sábado, 25 de diciembre de 2010

Soy gitano

Soy gitano, Y en Navidad, más. Soy tan gitano como negro; tan gitano como ‘moro’, como ‘sudaca’; tan gitano como cualquiera que se siente discriminado por usted y por otros como usted, por la simple (entiéndase simple en el más ofensivo sentido de la palabra) razón de que tiene una raza diferente a la de la mayoría en un lugar concreto, o porque ha nacido en un lugar distinto al que habita, o por cualquier otra soplapollez con la que los seres humanos justificamos el portazo en las narices de un semejante; o mejor dicho, de un igual.
Hace tiempo que quería escribir este artículo pero, sobre todo, quería escribirlo desde que a un tipo realmente rocambolesco, el señor Zarkozy, que gobierna los destinos de los franceses mezclando decisiones acertadas con otras que, más que desacertadas, son disparatadas, se le ocurrió la brillante idea de expulsar a los gitanos rumanos de su país.
Su ocurrencia no fue echar a los rumanos, ni a los extranjeros, lo cual, siendo una imbecilidad, hubiera podido ser sostenido con cierta aspiración racional, por aquello de no ser ciudadanos nacidos en tal o cual sitio. Pero no. Incluyó en su acción ofensiva y discriminatoria la cuestión de raza, como si en algún libro hubiera leído, el tío, que la raza que él y yo compartíamos hasta que, a raíz de su medida, decidí ‘hacerme gitano’, tiene algún tipo de superioridad sobre la que ahora he adoptado.
Y por eso soy gitano. ¿Qué le parece a usted absurdo? No lo dudo, oiga. Pero lo es mucho menos que esa manía predispositoria hacia lo diferente; esa idea preconcebida de que los de otro color, otra raza, otra condición social o, en general, los diferentes, son los malos.
Ahora, gracias al ‘lumbrera’ galo, soy gitano. Pero cualquier día podría decidir ser negro, como mi amigo Mauro, al que le compro los relojes que imitan marcas prestigiosas para que un día de éstos pueda volver a Nigeria, cerca de Dakar, para ver a la mujer y a los hijos a los que dejó, buscando la fortuna en un país en el que la mayoría siguen mirando el color de su piel.
O ‘moro’, por qué no. ¡Qué bonita palabra, ‘moro’! Podría ser moro, como mi amiga Fátima y su familia, que cada día me dan un ejemplo de profesionalidad en lo que hacen (precisamente no trabajan en un banco ni en la Bolsa, ya se lo advierto), cumpliendo con pulcritud y responsabilidad la labor por la que me cobran unos miserables eurillos, esperando que su fortuna cambie y puedan dar a sus hijos y sobrinos la vida que no pudieron encontrar en Marruecos.
O ‘moro’, también, como mi amigo Mohamed, un ‘monstruo’ del básket que además regenta una tienda deliciosa en la falta de la Alcazaba, haciendo una demostración de lo que supone ‘regenerar nuestro casco histórico’, al tiempo que regala a cuantos se encuentra una magnífica sonrisa que muchos de los ‘dueños del terreno’ no somos capaces de sacar a la calle ni en nuestros mejores días.
O ‘sudaca’, también bello vocablo. Quizás un día de éstos ‘me haga sudaca’, o judío, o chino. Porque todos ellos me enseñan, cada día, dónde está lo importante de los seres que comparten conmigo esta tierra que algún mentiroso me dijo un día que era mía. Para mí, un ‘gitano’ hoy, no sé qué mañana, esta tierra es suya y de sus hijos. A disfrutarla.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Al señor Puigcercós

