Inmigrantes ilegales (a la memoria de
Samia Yusuf)
El 19 de agosto, la velocista somalí
Samia Yusuf Omar, participante en la carrera de 200 metros en los Juegos de
Pekín 2008, fallecía ahogada en mitad de su viaje en patera camino de Italia,
su tierra prometida nunca alcanzada. Tras su paso por los Olímpicos, su vida no
experimentó el cambio que había soñado y la luz al final del túnel de su futuro
sólo parecía llevarla a un imposible viaje a Europa, donde luchar por el éxito,
el triunfo o acaso tan sólo la supervivencia.
Al día siguiente, el FC Barcelona
presentaba oficialmente a su último fichaje, el camerunés Alex Song, abonando
19 millones de euros al Arsenal inglés. Samia y Alex habían hecho de sus vidas
un puente hacia Europa, un sueño europeo, una meta en el Viejo Continente.
El Camerún de Alex y la Somalia de Samia
están en los dos extremos a lo ancho del continente africano. Entre los 19
millones que han llevado a Song al Barcelona y el puñado de euros asesinos que
logró reunir Yusuf para buscar plaza en la patera de su muerte, la diferencia
está en las conciencias de todos los que basamos nuestro modo de vida en el
sufrimiento de otros, a miles de kilómetros o justo a nuestro lado.
Dicen que los recursos del planeta son
los que son, limitados; y por tanto, que para que unos atiborremos de alimentos
nuestros cubos de basura cada día, planifiquemos exóticas y relajantes
vacaciones y nos quejemos por las multas que asaltan nuestros buzones tras
haber exprimido el acelerador de nuestros lujosos vehículos, es necesario que
otros mueran de hambre cada día al otro lado del charco.
Lo sabemos. No nos es ajena esta
realidad. Pero sin ignorarla no podríamos mantener nuestro estilo, nuestras
ilusiones, nuestras vidas tan llenas de comodidades como vacías de sentimientos
y valores.
Cuando alguno de esos seres humanos a
los que condenamos a la miseria logra reunir el valor de Samia para intentar la
carrera de su vida, buscando hacer saltar la banca y subirse por las rejas de
la mansión en que hemos convertido a la vieja Europa, el calificativo con que
los recibimos es el de ‘ilegal’. Es el salvoconducto, el pasaporte que nos
permite devolverlos a su infierno sin pestañear, cómodamente sentados en el
cojín de nuestra legalidad de vergüenza y sonrojo.
Un cojín que necesitamos para seguir
ignorando que, día a día, cada uno de nosotros somos cómplices de la muerte de un
puñado de congéneres, cuyos cadáveres
necesitamos para calzar la mesa de nuestro banquete.