No sé qué querrá decir, pero la verdad es que no es la primera vez que estoy de acuerdo con unas declaraciones, digamos resonantes, de un presidente de la CEOE. La anterior fue con el nunca bien ponderado Díaz Ferrán, un tipo del que cuentan que hizo alguna que otra tropelía con determinadas empresas; lo cual, en caso de ser cierto, no es óbice para que llevara toda la razón del mundo cuando anunció que llegaban tiempos de trabajar más para ganar menos.
Ahora, su sucesor, el señor Rosell, le ha sucedido también en el puesto de hacedor de polémicas y controvertidas oraciones, con las que es difícil estar más de acuerdo de lo que lo estoy yo.
El tipo se ha descolgado instando a que se evalúe a los funcionarios públicos, se castigue a los que no cumplen con su obligación y el Estado se deje ya de empleos vitalicios, se gane uno o no el pan con el diario sudor de la frente de cada uno, que no está el ‘tema’ para ‘punteos’.
La propuesta, expresada por el presidente de los empresarios, tiene todos los ingredientes para que sea tildada de locura de un empresario explotador, ricachón, indolente, insensible y con un Habano en la mano derecha y una copa de Luis Felipe en la otra.
Sin embargo, aunque no creo en realidades absolutas, una de las últimas cosas que he aprendido es que la verdad, en caso de existir, lo es ya lo diga Agamenón o su porquero y que la condición del que lo sostiene no ha de influir en la veracidad del aserto.
No se lo digan a nadie, pero soy hijo y esposo de funcionarios; conozco la profesión hace muchos años y, además, profesionalmente trabajo día a día con muchos empleados de la función pública; la mayoría abnegados, responsables, cumplidores y conscientes de que su labor está pagada con los impuestos de todos, incluyendo los suyos propios.
Es por ello que estoy convencido de que la propuesta del señor Rosell, lejos de perjudicarlos, no es más que un beneficio para todos ellos, para los que cumplen, porque sería una fórmula magnífica de darle un lavado de cara a su profesión, por la vía de la eliminación de tópicos basados en parásitos, golfos, vagos, vividores y también de esos que se creen que el puesto es suyo por encima de lo que hagan o dejen de hacer y que, además, se permiten el lujo de tratar con la punta del pie a quienes pagamos sus sueldos.
Tipejos así los hay en todos lados, por supuesto, no sólo en el funcionariado. La diferencia es que los demás viven del capital privado y sólo sus empleadores tienen la potestad de permitirles o no ese tipo de ‘vivencias’. En los funcionarios, en cambio, los paganos somos todos; y yo, qué quieren que les diga, no soy muy feliz cuando pienso que, con mis impuestos, existe una minoritaria gentuza viviendo de puta madre hasta que se jubilen, sin dar un palo al agua y comportándose ante el público como si fueran la reina de Inglaterra, cuyos modales, por cierto, desconozco porque no tengo el gusto.
Así que, sea muy o poco popular, ya llevo dos de dos, en cuanto a identificación con polémicas socio-laborales creadas por presidentes de la COE. Creo que me estoy haciendo mayor.
Ahora, su sucesor, el señor Rosell, le ha sucedido también en el puesto de hacedor de polémicas y controvertidas oraciones, con las que es difícil estar más de acuerdo de lo que lo estoy yo.
El tipo se ha descolgado instando a que se evalúe a los funcionarios públicos, se castigue a los que no cumplen con su obligación y el Estado se deje ya de empleos vitalicios, se gane uno o no el pan con el diario sudor de la frente de cada uno, que no está el ‘tema’ para ‘punteos’.
La propuesta, expresada por el presidente de los empresarios, tiene todos los ingredientes para que sea tildada de locura de un empresario explotador, ricachón, indolente, insensible y con un Habano en la mano derecha y una copa de Luis Felipe en la otra.
Sin embargo, aunque no creo en realidades absolutas, una de las últimas cosas que he aprendido es que la verdad, en caso de existir, lo es ya lo diga Agamenón o su porquero y que la condición del que lo sostiene no ha de influir en la veracidad del aserto.
No se lo digan a nadie, pero soy hijo y esposo de funcionarios; conozco la profesión hace muchos años y, además, profesionalmente trabajo día a día con muchos empleados de la función pública; la mayoría abnegados, responsables, cumplidores y conscientes de que su labor está pagada con los impuestos de todos, incluyendo los suyos propios.
Es por ello que estoy convencido de que la propuesta del señor Rosell, lejos de perjudicarlos, no es más que un beneficio para todos ellos, para los que cumplen, porque sería una fórmula magnífica de darle un lavado de cara a su profesión, por la vía de la eliminación de tópicos basados en parásitos, golfos, vagos, vividores y también de esos que se creen que el puesto es suyo por encima de lo que hagan o dejen de hacer y que, además, se permiten el lujo de tratar con la punta del pie a quienes pagamos sus sueldos.
Tipejos así los hay en todos lados, por supuesto, no sólo en el funcionariado. La diferencia es que los demás viven del capital privado y sólo sus empleadores tienen la potestad de permitirles o no ese tipo de ‘vivencias’. En los funcionarios, en cambio, los paganos somos todos; y yo, qué quieren que les diga, no soy muy feliz cuando pienso que, con mis impuestos, existe una minoritaria gentuza viviendo de puta madre hasta que se jubilen, sin dar un palo al agua y comportándose ante el público como si fueran la reina de Inglaterra, cuyos modales, por cierto, desconozco porque no tengo el gusto.
Así que, sea muy o poco popular, ya llevo dos de dos, en cuanto a identificación con polémicas socio-laborales creadas por presidentes de la COE. Creo que me estoy haciendo mayor.