domingo, 26 de febrero de 2012

“Anarquía y cerveza fría…

… y muchas hostias para la policía”. Los que empezamos a ‘peinar’ algunos añitos hemos visto escrita esa frase alguna vez en los muros de nuestras ciudades. A ella me han recordado algunas de las imágenes que he podido ver en estos días sobre eso que se ha venido y se sigue desarrollando en Valencia y que algunos llaman protestas.
Vaya por delante que, de todo lo que he visto, oído y leído, lo que más burro me pone, lo que me solivianta al tiempo que me apena sobremanera es comprobar cómo, una vez más, España se divide matemática y ordenadamente entre los que defienden a unos y los que justifican a otros, entre los partidarios de la policía y los afines a los manifestantes; y peor aún, comprobar que todos los que están en uno y otro bando son los que yo hubiera ubicado en esos mismos lugares media hora antes de que comenzara el episodio. Es, una vez más, la prueba fehaciente de un país podrido, de una sociedad acrítica y sin capacidad de reflexión, sin potestad para decidir individual y libremente sobre nada, adoctrinada por las ideologías y pastoreada a su antojo por líderes de opinión y medios de comunicación.
Me duele ello más que los palos que hayan podido recibir unos y otros. Mi espalda está incólume, pero mi conciencia sangra cada vez que presencio este espectáculo de falta de conciencia individual, adornada con constantes llamadas a la libertad y a un Estado de derecho del que disfrutamos, pero que no aprovechamos en el ámbito de lo individual.
En estos días, he visto periódicos y televisiones manipulando imágenes y datos, redes sociales trufadas de fotografías que incluso no se correspondían a este conflicto y en las que se tergiversaban y se falseaban los datos reales de los protagonistas. A estas alturas no me sorprende; y no me sorprende tampoco el hecho de que, en mitad de eso que llaman la sociedad de la información, tras días de conflicto, uno no tenga ni puta idea de lo que ha pasado allí en realidad, ni de la identidad de los protagonistas ni de la veracidad de los datos que se han vertido. Siento que todo es mentira, porque cada cual me lo ha intentado contar a su manera.
Sólo tengo claras dos cosas. La primera es que estoy con el figura que el otro día puso en una pancarta que “el enemigo paga tu sueldo”; es decir, que entre las obligaciones de la policía está evitar en todo lo posible los altercados y evitar también el uso de la violencia contra los ciudadanos. Una carga policial es siempre un fracaso intolerable de la policía y del sistema, algo a eludir. Y la segunda es que es vergonzoso que chavales menores de edad corten el tráfico en una manifestación en lugar de estas en el cole o estudiando en casa, que es lo que deberían hacer si es que tienen la más mínima intención de convertirse en personas de provecho; y aún más vergonzoso aún escuchar que para esa manifestación tenían el permiso de sus padres y profesores.
Pero insisto, lo más lamentable, lo más indignante, lo único que me violenta de verdad, es ver el uso perverso y la manipulación intolerable que de todo ello se ha hecho por uno y otro bando, unos ‘disfrazando’ de alumnos inocentes a tipos hechos y derechos alguno con canas en la cabeza; y otros colocando fotografías donde los policías se veían agredidos, pero en otro lugar y otro tiempo que no es la actualidad en Valencia. Eso es lo que algunos llaman libertad de expresión y periodismo; para mí, no más que las vísceras y el estercolero de una sociedad inmadura y que aún no ha aprendido a pensar por sí misma, que piensa con andaderas.