Estimado señor Puigcercós. Permítame que le advierta, antes de empezar, que me considero una persona extravagante y poco al uso, en cuanto a mi idea de España y que esta idea, probablemente, me acerca bastante más a usted que a la mayoría de los españoles.
Parto de la base de que me importa bastante poco si los países se llaman España, Turquía o como quieran llamarse; y no mucho más si las fronteras están un palmo más acá o más allá. Me preocupa bastante poco quién manda en cada país y cuál es la ideología que blande a la hora de hacerlo, puesto que considero bastante más interesante el grado de eficacia que tiene cada gobernante, al margen de las siglas que sostiene. Como verá usted, señor Puigcercós, soy ‘algo’ bastante alejado de un nacionalista, sin que tampoco me considere ‘anti-nacionalista’.
Pero como le decía, mi visión de España está, probablemente, más cerca de usted que de la mayoría de los políticos, puesto que considero que España es un todo bastante heterogéneo, que en este momento puntual vive bajo una fórmula legal y política concreta, pero que ha variado de manera notable a lo largo de los siglos.
Además, considero fundamental el respeto a las diversas culturas y formas que en el territorio que hoy identificamos como España, e incluso a las diferentes naciones que pueden haber evolucionado dentro de él. Como verá, hasta ahora poca queja podrá usted tener de mí.
Y para colmo, también soy un ser humano que procura, aunque no siempre lo consiga, huir de los prejuicios y de las valoraciones superficiales que nos provocan los comportamientos mediáticos de quienes, como usted, tienen reflejo y protagonismo en los medios de comunicación. Creo que para tener opinión de un individuo, hay que rasgar algo más allá del papel periódico. Ya le digo que, a estas alturas de artículo, casi habrá usted pensado que soy el yerno perfecto.
Siento aguarle la fiesta, a partir de ahora. Porque, si bien coincido con usted en algunas cosas de mayor o menor trascendencia, también estoy de acuerdo con mi colega, Carlos Herrera, en aquello que le he escuchado alguna mañana: eso de que “en España no cabe un tonto más; como nazca uno más, se caen por los bordes”.
Y no quiero decir que la frase tenga una aplicación directa con usted, líbreme Dios. Sin embargo, para terminar de hacerme una idea acerca de usted y de sus correligionarios, no sabe usted cómo me satisfaría que me dijeran dónde coño hay que ir para que le devuelvan a uno los miles de euros que mis empresas pagan al cabo del año, porque, se lo juro por la señera, por los castellets y por Joan Laporta, que cada vez que me llama mi asesor por teléfono y se acercan los trimestres del IVA o el fatídico junio del impuesto de sociedades, a uno le empiezan a temblar las canillas como si se le plantara delante uno de esos magníficos ‘correbús’, que tanto ejemplo dan de cicismo, cultura y tradición racional.
Lo dicho, señor Puigcercós, quedo a la espera de sus noticias, puesto que dado que en Andalucía “no paga impuestos ni Dios”, empiezo a tener claro que uno lleva ya demasiados años haciendo el gilipollas. Reciba usted un cordial saludo, mi pésame por las elecciones y mi enhorabuena, como culé, por ese 5-0 del que, fíjese, también coincidimos en la satisfacción.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

¿Pacientes o clientes?

En alguna otra ocasión, más de las que me gustaría, he escrito sobre el concepto que, en España, tenemos de la atención al cliente. Recuerdo un caso muy gracioso, hace meses, con nuestra magnífica empresa estatal de ferrocarriles y, no hace tanto, un asunto no menos curioso con los seguros de automóviles. Tenían su gracia, lo reconozco, pero el tema de hoy, sin salir de esa manera tan ‘sui generis’ que tenemos los españoles de entender la atención al cliente, no tiene ni el más puñetero chiste.
He de admitir que si hay un colectivo al que no le paso ni una, desde hace ya muchos años, es el colectivo médico, por una razón muy sencilla: no estamos hablando de que la falta de profesionalidad, de preparación, de organización o el pasotismo puedan provocarnos una molestia o incluso un gasto innecesario. Aquí hablamos de la vida humana, de la salud. Y con eso, amigos, con eso no se juega.
Me resulta especialmente molesta la acepción que le dan los médicos (digamos muchos médicos, por si hay excepciones) a la palabra puntualidad. No sé si se habrá usted dado cuenta, pero hemos llegado a un punto en el que todos acudimos a las consultas sabiendo que, a pesar de que nos han dado una cita y una hora concreta, no tenemos ni puñetera idea de cuándo decidirá el señor doctor atendernos.
La razón es sencilla: a alguien se le debió olvidar en la Facultad explicar que los pacientes (he ahí la primera falta de respeto, porque no sé por qué se nos ha de suponer la paciencia a quienes pagamos y precisamente cuando estamos jodidos por la enfermedad, sea cual sea su gravedad) somos, además, clientes.
Y clientes de los de verdad; de los que nos dejamos la pasta, ya sea vía impuestos o bien por medio de los seguros privados. Y como clientes, hemos de ser tratados con el respeto que supone la puntualidad y no dar citas con intervalos de tiempo que los propios doctores saben que serán imposibles de cumplir, dado que ellos mismos comprueban cada día que no se cumplen nunca.
Si los españoles (no conozco el caso de otros países) no conformáramos un país de huevones conformistas, posiblemente esta situación se habría acabado, obligando a los médicos a dar citas con intervalos más reales y a no sobreentender que los clientes hemos de esperar horas en sus tristes salas de espera.
Pero si los médicos han convertido la injusticia y el maltrato al cliente en una costumbre, es bastante peor el caso de los gestores médicos, ya en el caso público, ya en el privado. No voy a descubrir la pólvora relatando lo que pasa todos los días en las salas de espera de la Seguridad Social o del SAS, con colas de imagen tercermundista y batallones de virus y microbios saltando de cuerpo en cuerpo, todos hacinados en pequeños espacios, conformando un magnífico caldo de cultivo para el contagio.
Pero lo del otro día ya fue el remate: sala de espera de un centro privado, la Clínica Mediterráneo, al que acudía con mi hija de un año, con fiebre, y gracias a un seguro también privado, Asisa, de ésos que cada mes te dan una hostia a la cuenta corriente que la dejan tan tiritando como los propios recursos del hospital.
A mi llegada al centro, una cola de siete niños, esperando al pediatra, que atendía a otro en su consulta. Y dos horas después, allí seguía yo, con mi hija y cinco de esos niños que iban por delante en la cola. Todo ello en pleno mes de noviembre, posiblemente el más complicado para los niños, y con un único pediatra para atender a toda la población de destino de esta clínica. Y para colmo, la señorita de la entrada no tuvo otra cosa que decir que “es que vienen todos el mismo día y a la vez”.
Alternativas: ¿Somos gilipollas, la clínica y el seguro quieren hacerse ricos a nuestra costa, cobrando un riñón a cambio de servicios mínimos o es que nos hemos vuelto locos? Desde luego, médicos y gestores tienen lagunas sobre lo que significa ‘cliente’.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

¿Le ha hecho algo, el perro?

