viernes, 24 de agosto de 2012


Inmigrantes ilegales (a la memoria de Samia Yusuf)

 

El 19 de agosto, la velocista somalí Samia Yusuf Omar, participante en la carrera de 200 metros en los Juegos de Pekín 2008, fallecía ahogada en mitad de su viaje en patera camino de Italia, su tierra prometida nunca alcanzada. Tras su paso por los Olímpicos, su vida no experimentó el cambio que había soñado y la luz al final del túnel de su futuro sólo parecía llevarla a un imposible viaje a Europa, donde luchar por el éxito, el triunfo o acaso tan sólo la supervivencia.

Al día siguiente, el FC Barcelona presentaba oficialmente a su último fichaje, el camerunés Alex Song, abonando 19 millones de euros al Arsenal inglés. Samia y Alex habían hecho de sus vidas un puente hacia Europa, un sueño europeo, una meta en el Viejo Continente.

El Camerún de Alex y la Somalia de Samia están en los dos extremos a lo ancho del continente africano. Entre los 19 millones que han llevado a Song al Barcelona y el puñado de euros asesinos que logró reunir Yusuf para buscar plaza en la patera de su muerte, la diferencia está en las conciencias de todos los que basamos nuestro modo de vida en el sufrimiento de otros, a miles de kilómetros o justo a nuestro lado.

Dicen que los recursos del planeta son los que son, limitados; y por tanto, que para que unos atiborremos de alimentos nuestros cubos de basura cada día, planifiquemos exóticas y relajantes vacaciones y nos quejemos por las multas que asaltan nuestros buzones tras haber exprimido el acelerador de nuestros lujosos vehículos, es necesario que otros mueran de hambre cada día al otro lado del charco.

Lo sabemos. No nos es ajena esta realidad. Pero sin ignorarla no podríamos mantener nuestro estilo, nuestras ilusiones, nuestras vidas tan llenas de comodidades como vacías de sentimientos y valores.

Cuando alguno de esos seres humanos a los que condenamos a la miseria logra reunir el valor de Samia para intentar la carrera de su vida, buscando hacer saltar la banca y subirse por las rejas de la mansión en que hemos convertido a la vieja Europa, el calificativo con que los recibimos es el de ‘ilegal’. Es el salvoconducto, el pasaporte que nos permite devolverlos a su infierno sin pestañear, cómodamente sentados en el cojín de nuestra legalidad de vergüenza y sonrojo.

Un cojín que necesitamos para seguir ignorando que, día a día, cada uno de nosotros somos cómplices de la muerte de un puñado de congéneres,  cuyos cadáveres necesitamos para calzar la mesa de nuestro banquete.

domingo, 12 de agosto de 2012


De Curro Jiménez a Sánchez Gordillo



Creo que lo he dicho ya en más de una ocasión: esta nueva corriente de justicia social me conmueve, me moviliza, abre en mí las alas de la comprensión y, más aún, del alistamiento. El movimiento de arrebatar parte a los que más tienen para hacer mínimamente felices a los que casi no tienen nada me parece justo, digno y necesario; casi obligatorio.

Y hoy por hoy, hay más gente que casi nunca en ese estado de necesidad. Más gente que casi nunca y con más necesidad que casi nunca. Muchos lo están pasando mal y los que recibimos unos perjuicios muy tangenciales, si tenemos algo que lata entre el pecho y la espalda, hemos de conmovernos y movilizarnos. Y no lo hacemos o lo hacemos muy poco.

Hablar de templanza, de análisis y de planificación a quien apenas tiene para comer es, más que una imprudencia, un insulto. Pero aún así, no parece lo más adecuado solucionar los desórdenes económicos con desorden social.

La casualidad y el calendario han querido que la desaparición de quien encarnó a uno de los más míticos rebeldes sociales en la historia de España como Curro Jiménez, Sancho Gracia, haya coincidido con el asalto de un grupo de sindicalistas del campo andaluz a un conocido supermercado, encabezados por un representante del pueblo, un parlamentario andaluz, cuyo sueldo pagamos entre todos los andaluces.

Repito, el gesto me parece loable, acaso imprescindible. Probablemente había que hacerlo; ése o alguno similar. La gente, tanta gente, no puede seguir pasándolo mal, mientras miramos para otro lado y seguimos siendo testigos silenciosos del despilfarro, de la indolencia, del aprovechamiento, de esa ‘caradura’ tan española que siempre ha salido a relucir cuando peor lo pasaban nuestros paisanos, para enriquecer a golfos y sinvergüenzas de diferente pelaje, que han sabido sacar tajada de los peores momentos de esta descarriada tierra.

Pero insisto, estas cosas las carga el diablo y también por estos lares somos expertos, tenemos algún que otro máster cum laude en pérdidas de rienda, en idas de olla y en rábanos por las hojas. Cursos experto en tirar de la manta y que aguante quien pueda. En más de una ocasión, también, he recordado el paralelismo que mental y teóricamente se me dibuja entre la situación actual y la que se vivía por aquí en los años 30 del pasado siglo.

Tampoco entonces faltaron quienes pensaron que la solución era la revolución, el desorden, la subversión y el que salga el sol por Antequera. Y el problema de esas recetas es que, al otro lado, siempre hay alguien dispuesto a empuñar una bayoneta más grande que la tuya, a aprovechar también la ocasión para arrimar el ascua a su sardina y para sacar la máxima tajada.

No parece el ejemplo más aconsejable ni la imagen más edificante ver a representantes públicos y a compadres en general asaltando por la fuerza un supermercado, justificados en que otros tipos lo están pasando mal. Ni es justo, porque es evidente que la culpa de la situación de aquellos no la tienen los propietarios de este comercio ni mucho menos sus trabajadores que fueron zarandeados; ni tampoco es eficaz, porque el gesto en sí poco supondrá. Pero sobre todo es peligroso, porque en situaciones límite cualquier mecha es buena para que arda el polvorín y a más de uno se le podría figurar que la solución es empezar a asaltar todo aquello de donde se pueda sacar algo en claro.

No quiero imaginar que el ejemplo de los Sánchez Gordillo y compañía cundiese; ni mucho menos la reacción que no tardarían en adoptar aquellos que tengan algo que proteger contra los asaltos. Se me ocurren varias fórmulas más solventes para tratar a este enfermo en que se nos ha convertido España. Y todo ello sin entrar en el análisis de la demagogia que puede suponer ver a un sueldo público disfrazado de Curro Jiménez que, por cierto, descanse en paz.