domingo, 12 de febrero de 2012

¿Espa qué?

Puede que sea aquello de que los árboles no nos dejan ver el bosque, pero me da la impresión de que para darnos cuenta del germen de nuestros males necesitamos alejarnos un poco del batiburrillo en el que España lleva metida décadas, acaso siglos.
En Berlín, ciudad que funciona al margen de la velocidad de crucero Europea, en parte porque allí cada uno se dedica a buscar los recursos necesarios para ser feliz e intentar hacer felices a los de alrededor, al margen de los cotilleos y las comparaciones con el vecino, me decía el otro día un alemán, afincado en España, que una de las diferencias entre su país y el nuestro es que ellos, aún teniendo una historia todavía más vergonzosa y negra que la nuestra, ellos pueden decir Alemania con todas las letras y sin ponerse colorados.
En España, tan llena de aficionados a mezclar las churras con las merinas, nos seguimos debatiendo entre derechos, deberes e historias hechas a medida del consumidor, mientras nos pasan por la derecha y por la izquierda todos aquellos a los que antes mirábamos por encima del hombro.
Como decía, he estado en Berlín cinco días. Sí, en Fruit Logística, la mayor feria de comercio agroalimentario de Europa (acaso del mundo), donde muestran sus frutas y verduras los alemanes, holandeses, estadounidenses, brasileños, egipcios, colombianos, australianos, bielorrusos, marroquíes, argentinos, turcos y también los catalanes, andaluces, murcianos y extremeños.
Para quien no me conozca, al menos en profundidad, y para evitar imaginativas suposiciones que luego haya de desmontar, les diré que soy un firme convencido de que en España coexisten desde hace siglos varias naciones, conformando el mismo estado; y que es obligación cultural, moral y política de los gobernantes mantener las señas de identidad de todas ellas.
Dicho esto, o sea, dejando atrás las churras y yendo ahora a las merinas, el tira y afloja entre esos dos conceptos tan obsoletos que son la izquierda y la derecha nos ha llevado a vivir en un país, un estado (con varias naciones dentro, se quiera o no) en el que hay lumbreras que se han creído que la marca España es suya porque tienen una orientación política concreta y otros no menos lúcidos que se avergüenzan de ella porque piensan que es una propiedad de sus rivales.
Aunque no lo parezca, les estoy hablando de negocios. Y en los negocios, resulta que tenemos una marca conocida prácticamente en el mundo y, como país, una cantidad de recursos que nos deberían conducir a ser, sin duda y por nuestras condiciones, la gran huerta de Europa para siempre.
Sin embargo, acudimos al punto de encuentro de este negocio con nuestro potencial diluido en pequeños reinos de Taifas, en los que los pequeños monarcas se muestran muy ufanos de sus conquistas, inconscientes de lo que le pasó a los reinos de Taifas en la reconquista del siglo XV. Nos vamos a Berlín sin que se pueda leer en ningún stand la palabra España, sustituida por marcas de un potencial tan espectacular como Murcia, Andalucía o Extremadura. Y con nuestros pequeños reinos distribuidos en la inmensidad de los grandes pabellones de nuestros más solventes competidores.
Digo yo, si no es mucho pedir, cuando hablemos de negocios, ¿no les importaría a los señores políticos dejarse la política en casa?
Y luego llega un alemán y me dice: ¿es que tenéis algún problema porque se sepa que sois españoles? Y la verdad, no sé qué contestarle.

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