Tengo perro y lo quiero mucho. A Poli, que así se llama por el lugar en el que me lo encontré, casi recién nacido y con aspecto de bola de pelos, lo conocí en Santo Domingo, el estadio del Poli Ejido, mientras esperábamos una rueda de prensa del entrenador. Un par de compañeros de la prensa me retaron a llevarlo a casa y, como quiera que entré en el juego, me encontré ante la tesitura de explicarle a la parienta por qué esa mañana me había ido de vacío y regresaba con un amigo de cuatro patas.
Queda claro que no tengo nada en contra de los perros ni de ningún otro tipo de animal; acaso cierto resquemor con algunos de determinada especie que se proclama racional.
Sin embargo, empieza a estar uno un poco harto de comportamientos tan peligrosos como irracionales, no ya de los cánidos, sino de los bípedos que se erigen en ‘dueños’.
Es cierto que el ser padre de una niña de apenas un año puede haberme exacerbado ciertas sensibilidades, avivadas quizás por las frecuentes noticias de infantes atacados por perros, que se multiplican en el color amarillo de nuestras pantallas televisivas.
El caso es que la de pasear el perro con correa y bozal se ha convertido en una de las normativas de convivencia menos respetadas y con posibles consecuencias más nefastas de cuantas ‘adornan’ nuestros libros de leyes. Y ello me preocupa.
Muchas veces me he preguntado qué es lo que puede pasar por la cabeza del dueño de un perro de importantes dimensiones para, después de haber visto en la tele, como lo hemos visto usted y yo, la crónica de un suceso en el que un niño ha sido destrozado por uno de estos animales (me refiero a los de cuatro patas), siga paseándolo suelto y sin bozal.
Pues bien, el otro día, por fin lo descubrí. Fue en el linde entre El Toyo y Retamar, por donde andaba yo haciendo footing (o algo así) un domingo a eso del mediodía. Cuando acababa de adelantar a un par de caracoles con los que estaba picado en cuestiones de velocidad, me encontré frente a frente con un magnífico ejemplar de pastor alemán, que correteaba suelto saltando setos tan ricamente, a escasos metros de una pareja de seres aparentemente humanos.
A poca distancia del can, un chaval de unos tres años montaba en su triciclo, ajeno a la presencia del cuadrúpedo. Henchido de esa sensibilidad de padre primerizo, detuve mi carrera, no sin esfuerzo, y me dirigí a la pareja que acompañaba al perro, insisto, suelto, sin bozal y exhibiendo una exultante vitalidad. Y con mucha calma y educación, se lo juro por mi perro, les dije: “Perdonad, pero creo que al perro lo deberíais llevar con correa”, señalando la presencia del infante ‘triciclado’.
Casi sin dejarme terminar la frase, la miembro/a de la pareja, embarazada para más señas, volvió la cara con la misma agilidad que su perro saltaba los setos y me ladró, en tono desafiante: “¿Es que le ha hecho algo, el perro?”
Afortunadamente, su acompañante masculino, probablemente con un cerebro amueblado más a la moda del que usamos usted y yo (a diferencia del de su pareja, que me pareció más del estilo cánido), terció en el asunto con rapidez y agilidad: “No se preocupe, enseguida lo amarramos”.
Confiando en la palabra del más racional de los tres individuos que formaban la familia de paseantes (el segundo era el perro, obviamente), proseguí mi marcha, puesto que los caracoles anteriormente adelantados ya habían vuelto a ponerse en ventaja, para afrenta de mi condición física; y preguntándome si la criatura que la señora (del) perro llevaba en el vientre, a su nacimiento, podría alumbrar a su progenitora lo suficiente como para entender las razones por las que debe pasear a su perro con correa.

