sábado, 20 de octubre de 2012


España, Cataluña, nación y estado



Era de esperar. Tras décadas de augusta democracia y ‘vale todo’ en los colegios, en las tertulias, en las películas y en los periódicos, la peña se lo ha creído. Todos somos responsables. La historia, esa fuente inagotable de cultura, se ha ido a tomar por el saco. Ya no sirve. Cada  uno tiene la suya. Y la cultura es un juguete en manos de quien lo quiera hacer actuar. Como la prensa, como la literatura, como la política y como eso que seguramente alguna vez existió, aquello del servicio público, que ahora, como mucho, sería púbico.
Conste que soy un ferviente creyente en la democracia, en esta democracia y el sistema de libertades que nos dimos en el 78, precisa y mayormente porque nos permite cambiarlo. Que es un lo bueno de un sistema democrático. Es lo democrático. Ahora bien, creo igualmente que el sistema es un convencionalismo, un acuerdo, un pacto para poder funcionar, en el que, como en todos los pactos, cada uno cede un trocito de sus aspiraciones.
Sin embargo, con el paso del tiempo, en lugar de cederle parte de ellas al prójimo para que él también se sienta como en casa en este pacto, hemos ido cediéndoselas a la incultura, al sinsentido, a las invenciones interesadas y a este cachondeo nacional que nos hemos montado, cuya piedra angular es la confusión, muchas veces interesada pero en la mayoría de ellas espontánea y congénita, entre nación y estado.
He escrito ya demasiadas veces sobre las diferencias entre ambos términos, sobre la índole cultural, histórica, social, trascendente, permanente y tradicional del término nación y el cariz político, artificial, temporal y administrativa del estado. Pero hay manera, oiga. No hay manera. Y no la hay porque a los más es difícil educarlos y a los menos imposible convencerlos. Porque hay una gran masa que prefiere seguir ciegamente las consignas doctrinales de sus cabecillas y porque éstos están convencidos de que manejando y engañando vilmente a las masas llegarán a su objetivo. Y puede que lleven razón.
El caso es que, llegado a este punto, por un lado tenemos a los que piensan que España es una, grande y libre. Sí señor, que no es coña, que le duelen a uno las pupilas de leerlo en el ‘feisbuk’. Gente que habla de España como si en esta santa tierra no hubiera existido otra cosa, como si ello no fuera una creación matrimonial, política y de conveniencia ideada en el siglo XV. Gentes que ignoran (o no, que es peor) que Aragón, Cataluña y el catalán, Navarra o Galicia y el gallego existían mucho antes. Gentes que miran para otro lado cuando se les dice que el catalán es un idioma, una lengua romance que nació incluso un poco antes que el castellano, y que es un patrimonio de lo que hoy es Cataluña y de otros territorios circundantes, desde hace muchos siglos.
Enfrente, tenemos a quienes, instalados en la misma confusión, creen que la solución para que ‘lo catalán’ o ‘lo vasco’ se tengan en consideración, se potencien como fuente de cultura que son y no corran el riesgo de ser víctimas de una barbaridad como la que los Borbones hicieron hace camino de tres siglos con el resto de culturas francesas para imponer la de la llamada ‘Isla de Francia’ (París y sus alrededores), repito, que la solución es convertir a su nación, que la tienen y nadie se la podrá quitar jamás, en un estado. En un país independiente políticamente.
El otro día, un tipo que trabaja con los pies le dio una gran lección a todos estos manipuladores que se supone que deberían trabajar con la cabeza. El futbolista Andrés Iniesta dijo públicamente que se siente catalán y español. El tipo es de Fuentealbilla, un pueblecito de Albacete, como sabrán todos ustedes, provincia instalada ‘en pleno Pirineo catalán’. El tipo no hizo más que tirar de sentido común y recordar a la gente algo tan obvio como que el sol sale por Levante: que uno puede ser y sentirse de su pueblo, y al mismo tiempo de su provincia, de su región, de su país y de su continente si hace falta. Que lo único que necesita es buscar razones que lo unan a los demás que comparten con él cada una de esas condiciones. Y que las unas no son excluyentes con las otras.
Yo, que no llego ni a limpiarle las botas al amigo Andrés (no ya en el campo, sino en el terreno del raciocinio), también pienso que Cataluña, el catalán y lo catalán deben potenciarse como singularidades dentro del estado español, deben resaltarse, estudiarse, difundirse y promocionarse como señas distintivas, culturales e históricas. Son nuestro patrimonio, sí, sí, también el patrimonio de España, hasta que algún iluminado termine de convencer a unos y a otros que es mejor ir cada uno por su lado.
Y al mismo tiempo, pienso que hoy en día la mejor forma de organizar política, administrativa e institucionalmente las diferentes naciones que componen este territorio es configurando un único país, que podemos llamar España o como quiera usted, mi querido amigo. Juntos, de la mano, respetando las singularidades y la cultura de cada uno, llegaremos bastante más lejos. Y cuando digo respetándolas, me refiero sin denominar ‘hijo de puta’ al que cree que Cataluña debería ser independiente ni ‘fascista’ al que defienda un estado centralista. Porque no sé a usted, amigo mío, pero a mí lo que me interesa de verdad es ser feliz y que lo sean los míos. ¿O no?

