miércoles, 21 de abril de 2010

Etiquetas de colores

Fuera de contexto, con el peligro que ello tiene, he visto en televisión unas declaraciones de Pedro Ruiz, deben ser recientes, en las que el polifacético (digámoslo así) presentador viene a decir que el problema en España, después de la Transición a la Democracia, es que no hemos conseguido que un tipo de izquierdas pueda disfrutar de una actuación de Norma Duval o uno de derechas de una película de Willy Toledo.
Iré un paso más allá. Yo creo que el gran problema de este país (siempre digo que quizás lo sea también de otros) es que tenemos una enfermiza tendencia a mezclarlo todo, las churras con las témporas, el tocino con las merinas y la velocidad con el culo, por ejemplo. Las últimas semanas nos han regalado un sensacional muestrario de ejemplos sobre cómo confundirlo todo, aunque cualquier momento histórico es bueno para encontrar casos sobre este ‘totum revolutum’ tan nuestro.
En estos días, hemos podido ver cómo por ser de izquierdas hay que estar en contra del procesamiento de Garzón y por ser de derechas brindar con cava (perdón, con champán, que es más español) por el mismo motivo; hemos podido comprobar cómo los de izquierdas están a favor de la SGAE y los de derechas en contra; que los patriotas disfrutan con un toro ensangrentado sobre el albero y a los independentistas les parece una barbaridad; que los progresistas están que trinan con el ‘trabajado’ empate del Espanyol, mientras que para los conservadores ha sido una bendición que el Español le arrebate un puntillo al Barça; por no hablar de religión o de nuestra postura (con perdón) acerca de la homosexualidad.
¡Y el inocente Pedro Ruiz aún se sorprende que los unos no sean capaces de leer un libro de Vizcaíno Casas y los otros no aguanten una canción de Sabina!
Y en medio de todo esto, mire usted que no termino de ver qué demonios tienen todas estas cosas que ver entre sí y por qué un tipo no puede estar a favor de un sistema solidario de reparto de riqueza y a la vez echar unas risas con Arturo Fernández; o que alguien que vea en los preceptos liberales la salida para la crisis no pueda emocionarse con unos versos de Lorca.
No negaré que la traslación del sistema de partidos políticos a la sociedad no pueda tener algo que ver en esta confusión generalizada que se nos ha instalado en el salón, extendiendo ese sectarismo que convierte en un bicho raro a un tipo que, militando en una formación política, piense y, sobre todo, exprese (‘échale güevos’) una opinión en contra de la denominada ‘línea oficial’.
Pero yo creo que la causa principal está, más bien, ubicada en la necesidad de etiquetarnos que debe situarse más o menos en algún punto profundo de nuestro diencéfalo y que termina por gobernarnos, como María Cristina quería gobernar a Alfonso. Y así, resulta que existen especímenes cuya naturaleza les impide disfrutar del arte y la cultura creados por otros de ideología diferente y que, es más, se ven obligados a extender sus líneas de pensamiento político e ideológico a terrenos tan inescrutablemente relacionados con ellas como el deporte, la cultura, la religión o el sexo. ¡Hay Dios, qué cacao!

jueves, 8 de abril de 2010

Los toros de Sabina

Lo chungo de este país (no sé si del género humano, en general) es que, como la libertad de expresión no es algo que esté en la ley sino en la mente, en ocasiones es imposible ejercitarla sin ser sometido a consejo de guerra. Desde que comencé esta cita bimensual con ustedes, llevo dándole vueltas al potaje para encontrar cómo enfocar este particular, sin tener que verme ante el pelotón de fusilamiento al amanecer; esfuerzo inútil, ya que soy consciente de que el que empuña la pluma, suele acabar apuntado por el fusil.
Pero en esto, como en todas las cosas, el camino está siempre trazado por los mejores, o simplemente por otros que llegaron antes que tú; y por ello, ha tenido que ser mi maestro Sabina el que me apunte la senda con su linterna de prosa poética.
Leí el otro día, al sabio, declarar algo así como que “soy aficionado a los toros, me gustan e iré a la plaza mientras existan; pero racionalmente me parecen un espectáculo indefendible”.
Como quiera que en esto de la prensa tengo ya algunas cicatrices en la espalda, al entrecomillado le doy la credibilidad que le otorgo a cualesquiera otras palabras que no haya escuchado yo directamente. Pero, en esta ocasión, sean exactas o no las declaraciones del poeta de lo urbano, incluso dudando sobre si alguien se las haya podido o no inventar, el caso es que sirven para retratar casi a la perfección mi posición en un debate que perdura en el tiempo gracias, únicamente, a esa casta especial que, para lo bueno y para lo malo, tenemos españoles y que nos convierten en estirpe especial.
Al margen de que el debate viene contaminado por la política, que es un arte que coincide con la prensa del corazón en que ambos se empeñan en colarse en todas las fiestas, con o sin invitación; no puede haber nadie en este mundo que, con la mano puesta sobre el libro de la razón, defienda que a un ser vivo se le encierre dentro de una pared circular para torturarlo hasta la muerte. Lo discutible es si a tal manifestación es lícito llamarle arte, puesto que entiendo yo que en la definición de arte hay mucho de sentimiento y, por tanto, de subjetividad de cada cual.
Pero sea arte o no, lo obvio es que la consideración como tal no puede suponer justificación para ninguna actividad que, al margen de su carácter artístico, debe cumplir unos cánones comúnmente aceptados de civismo y humanidad, que son los que rigen el ordenamiento de nuestra sociedad y que no pueden ser saltados a la torera (perdón por el chiste fácil) según para lo que cada uno desee. De lo contrario, el contenido artístico, que ni niego ni acepto en la tauromaquia, podría ser justificante para cualquier tropelía que considerásemos oportuna.
Otros, en cambio, como mi dilecto amigo José Fernández, lo justifican en nombre de la tradición que, por ejemplo, avalaría igualmente que siguiéramos saliendo a cazar al amanecer o que arrastráramos a nuestras múltiples mujeres por los pelos, como fue costumbre durante siglos (por desgracia, algunos salvajes la prolongan hoy).
Por tanto, asiéndome al cantor del amor y el desamor asfáltico, mi Sabina del alma, permítanme que me una al coro de los que, política al margen, pidamos que dejen de torturarse animales en las plazas de toros. Ah, eso sí: no se extrañen si, en tanto en cuanto ello ocurre, me ven algún día en una plaza. Espero que ese día nadie decida arrojarme a mí al ruedo, para cumplir con no sé qué tradición o arte.