domingo, 24 de octubre de 2010

To enjoy, destroy

No sé lo que pasaba por la diminuta mente del cabestro que lo escribió sobre uno de los muros que adornan nuestra ciudad; ni sé qué es de su vida, ni por qué no encuentra mejor cosa que hacer. Lo único que sé de él es que hace que usted y yo nos gastemos mucho dinero al año en reparar lo que él y sus estúpidos amigos destrozan cada día en nuestra ciudad. Ah, y que sabe inglés; también sé de él que sabe inglés.
El melón que escribió esto de ‘to enjoy, destroy’ (para disfrutar, destroza) en una trágica y absurda intentona anglo-poética sobre una de las paredes encaladas que separan El Tagarete y Ciudad Jardín de las vías del tren, se creerá muy gracioso, el muy tarugo.
Soy un convenido de la inconveniencia del insulto gratuito, entre otras cosas porque suele ser la demostración más palpable de la incapacidad para razonar. Pero me permitirá usted que descargue mi ira verbal (ni no me lo permite, acaso sea mejor que vaya dejando de leer en este punto, vayamos a soponcios) sobre estos modernos del antisistema, vagos redomados entregados en fruición al placer de no hacer nada, como método de protesta contra una sociedad que no les ha regalado nada; como no nos lo ha regalado a casi nadie.
Y me lo permitirá sobre todo ahora que aún está fresco el cadáver de una niña que, en Níjar ha perdido la vida, posiblemente porque alguno de estos chistosos de la destrucción pública no tenía otra cosa mejor que hacer que desatornillar un instrumento para el ejercicio público, que el Ayuntamiento había colocado para que sus mayores pudieran practicar deporte moderado en la calle y sin coste.
Desde ese día he escuchado alguna barbaridad, como la de intentar hacer responsable al Ayuntamiento de la trágica gracieta del subnormal de turno que perpetró el acto vandálico (sería bueno que los políticos, de uno y otro bando, y sus adláteres, se enteraran de que debe haber un límite para convertir en política todo lo que crean que les puede proporcionar votos), pero he leído poco sobre las dimensiones que están alcanzando este tipo de actos contra el patrimonio público y común, es decir, de todos, también de usted y mío.
Desde hace mucho tiempo, he visto contenedores quemados, jardines destrozados, plantas arrancadas (una vez escuché críticas contra cierto concejal que lo denunciaba públicamente), paredes pintarrajeadas con frases que escarnan escaso coeficiente intelectual (nadie vea intención de incluir aquí a los artistas del graffiti, que lejos de destrozar, adornan nuestras paredes) y todo tipo de atentados contra mi patrimonio, que es el de usted y el de todos.
Y al mismo tiempo, sigo percibiendo una sociedad no ya inmóvil y consentidora, sino que incluso a veces justificadora de tales despropósitos. Es aquello de ‘escupir hacia arriba’ elevado a la máxima potencia. Los ceporros que se dedican a destrozarlo todo todavía no han encontrado lugar, en sus vacías cabezas, para entender que lo que destrozan son sus propias pertenencias, es decir, que están haciendo pedazos su propia vida; sus propiedades, pero también su cultura y el puente que les puede reconciliar con el ser humano, al que ellos tanto parecen odiar, pero que es, sin duda, lo único que les puede salvar de la autodestrucción.
Pero si ellos no lo entienden, ya está bien de que los demás los miremos con miedo, indiferencia o comprensión. Ya está bien de que nos ataquen. Reaccionemos de una vez contra quienes empezaron por destrozar lo nuestro y ahora incluso llegan a segar las vidas de nuestros hijos. Repito. Ya basta, por nuestro bien y el suyo.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

A la huelga

Nos convocan a una huelga general. Y no voy a entrar yo en si hay o no motivos en este país para tal medida, que cada uno a buen seguro tendrá su dictamen más o menos claro al respecto. Me centraré, más bien, en quién nos convoca.
Podría parecer que ello es un detalle menor, porque lo importante es si hay o no motivos para sumarse a la llamada; pero en mi caso, que supongo será singular y raro, la decisión, la de no acudir a la convocatoria, se basa más en quienes la han impulsado que en los motivos.
Echo un vistazo a quienes nos convocan y hallo entre ellos a quienes han elaborado un vídeo en el que un actor ridiculiza a los empresarios del país, con generalidades injustas, exabruptos estúpidos y mentiras intolerables; encuentro también a quienes, hoy día, en un ambiente de crisis y de pérdida continuada de puestos de trabajo, animan a los trabajadores a denunciar a sus empleadores, a ser inflexibles y a defender sus derechos por encima del bienestar de sus familias; me topo, igualmente, con quienes llevan décadas contando casos que nadie más que ellos conoce; con quienes inventan problemas para defender su propia y cómoda existencia, pasándose por el arco del triunfo el verdadero interés de los trabajadores; y quienes han hecho de la de sindicalista una profesión remunerada, cuyo objetivo único es el de sobrevivir, para lo cual no tienen escrúpulos en fabricar conflictos en las cabezas de sus representados.
Hoy, nos llaman a la huelga quienes han manchado la nobleza y el arrojo desinteresado de quienes, hace muchas décadas, se lanzaron a luchar contra quienes oprimían al asalariado, obligándole a trabajar en condiciones infrahumanas por un sueldo mísero, sin derechos y en unas condiciones de semi-esclavitud, discriminando a mujeres y oprimiendo a niños.
Desde entonces, gracias en muy buena parte a aquellos sindicatos valientes y desinteresados, las condiciones sociales y laborales del trabajador han avanzado de manera extraordinaria. Sigue habiendo casos de injusticia, sin duda, pero la realidad, hoy, es que el empleado ha alcanzado unas condiciones laborables mucho más que dignas.
Es más, en muchas ocasiones, hoy día es el trabajador autónomo, que no deja de ser un empresario, el que vive casi en la esclavitud de su propio negocio, habiendo de manejarse con unos horarios, unas remuneraciones y unas condiciones prácticamente inhumanas, para poder sacar adelante a sus familias; entre otras cosas por las condiciones a las que tanto el Estado como esos modernos sindicatos le han obligado a someterse.
Y todo ello en un país en el que cada día se cierran cientos de medianas y pequeñas empresas, ahogadas entre impuestos, tasas, obligaciones y deudas; mientras esos sindicalistas que hoy nos llaman a la huelga, ven la situación desde sus cómodos sillones de despacho, gastan dinero público en fiestas y comilonas y llenan de pájaros las cabezas de unos trabajadores a los que poco les aportan ya sus ayudas.
¿Qué si voy a ir a la huelga? Quizás, pero nunca de la mano de éstos que hoy nos convocan.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Corporativismo

