprar exactamente lo mismo, por un precio muy parecido y encima con el placer de que me traten, no como a un marahá ni como a un jeque árabe; sencillamente como a un cliente.
El motivo de la movida no es nuevo. Ya me ocurrió una vez, con estos señores de Alcampo; pero los duros de mollera como yo necesitamos varios golpes para escarmentar. Y no descarto que éste no sea el definitivo.
El caso es que después de haberme gastado más de 300 pavos en el magnífico supermercado que estos señores tienen en la Avenida del Mediterráneo, en Almería, me he dispuesto a pedir la correspondiente factura de aquellos artículos que he comprado como empresa, por tratarse de regalos de ‘ídem’.
La señorita que me ha atendido en la caja general, una chica agradable y con una paciencia de santa, me ha comunicado que para poder facturarme tenía que presentar por escrito mi NIF, puesto que son ‘normas de la casa’.
En vano he tratado de hacer entender a la simpática joven que el facturar no es ningún favor ni un hecho extraordinario que debían hacer por mi cara bonita, sino una obligación de toda empresa. Pero nada.
Como soy experto en estas trifulcas consumidor-empresa, casi sin pestañear he pedido la presencia del superior a esta chica. No sé en qué ni por qué será superior el tipo que ha aparecido tras unos minutos, puesto que físicamente no había color y en cuanto a atención al cliente, un abismo a favor de ella frente a él.
Se suponía que vendría alguien con algún tipo de argumento que explicara por qué esta gran cadena se pasa por el forro la ley que nos obliga a todos los empresarios a facturar, pero en su lugar ha venido un ‘premio Nóbel’ que se ha contentado con decirme exactamente lo mismo, “normas de la casa” y que, “si no está conforme, rellene una hoja de reclamación”, al tiempo que ha puesto pies en polvorosa sin despedirse y sin dejarme responder. Un prodigio de atención al cliente, el muy pazguato.
Eso sí, le he hecho caso. He rellenado pacientemente la hoja de reclamaciones y, además, por si se le había olvidado pedírmelo, también he tenido los santos cojones de bajar al aparcamiento, subir toda mi compra de más de 300 pavos y pedir muy graciosamente que me devuelvan mi dinero. Fíjense qué manera más simpática han tenido estos tíos de Alcampo de dejar de ingresar unos cientos de euros esta tarde. Supongo que el catedrático que me ha atendido va a cobrar lo mismo, a pesar de haber sido decisivo no sólo para que devuelva mi compra sino para no volver por allí hasta que a él no le brote su segunda neurona, por arte de magia. Ah, se me olvidaba: ¡en Carrefour se han puesto de un contento que para qué las prisas!

domingo, 1 de enero de 2012

Indignidad de género

Hubiera sido mucho más bucólico y pastoril haber empezado este año con un artículo sobre buenos deseos para este 2012 que dicen podría ser el último. Sin embargo, hay veces que tiene que estar uno a lo que está. Y en lo que está uno, en este caso, es el uso de esa herramienta con la que se gana la vida, que hemos convertido en saco de ‘puching’ y que llamamos lengua castellana.
Tengo que confesar que no siento excesiva devoción por la señora Pajín, doña Leire; como no la siento tampoco por otros muchos tipos y tipas (vayamos a leches), de diferentes colores y signos, que han pasado por los gobiernos de diferentes instituciones públicas sin haber dejado en pie ni una sola obra, ni un solo acto que merezca la pena, que pueda ser recordado con cierto orgullo por aquellos que les hemos pagado el sueldo religiosamente durante años; y lo que es peor, que se lo vamos a seguir pagando, sin que den palo al agua, una vez terminado su triste paso por la función pública.
El otro día, con los cuerpos se sendas mujeres aún frescos, con sus familias desesperadas por unas pérdidas tan absurdas como injustas, la señora en cuestión decidió lanzarse al ruedo acusando a su sucesora en el ministerio de haber utilizado la expresión ‘violencia doméstica’ para definir ambos crímenes. Sinceramente, en el momento que escuché sus palabras, vía radio, tuve que hacer profundos esfuerzos para no vomitar.
Una de las más estúpidas manías que algunos políticos comparten con nosotros, los periodistas, es la de pensar que la gente, nuestros conciudadanos, nacieron ayer mismo. Utilizar la muerte de dos seres humanos y las manifestaciones de dolor de una ministra recién llegada al cargo para hacer política de esa manera no solo es una enorme indignidad, de género si lo quieren así, sino además una muestra clara de quien piensa que todos los demás somos gilipollas por vía congénita.
Pero al margen de la indignidad, que creo que es lo más grave en este tema, entrando lingüísticamente en el asunto, la señora Pajín no lleva razón. Dice la individua en cuestión, corrigiendo a su sucesora como si ella tuviera patente de corso en cuestiones lingüísticas (ignorando las amplias manifestaciones de desprecio por la lengua que nos ha dejado durante sus años de gestión), que lo que ha causado la condenable muerte de estas dos mujeres no es violencia doméstica sino violencia machista o de género. Demuestra Pajín, una vez más, que de gestión de la lengua castellana va aún peor que de gestión institucional o ministerial. Habrá que explicar a esta señora, y en su persona a toda esa caterva que sostiene el feminismo más enfermizo, irracional e inútil, que el término doméstico viene del latín ‘domus’, que significa hogar. Y que como tal, es un adjetivo que describe lo que sucede alrededor de un hogar o familia.
Que los energúmenos que han dado cuenta de las vidas de estas dos mujeres a las que se suponía que algún día quisieron (no lo creo yo tanto), lo han hecho en el ambito de la familia es algo que ofrece pocas dudas. Si ambos hubieran querido ejercer la violencia machista o de género, no se hubieran entretenido en elegir como víctimas precisamente a sus mujeres, sino que hubieran enfocado su ira inhumana sobre cualquier otra mujer; a quienes ellos odiarían sería a todas las mujeres y no sólo a la suya propia.
Creo, sinceramente, que mientras no nos convenzamos de que este tipo de violencia no está basada en el género sino en la posesión familiar y doméstica blandida bajo irracionales manifestaciones de superioridad física, seguiremos lamentándonos y perdiéndonos en estos penosos y estériles debates.