domingo, 8 de julio de 2012


Use usted sus derechos, también ante la medicina



El poeta Sabina ha dejado escrito aquello de que “y ponte gomina que no te despeine, el vientecillo de la libertad”.

En nuestro estado social y democrático de derecho, a nadie se le escapa que hay pequeños o grandes ángulos muertos, zonas oscuras, lagunas en las que el sistema no llega a controlar que, efectivamente, los derechos y deberes de cada cual son administrados y garantizados en la forma en la que la teoría dicta.

Como sabrá usted muy bien, mi querido amigo, y sin embargo lector, de un par de semanas a esta parte vengo enzarzado en una cruzada contra los abusos que el sistema médico comete, digamos en ocasiones, sobre sus ‘pacientes’, a mi manera de denominarlos, más bien ‘clientes’. Y quizás sepa usted que, a la primera de cambio, a la primera crítica, una parte (digamos indefinida) del colectivo sanitario ha saltado ensoberbecido y empachado de corporativismo, dispuesto a aplastar cualquier atisbo de cuestionamiento, de crítica o de denuncia, a pesar de no tener más versión de los hechos que la que se ha auto-brindado por parte de sus propios integrantes.

Ante la exposición en público de una concatenación de abusos, malos tratos e inobservancia de derechos, la reacción de ese colectivo ha sido el ataque contra el ‘cliente’ y la puesta de manifiesto de sus presuntas malas condiciones laborales.

En ‘Los años del miedo’, recomendable obra de Juan Eslava Galán, uno de los componentes de su protagonista colectivo logra, en la década de los 50, la concesión de un camión de agua para repartir en los pueblos colindantes. Y como instrucciones a su conductor contratado, le indica: “No le cobres ni al alcalde, ni al cura, ni al médico ni al cabo de la Guardia Civil”. Eran, como digo, como dice Eslava Galán, los años del miedo. Los años en los que autoridades como el alcalde, el cura, el médico o la Guardia Civil eran incuestionables, incensurables, incontrovertibles.

Pasaron aquellos años, aunque haya tanta y tanta gente que no se haya enterado. Y usted hoy tiene sus derechos. El problema de los derechos es que, si no se usan, terminan por atrofiarse. Y ante el sistema médico, en el que aún se conservan algunos que se piensan tan incontrovertibles como en los años del miedo, la atrofia de derechos está alcanzando cotas peligrosas.

El único remedio es que defienda usted sus derechos, que los use, que los reclame, en definitiva, que se queje cuando no le atiendan como usted se merece. Que reclame cuando lo citen a una hora y lo atiendan cuatro horas después; que se queje cuando espere interminables horas en una sala de espera angustiado por el dolor y la ignorancia sobre lo que le ocurre; que reclame la información a la que el propio decálogo sanitario dice que tienen derecho y usted y sus familiares; que demande un trato humano porque usted no va al hospital y a las urgencias de paseo sino en pleno sufrimiento; que exija profesionales capaces de explicarle lo que le sucede; que no permita que le diagnostiquen a la ligera sin agotar las pertinentes pruebas; y sobre todo, que no deje que nadie le trasmita la idea de que está usted abusando del sistema por el hecho de usarlo. Cada año, paga usted copiosos impuestos que le dan derecho a ese uso. Si el sistema es raquítico, ha de ser el propio sistema el que se haga crecer a sí mismo o, de lo contrario, el que adelgace sus impuestos. Mientras usted siga pagando, tiene usted derecho a utilizar sus servicios, incluyendo los de urgencias. Porque cuando un ser humano acude a urgencias es porque se cree en peligro y ha de ser un profesional el que le informe sobre si en realidad lo está o no y, si es así, le brinde las soluciones adecuadas.

No se resigne usted, querido amigo. No renuncie a sus derechos. No se rinda a que su tiempo vale menos que el de quienes lo atienden sanitariamente ni a sentirse culpable por utilizar unos servicios que ya ha pagado. Abandone los años del miedo. Sepa que hoy día el cura, el médico y el cabo de la Guardia Civil tienen los mismos derechos que usted. Y olvídese de la gomina. Deje que alborote su flequillo, el vientecillo de la libertad.

lunes, 2 de julio de 2012


Anónimos



Internet, las redes sociales, los foros, los blogs, las comunidades y, en general, todos los espacios libres y abiertos a la participación del ciudadano han supuesto algo más que un soplo de aire fresco para unas estructuras comunicativas e informativas que se nos habían quedado algo pequeñas. La prueba es que, desde que estalló el boom de las redes sociales, los medios de comunicación, que en su mayoría titubearon en un principio, han terminado subiéndose todos al carro y empujando como el que más.

Pero como digo, las redes son algo más que un soplo de aire fresco, son un instrumento para llegar a las conciencias, un activo contra la intolerancia, un foco de pensamiento, un ágora de modernidad y un ariete contra formas injustas perpetuadas en el tiempo. Ahora bien, como todo, las redes e internet también tienen sus imperfecciones, que lejos de demonizarlas, han de servir para perfeccionarlas. Y una de ellas es el anonimato, ese arma vil y cobarde que, si bien en ocasiones es esgrimida como única salida para quien no puede manifestarse de otra manera, en la red se ha convertido en la salida de quienes no son capaces de sostener sus estupideces, sus mentiras, sus amenazas y sus frustraciones como ‘abajofirmantes’.

Una de las frases que mejor ha definido la cobardía a lo largo de los tiempos la enunció Johann Goethe, quien dijo aquello de que “el cobarde sólo amenaza cuando está a salvo”. A salvo se creen quienes amenazan, insultan, mienten miserablemente, inventan lo que no son capaces de crear y manchan el buen uso de un instrumento que, entre otras cosas, ha contribuido a derrocar dictaduras y a salvar vidas.

Hace unos días, en la red se ha ‘lapidado’ a Sara Carbonero. Las lapidaciones físicas también tienen mucho que ver con el anonimato y el amparo en la masa informe. No es éste el momento de hablar de ella en cuestión. Tengo mi opinión, claro que sí, que tiene mucho que ver con ese deporte nacional que practicamos con fruición en esta santa tierra: la envidia. Pero insisto, lo más despreciable, lo más vergonzoso, lo que degrada al ser humano hasta su más ínfima condición es esa lapidación social y anónima de una persona pública que se ha practicado en estos días con ella.

Yo también, a una escala mínima e incomparable, he sufrido esta semana el vano intento de desgaste por parte de un grupo (escaso, supongo, al no estar identificados) de cobardes que, insultando y mintiendo, han intentado invadir mi blog sin tener la decencia ni la delicadeza de identificarse. Hay soluciones para todo, incluido para eso, aunque a veces paguen justos (los que sí se identifican) por pecadores. Acaso lo que no tenga remedio es esa falta de gallardía, esa ausencia de valor para sostener las ideas, sean las que sean, incluso los insultos, adornados con un nombre. Ignoran, ellos, que la verdadera vergüenza no reside en expresar determinadas ideas, sino en el propio contenido de las mismas.