Ramón Ruiz Alonso escribió un libro así denominado, ‘El Corporativismo’, allá por el primer tercio del XX. Él fue el padre de las actrices Enma Penella, Elisa Montés y Terele Pávez y también una de las personas a las que la historia aún oscura apunta como responsable de algunas de las misteriosas órdenes cruzadas que terminaron causando el fusilamiento de Federico García Lorca, en el granadino agosto de 1936.
El contenido de aquel libro poco tenía que ver con el de este artículo, puesto que Ruiz Alonso, que tras el triunfo de la sublevación militar terminó viendo quebrada su ascendente carrera política y aislado en una pequeña imprenta madrileña, acaso condenado al ostracismo por un Franco al que la muerte del poeta le causó demasiados dolores de cabeza en el ámbito de la política internacional, como bien apunta el ex periodista de Ideal Gabriel Pozo en su libro sobre estos hechos (Lorca, el último paseo), se refería más bien, al usar el término ‘corporativismo’, a una forma de democracia diferente a la liberal, que tanto Alonso como su maestro, Gil Robles, denominaban democracia inorgánica o corporativismo.
Esta propuesta, que Gil Robles, Ruiz Alonso y otros postulaban en la primera mitad del siglo XX, intenta designar un modelo que huye de la ‘partitocracia’ y resta poder a los partidos, para dárselo a otros entes que pueden ser geográficos o de diferentes índoles, citando como ejemplos el ejército, la Iglesia o incluso determinados ámbitos económicos como la agricultura, la industria, etc.
A partir de estos postulados teóricos, la vinculación política de Gil Robles ha hecho que el corporativismo, como propuesta ideológica, haya quedado impregnado de una visión fascista o ultra-católica de la política, en una muestra más de la habitual tendencia a confundir ideología y política que es tan característica del ser humano y, más concretamente, del español.
Hoy día, el significado de corporativismo que manejamos a diario pertenece a otro universo. Para el común de los mortales, el corporativismo es, también y sobre todo, “en un grupo o sector profesional, la tendencia abusiva a la solidaridad interna y a la defensa de los intereses del cuerpo”, como nos indica el diccionario de la RAE.
Y es de éste del que también hablo hoy en estas líneas, puesto que en él reside, al menos para este humilde columnista, uno de los más feroces males que afectan a la eficiencia de nuestra sociedad civil. Los profesionales se han agrupado en gremios y, en lugar de hacer valer esa fortaleza de la unidad para mejorar sus condiciones y su capacidad de superación, la blanden contra quienes atacan sus muestras de ineficacia.
Sería acaso injusto citar a algún colectivo profesional en concreto, puesto que el mal está extendido, pero piense el avezado lector en cualquier grupo profesional y en su reacción ante la crítica de un elemento externo. Huérfanos de cualquier atisbo de autocrítica, los colectivos profesionales activamos inmediatamente nuestra fuerza corporativa para responder a unas supuestas agresiones que no hacen sino señalar nuestras carencias.
He cambiado de opinión: sí citaré, finalmente, un ejemplo y, para cumplir aquello de ver la viga en el ojo propio, pondré por testigo al mío, a mi gremio, el periodístico. Escribía el domingo una buena profesional como Elena Sevillano, en estas mismas páginas, que el periodista es criticado sobre todo cuando cumple bien con su labor. Quizás el problema esté en que ya no sabemos bien cuál es nuestra labor.