domingo, 19 de febrero de 2012

La reforma, los derechos de unos y las obligaciones de otros

Nada me disgustaría más que alguien pudiera empezar la semana con una indigestión de tostadas, café con leche o zumo de naranja; pero me veo obligado a escribir estas líneas, suyo afectísimo, después de la retahíla de imbecilidades cósmicas, tópicos, mentiras, verdades a medias o a tercios, demagogias baratas y baratísimas y lugares comunes del siglo XIX teletransportados a éste, al XXI, que he escuchado esta semana siempre en defensa de lo que a cada uno le dicta ese régimen represor que son las ideologías y todo ello a propósito de la reforma laboral.
He escuchado a tipos, a los que supongo no se les habrá caído la cara de vergüenza, decir que la reforma laboral supone el fin de los derechos de los trabajadores, que termina con el estado del bienestar, que está hecha al dictado de los empresarios y que, además, no va a suponer la creación de empleo. Y la verdad, amigos, es que no sé por dónde empezar. Es más, les juro por el collar de pulgas de Snoopy que estoy tentado de arrojar la toalla y que opine su tía. Pero respiro y sigo.
Sabrán estos señores, algunos de ellos sindicalistas, esas termitas que se han metido en la médula ósea de nuestro sistema productivo paralizándolo para poder sobrevivir como carcomas que se alimentan de los problemas ajenos, que hoy por hoy vivimos en un país en el que un trabajador es, ante un tribunal, un testimonio cierto si el empresario no demuestra lo contrario; que puede inventarse, un buen día, que su empleador le ha agredido y como éste no tenga alguna prueba para demostrar lo contrario, será condenado por cualquier juez que se precie.
Hablamos de derechos del trabajador como si ésos fueran los únicos legítimos, ignorando acaso que en este país, si un empresario invierte tiempo y dinero en la formación de un trabajador, además de paciencia en que éste se adapte al ritmo de trabajo de la empresa, y cuando ya está todo listo el trabajador decide marcharse, el empresario se queda con una mano delante y otra detrás y, posiblemente, con proyectos en marcha y la necesidad de buscar urgentemente un sustituto. En cambio, si es el empresario el que decide despedir al trabajador, aun si fuera con causa justificada como por ejemplo la falta de rendimiento del trabajador o la ausencia de carga de trabajo suficiente para mantenerlo, el empleador tiene que rascarse el bolsillo.
A los buenos sindicalistas, esos abnegados trabajadores que luchan porque en su empresa o administración los liberen para no tener que dar palo al agua mientras dure tal condición, ¿les parece justa esa diferencia de trato? ¿Creen que tratan la ley y el sistema por igual a empresario y trabajador? ¿Quién es el perjudicado, el perseguido, el bajo sospecha en este país?
Acaso llevemos ya muchos años, décadas, de comportamientos políticamente correctos, de póngame a los pies de su señora, y empieza a estar uno, empezamos a estar los empresarios, un poco hartos. Porque resulta que el que se juega el dinero en esta feria, el que queda en la ruina si una empresa va mal, es el empresario.
Y efectivamente, si los señores sindicalistas y su rebaño pudieran dejar de hacer el crucigrama o salir del Facebook un segundo, comprenderían que sí, que el reducir los costes por despido es una medida que creará empleo, porque el despido es un coste empresarial más en una contratación, que el empresario ha de calcular desde el principio. Y si a los empresarios, a esos emprendedores a los que tanta coba se les da por otro lado, se les reducen los costes de contratación, lógicamente lo que se hace es darles alas para que contraten más; ahora ya sin miedo a arruinarse si un día se ven en la obligación de despedir a un trabajador.

domingo, 12 de febrero de 2012

¿Espa qué?

Puede que sea aquello de que los árboles no nos dejan ver el bosque, pero me da la impresión de que para darnos cuenta del germen de nuestros males necesitamos alejarnos un poco del batiburrillo en el que España lleva metida décadas, acaso siglos.
En Berlín, ciudad que funciona al margen de la velocidad de crucero Europea, en parte porque allí cada uno se dedica a buscar los recursos necesarios para ser feliz e intentar hacer felices a los de alrededor, al margen de los cotilleos y las comparaciones con el vecino, me decía el otro día un alemán, afincado en España, que una de las diferencias entre su país y el nuestro es que ellos, aún teniendo una historia todavía más vergonzosa y negra que la nuestra, ellos pueden decir Alemania con todas las letras y sin ponerse colorados.
En España, tan llena de aficionados a mezclar las churras con las merinas, nos seguimos debatiendo entre derechos, deberes e historias hechas a medida del consumidor, mientras nos pasan por la derecha y por la izquierda todos aquellos a los que antes mirábamos por encima del hombro.
Como decía, he estado en Berlín cinco días. Sí, en Fruit Logística, la mayor feria de comercio agroalimentario de Europa (acaso del mundo), donde muestran sus frutas y verduras los alemanes, holandeses, estadounidenses, brasileños, egipcios, colombianos, australianos, bielorrusos, marroquíes, argentinos, turcos y también los catalanes, andaluces, murcianos y extremeños.
Para quien no me conozca, al menos en profundidad, y para evitar imaginativas suposiciones que luego haya de desmontar, les diré que soy un firme convencido de que en España coexisten desde hace siglos varias naciones, conformando el mismo estado; y que es obligación cultural, moral y política de los gobernantes mantener las señas de identidad de todas ellas.
Dicho esto, o sea, dejando atrás las churras y yendo ahora a las merinas, el tira y afloja entre esos dos conceptos tan obsoletos que son la izquierda y la derecha nos ha llevado a vivir en un país, un estado (con varias naciones dentro, se quiera o no) en el que hay lumbreras que se han creído que la marca España es suya porque tienen una orientación política concreta y otros no menos lúcidos que se avergüenzan de ella porque piensan que es una propiedad de sus rivales.
Aunque no lo parezca, les estoy hablando de negocios. Y en los negocios, resulta que tenemos una marca conocida prácticamente en el mundo y, como país, una cantidad de recursos que nos deberían conducir a ser, sin duda y por nuestras condiciones, la gran huerta de Europa para siempre.
Sin embargo, acudimos al punto de encuentro de este negocio con nuestro potencial diluido en pequeños reinos de Taifas, en los que los pequeños monarcas se muestran muy ufanos de sus conquistas, inconscientes de lo que le pasó a los reinos de Taifas en la reconquista del siglo XV. Nos vamos a Berlín sin que se pueda leer en ningún stand la palabra España, sustituida por marcas de un potencial tan espectacular como Murcia, Andalucía o Extremadura. Y con nuestros pequeños reinos distribuidos en la inmensidad de los grandes pabellones de nuestros más solventes competidores.
Digo yo, si no es mucho pedir, cuando hablemos de negocios, ¿no les importaría a los señores políticos dejarse la política en casa?
Y luego llega un alemán y me dice: ¿es que tenéis algún problema porque se sepa que sois españoles? Y la verdad, no sé qué contestarle.