sábado, 6 de octubre de 2012


A mí sí me representan



Está de moda eso de que “no  nos representan”. Está de moda y, además, parece ser una consigna que lo justifique todo: las manifestaciones y los disturbios, las demandas seriamente presentadas y la quema de contenedores, las concentraciones silenciosas y el lanzamiento de vallas, esa extraña confusión entre dos modalidades del atletismo (hasta ahora, las vallas se saltaban y la jabalina era la que se lanzaba).
Está de moda, la proclama, a pesar de ser una mentira, una ignominia y una estupidez. Entre la clase política hay mucho geta, mucho desahogado, mucho incapaz y mucho enchufado con serias dificultades para hacer la ‘o’ con un canuto. Y eso es precisamente lo que hay que denunciar y contra lo que hay que luchar.
Sin embargo, tomar el rábano por las hojas, el todo por la parte, es propio de simples, de estúpidos o, lo que es peor, de manipuladores con aviesas intenciones y con la idea de que todos los demás nacimos ayer o anteayer. El otro día escuché unas interesantes declaraciones de un tipo con el que suelo estar bastante de acuerdo. Decía José Bono, en resumidas cuentas, que los fallos y los comportamientos reprobables de parte de los políticos no puede hacernos caer en el error de cuestionar nuestro sistema, que sin ser perfecto, es el mejor que hemos tenido nunca.
Y no es que me conforme. Si encontráramos otro mejor, me lanzaría a tumba abierta a por él. Pero el problema es que un rápido vistazo a nuestra historia nos ofrece múltiples ocasiones en las que, buscando ese sistema ideal, hemos terminado dándonos hostias por las calles, bayoneta en mano, o bajo la bota de un caudillo ‘salvador’.
Decía un personaje de la excelente novela ‘Dime quién soy’, de Julia Navarro, un periodista británico llamado Albert James, en mitad de una visita a la Unión Soviética de los años 40, que "no soy comunista ni tampoco fascista. Me gusta demasiado la libertad como para que dirijan mi vida. Creo en los individuos por encima de cualquier otra cosa". Los fascistas y los comunistas que accedieron al poder en aquella época coincidieron en una cosa: lo de menos era el individuo y lo de más el sistema.
En este país, junto a un porcentaje importante de políticos cuyo objetivo era llegar a un lugar que les permitiera vivir de lo público sin demasiadas molestias, también hay mucha gentuza que quiere pasar por este valle de lágrimas sin haber puesto una piedra encima de otra, mientras otros les aseguran la supervivencia. Y a éstos, al parecer,  les viene muy bien que haya gresca, que todo se cuestione. Porque la estabilidad acaba poniendo al descubierto sus vergüenzas.
En los años 30 del pasado siglo, en este país nuestro muchos hablaban de revolución, y unos y otros terminaron en un baño de sangre. Hoy día, tenemos un sistema flexible y abierto que nos permite trabajar por mejorarlo, que nos facilita instrumentos como el Defensor del Pueblo o las mociones ciudadanas al Congreso, entre otras herramientas que nos permiten trabajar por un país mejor, pero con ese inconveniente: que hay que trabajar.
La otra alternativa es la fácil, la de meter ruido, lanzar vallas y quemar contenedores, gritando aquella simpleza de ‘No nos representan’, aunque sea una burda mentira, puesto que es precisamente el sistema el responsable de que todos ellos, los que ocupan cargos, unos mereciéndolo más y otros menos, nos representan porque la mayoría los hemos votado. Si  no están cumpliendo, tenemos mecanismos para reprobarlos; si han dejado de gustarnos, podemos trabajar contra ellos por la vía legal; y si queremos participar, el sistema nos lo permite, de cara a las próximas elecciones. Mientras tanto, éstos son los que nos representan. Y respetándolos, respetamos la voluntad de esa mayoría que los votó, respetamos el sistema y nos respetamos a nosotros mismos.