domingo, 29 de agosto de 2010

Sindicalismo de bolsillo

Dicen los expertos, y los que no lo son, que estamos en crisis. La gente consume menos, probablemente porque ve menos ceros en sus cuentas corrientes, y eso provoca una cadena de repercusiones que llevan a que el dinero esté escondido según debajo de qué lujosas almohadas.
Prolifera, en las conversaciones de barra de bar y hasta en las de consejo de ministros, aquello tan manido de apretarse el cinturón, frase acaso un poco coloquial pero que refleja hasta casi físicamente lo que supone no tener ni un chavo cuando se aproximan las últimas casillas del calendario mensual.
Contrasta este ambiente generalizado de pesimismo económico-financiero con la visión de la realidad que parecen trasladar los sindicatos, esa casta que han instalado su maravilloso chalé en una parcelita con vistas al mar en el País de las Maravillas.
Para ellos, la vida es bella o, al menos, parece serlo y, mientras tocan a generala en los diferentes estamentos financieros del universo mundo, ellos continúan instalados en su particular idealización de la sociedad, defendiendo valores, prerrogativas y logros alcanzados en pasadas y felices épocas que, por desgracia, figuran ya en los índices de nuestra crónica general histórica.
A los señores del sindicato, por ejemplo, les parecen mal las reformas que el Gobierno sugiere; y no te digo nada lo que les parecerá el nuevo plan esbozado por el líder de la oposición para el hipotético momento en el que alcance el Palacio de la Moncloa.
Devoran, al más puro estilo ave rapaz, a los empresarios que han hecho dinero durante las ‘vacas gordas’, emulando a las chismosas del pueblo que hablaban mal de todo bicho al que le iban bien las cosas en el terreno económico, sentimental, social, profesional o sexual; y todo porque éstos han arriesgado su dinero y han conseguido un beneficio a cambio, al albur de esa bonanza económica.
Pero se agarran con uñas y dientes a lo que la clase trabajadora ha logrado en ese mismo período de felicidad financiera, en un intento de perpetuar unas condiciones laborales que se han alcanzado precisamente debido a esa bonanza de la que también se había beneficiado el empresariado, pero que ahora no se corresponden con lo que los entendidos llaman ‘circulante’.
Así pues, la realidad es que en este país hay, ahora, empresarios que han de elegir entre echar la persiana o empeñar sus naves para poder pagar a sus trabajadores lo que habían pactado cuando los beneficios empresariales multiplicaban por cien a los actuales.
Y cuando alguien, llámese partidos políticos en el gobierno y en la oposición, esbozan cualquier atisbo de reforma que adecue las condiciones laborales al momento económico, saltan cual tigres bengalíes a defender lo que ya no tiene razón de ser, según el momento económico mundial y, sobre todo, español.
Estos señores del sindicato parecen tener el mismo problema que los de las organizaciones ecologistas: que han convertido un modo de vida y unos ideales en una profesión, ignorantes de que la diferencia entre los primeros y la segunda es que aquellos son independientes de bolsillo.

sábado, 17 de julio de 2010

Estado, nación… y manifestación

Sólo una cosa les puedo prometer a estas alturas: que ésta, la primera del artículo, será la última frase en la que les hable del pobre pulpo, esa enésima demostración de lo inabarcable de la estupidez humana; reconozco no haberle prestado atención a quien, hace poco, me dijo que sólo había dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Hoy me arrepiento.
No creo que tenga ello mucho que ver, o sí, con nuestra necesidad de pertenencia a algo. Bramamos por la libertad y la proclamamos a los cuatro vientos, pero a la mínima, nos adherimos al primer club, sindicato, entidad, partido político o idea que se nos pasea por delante, aunque tampoco sepamos mucho de lo que se trate.
Me reconozco perplejo, una vez más, ante el espectáculo de la dominical manifestación catalana en la que, de nuevo, políticos y ciudadanos han elaborado un sensacional totum-revolutum ideológico-histórico-cultural de conceptos, demandas, manías y manipulaciones, hasta el punto de hacer casi imprescindible lo del chiste: ¡organización, organización!
He de reconocer que la confusión en conceptos como país, estado y nación no es exclusiva de España, aunque este país es de los pocos en los que sigue siendo habitual escuchar a acreditados tarugos proclamando a los cuatro vientos su indiferencia ante la final del Mundial, basada en que su selección, la vasca, no participa.
El pecado es el mismo que comparten quienes se muestran muy ofendidos porque se hable de la nación catalana o vasca, que existen, con matices y puntualizaciones geográfico-históricas, desde mucho antes de que naciera lo que hoy conocemos como España y que, por cierto, nos guste o no, es un país que engloba a diferentes naciones.
Conste que la confusión es tan genérica que casi hace ilícita la crítica hacia quienes se ponen detrás de una pancarta para defender algo cuyo significado desconocen. Y es que hasta la propia Real Academia de la Lengua se lanza a identificar los términos país y nación, sin llegar a incluir entre sus definiciones de estado, alguna que tenga cariz político.
Difícil se hace de explicar el que la RAE identifique país y nación, cuando luego define este último término como “conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común”. Por tanto, según la propia Academia, esa definición debería servir también para país, con lo cual, la Yugoslavia de hace dos décadas obedecía a ese concepto y la Croacia de hoy también; algo obviamente imposible.
Así pues, antes de lanzarnos al frenesí pancartero y al clímax de vítores y proclamas, acaso sería conveniente revisar conceptos y alcanzar la conclusión de que el país y el estado son entes políticos, artificialmente construidos en función de un consenso más o menos general (o a veces por la fuerza), pero exentos de la componente cultural, tradicional e incluso idiomática que sí tiene la nación, entidad mucho más histórico-cultural, que puede, perfectamente, estar integrada en un país (véase Bélgica, España, Estados Unidos, la Francia pre-borbónica o los propios países balcánicos o soviéticos) o incluso carecer de él (Sáhara, los indios de Estados Unidos o Palestina, en determinados momentos).
Una revisión de conceptos que, acaso, nos llevaría a escapar del ridículo de manifestaciones ‘a mogollón’, en las que se confunden país y estado; o de declaraciones al más puro estilo ‘Platanito’, que lo mezclan todo, incluyendo el deporte, y dejan al descubierto las vergüenzas culturales y de conocimiento de quien las sostiene.

viernes, 2 de julio de 2010

De mentiras, ceses y … ¡Cosentino, demonios!