domingo, 5 de febrero de 2012

Derecho de la información

“¿Ahora quién restituye la imagen de este señor?” La frase la ha pronunciado mucha gente en estas semanas; y la escribí yo, en este mismo espacio, no hace demasiado tiempo, a propósito del linchamiento mediático al padre de los niños desaparecidos en Córdoba; un señor, por cierto, del que seguimos sin tener pruebas de que haya cometido algún delito.
Ahora, estas palabas vuelven a primer plano de la actualidad a causa de la sentencia de Francisco Camps. Juez y jurado consideran que no está probado que el individuo en cuestión recibiera unos trajes y, ni mucho menos, que en todo caso ello fuera como pago a unos servicios prestados desde su puesto institucional, fuera de sus atribuciones legales.
El caso es que, en ese tránsito hacia la decisión del jurado, Camps dejó de ser presidente de la Generalitat valenciana, abandonó a un lado su actividad política y cambió su vida de una manera radical. El motivo, según han dicho los tribunales, no fue que hubiera cometido errores de gestión, ni tan siquiera que hubiera metido el ‘cazo’ donde no debía. El motivo fue, única y exclusivamente, si hacemos caso a la justicia, una vez más, el ensañamiento de los medios, o de una parte de ellos, para conseguir un fin político.
Tenemos la puñetera manía, en este santo país que conocemos como España, de permitir que todo hijo de vecino se líe la manta a la cabeza y despotrique, acuse sin pruebas, ataque, insulte o descalifique a quien primero se le ocurra. Y todo eso, al parecer, sale gratis. Sale especialmente gratis cuando se trata de nosotros, los periodistas, que no sé por qué nos hemos convencido de que tenemos carta blanca para contar lo primero que se nos ocurre sin dar tres cuartos al pregonero.
En otros países, las causas judiciales están protegidas de los medios de comunicación y los periodistas no pueden informar de ellas hasta que no se ha terminado el juicio. La medida, que algún ‘premio nobel’ considerará censura, no hace sino velar por la inocencia de quien aún no se ha demostrado culpable, lo cual es uno de los pilares de un sistema democrático de derecho y de derechos; pero también por la veracidad informativa.
He escuchado a más de un descerebrado, esta semana, decir que la sentencia no prueba la inocencia de Camps, sino sólo que no es culpable; y que debería ser Camps quien demostrase su inocencia. El estúpido en cuestión debe ignorar que nuestra Constitución, que todavía sobrevive a tanto desalmado y tanto energúmeno, protege la inocencia de los ciudadanos (españoles o no) hasta que no se demuestra lo contrario.
Y mientras, los medios y, seguro, alguno o muchos compañeros, dirán que estoy atacando la libertad de expresión y el derecho de la información. Sin embargo, amigos, quiero recordar únicamente que el sujeto del derecho de la información no es el periodista, como muchos creen, sino el ciudadano. Y que la información que no es veraz, que no está contrastada o que se adelanta sin las pruebas suficientes, no es información sino intoxicación.
No tengo ninguna simpatía por el señor Camps, al que ni tengo el gusto de conocer ni he seguido de cerca en su gestión política. Pero una vez más, la sentencia del jurado se me ha clavado en mi alma de periodista como un aguijón envenenado, que muestra de nuevo la falta de rigor que gasta muchas veces mi profesión, a la que amo y por la que me entrego día a día. Me uno a todas las peticiones de respeto a nuestros derechos, pero creo que deberíamos empezar cumpliendo nuestras obligaciones.