Los hay que más y los hay que menos pero, en general, sabido es que el hombre es un animal de costumbres. Desde la noche de los tiempos, por muy vanguardistas que los haya, que los hay, cuando se cae en una norma, cuesta romperla.
Al margen de que esta tendencia humana haya hecho ya correr ríos de tinta, reconozco que a mí me llama la atención su aplicación en términos periodísticos, en el papel diario, resumida en la costumbre que tenemos los plumillas de escribir las cosas como a nosotros nos gusta, al margen de la regla y del común entendimiento.
Años ha, en aquella gris pero viva Facultad, escuchábamos largas y sesudas peroratas sobre lo que, hoy, tristemente pasados los años, podríamos denominar nuestra ‘responsabilidad social (¿corporativa?).
Hoy, en cambio, somos artífices de la moderna acepción de una mentira histórica. A lo largo de los años, la gente ha defendido la veracidad de sus ideas apoyándose en la solidez de los libros, mientras que hoy esa piedra angular ha sido sustituida, con el mismo resultado, por los medios de comunicación.
Así, hace siglos, nuestros antepasados eran capaces de apostar un dedo de la mano por una tesis, basando su veracidad en el hecho de haberla leído en un libro; mientras que hoy, no pocas veces sostenemos nuestras argumentaciones en el testimonio que hemos recibido de los ‘mass media’. O sea, antes se decía “esto es cierto porque lo he leído en un libro” y hoy lo hemos cambiado por “esto es verdad porque lo he leído en el periódico”, sin caer en la cuenta de que libros y periódicos son escritos por hombres, con sus carencias, sus subjetividades y sus malas intenciones; es decir, que ambos asertos son igualmente falsos.
Fíjese el sesudo lector si eran y son arriesgados estos asertos, el histórico y el actual, que uno podría asegurar que los periodistas tenemos incluso la costumbre de perseverar intencionadamente en nuestros errores, probablemente revolviendo las tripas de nuestros esforzados oradores de la Facultad.
Pongo por ejemplo el término ‘cesar’, cuyo significado podríamos resumir en ‘parar’ y cuya descripción gramatical se redondearía como verbo intransitivo, es decir, inválido para acompañarse por un complemento directo. La Real Academia, en su diccionario, le admite tres acepciones al término, similares en su significado: ‘Suspenderse o acabar’; ‘dejar de desempeñar algún empleo o cargo’; y ‘dejar de hacer lo que se está haciendo’. Obsérvese la intransitividad de las tres.
Sin embargo, ¿quién no ha leído un titular en prensa del tipo ‘El Hércules cesa a ‘Platanito’ y contrata a Robaperas’; o, aplicado al ámbito político, ‘El presidente del Gobierno se plantea cesar a varios de sus ministros’.
Pues bien, me cuesta trabajo pensar que el autor de cualquiera de estos titulares no haya recibido ya mil y una lecciones sobre un caso clásico de error periodístico; quiero decir que estoy seguro de que muchos de los casos en los que se comete este fallo, no es por desconocimiento, sino por costumbre o, como mucho, para cuadrar un titular. De hecho, créanme si les aseguro que algún compañero me ha reconocido saber la norma e ignorarla a caso hecho.
No me resisto a cerrar esta reflexión sobre ‘errores por costumbre’ con otro ejemplo, no exclusivo de mi profesión periodística, con una pregunta: ¿por qué la gran mayoría de los almerienses, que conocen perfectamente el nombre de la empresa y el apellido de sus dueños; y también muchos visitantes que sólo lo han escuchado en los anuncios de Fernando Alonso, se empeñan en nombrar a nuestra compañía más internacional como ‘Consentino’? ¿No es acaso ya una costumbre? ¡Cosentino, demonios!

domingo, 20 de junio de 2010

Rabia, dolor, miedo

Rabia, dolor, miedo, pena, desorientación, incomprensión, abatimiento, sinsentido. Son sólo algunos de los sentimientos y situaciones mentales que han ido pasando por mi cabeza, por mi alma, por mi corazón, desde que el pasado martes, un mensaje de móvil me devolvió a la cruda realidad.
Desde enero, sabíamos que esto acabaría así, salvo uno de esos milagros que no existen. Pero el ser humano necesita engañarse a sí mismo día a día, para escapar de su tremenda realidad de temporalidad.
Juan Eduardo se ha marchado para siempre. Con 32 años y una agenda repleta de proyectos. ¿Es justo? Qué más da. La justicia, probablemente, no exista. Es la vida. Un cúmulo de casualidades nos liga a este mundo por más o menos tiempo y así hemos aprendido a vivir una vida con fecha de caducidad oculta bajo nuestros códigos de barras.
De Juan Eduardo nos queda su vitalidad, su calidez, su pícara sonrisa, sus ideas y proyectos, cada día más sorprendentes, cada día más reales. Y siempre una buena palabra, nunca un mal gesto. Nos quedan, también, una familia rota para siempre, unos amigos destrozados y un tejido empresarial almeriense, el de los jóvenes empresarios, impactados de por vida y en el camino de darle a Juan Eduardo el homenaje y el reconocimiento que se merece.
Será tarde, porque nunca sabremos si le llegarán noticias, si antes de marcharse llegó a imaginarse el impacto que tenía para nosotros su viaje; pero eso es inevitable. Su último mensaje en Facebook es un escalofrío eterno. Es la vida.
La misma vida en la que un diagnóstico llegó tarde, como tarde llegan las soluciones a esta pandemia del siglo XXI, que nos amenaza a todos y nos pone el corazón en un puño, un día sí y otro también.
Bien haríamos en redoblar esfuerzos en esto, en lo verdaderamente importante, y dejarnos de esos millones de urgencias que nos quitan la vida en el día a día. Si lo hacemos, será tarde para muchos; será tarde para él; pero quizás entonces sus muertes hayan servido para algo.
Mientras tanto, nos consolaremos recordando su sonrisa, su vitalidad y su vida. Hasta pronto, en algún lugar, amigo.

¿Es ilegal ser empresario?

En un país en el que si el vecino se compra un coche grande o si se va de vacaciones a las Bahamas, es sospechoso de estar haciendo algo ilegal, no es de extrañar que la actividad empresarial esté, desde hace tiempo, en el linde de lo delictivo, al menos en la mente de muchos ciudadanos, algún que otro político y más de un letrado con puesto oficial.
Aún hoy, cuando el paro amenaza con cubrirlo todo con su negro manto y cada día se hunden empresas a docenas en el barro de la mayor crisis que se ha vivido en la economía occidental contemporánea, los hay y muchos que ven al empresario, al tipo que se juega su pasta cada día, como una especie de ‘Tío Gilito’ que se zambulle en su piscina de dólares metálicos y da patadas en el culo de sus abnegados trabajadores.
La tendencia está anclada en el sentimiento por excelencia del ser humano, la envidia, aunque no se sepa muy bien qué es lo que se ansía; pero tiene alguna reminiscencia más moderna, situada en la época de ‘vacas gordas’ que casi se acaba de esfumar y que convirtió a más de un sacrificado trabajador en empresario de éxito.
Fue ahí cuando se exacerbaron los celos del común de los mortales y se empezó a ver al tipo que madrugaba cada día a las seis de la mañana para sacar adelante su empresa, a costa de casi no ver a su familia, sobre todo si se dedicaba al ‘denostado ladrillo’, como un ‘millonetis de pacotilla’ que no merecía la fortuna que se había labrado y que estaba condenado a morir de éxito.
A más de uno le ha ocurrido, mientras otros, los catedráticos de la barra del bar, aquellos a los que les supone un sobrehumano esfuerzo levantar la mano para pedir otra caña, se regocijan de que quienes han arriesgado su dinero, acaso deslumbrados por una época favorable, lo han perdido todo y ahora vuelven a ser, a su ojos, mortales.
Incluso hemos visto cómo la justicia ha pasado de casi venerar al empresariado a convertir su actividad en una auténtica caza de brujas, caza de empresarios bajo sospecha, que de la noche a la mañana se han visto salpicados por escándalos de todo tipo, algunos basados en realidades que habrán de pagar entre rejas, pero también otros finalmente absueltos de los delitos de los que eran acusados, pero condenados de por vida al escarnio y la vejación de verse ‘enrejados’ en las cárceles de papel.
Sin embargo, de todo esto, de esta criminalización del empresariado, lo que más me llama la atención es el comportamiento de los sindicatos, organizaciones ancladas en el siglo en el que nacieron, sin el menor atisbo de evolución y asidos por espíritu de supervivencia al conflicto perpetuo que justifique su existencia.
Ellos, hoy, mientras el país se hunde en las arenas movedizas de la incapacidad económica provocada por un sistema planteado únicamente para los momentos de bonanza, se niegan a meter los dedos en el costado de una realidad de la que sólo se podrá salir con una empresa fuerte y capaz de crear empleo, sea del tipo que sea.
Incluso hoy, cuando cada cifra del paro supera a la anterior y cuando corremos el riesgo de que al final no haya empresas para recuperar el empleo, siguen incapaces de reconocer que debemos readaptarnos a la situación y que los privilegios de todos, empresarios y trabajadores, han de quedar en el pasado por nuestro bien futuro.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Qué gran invento, la TDT

Soy consciente de que, en breve, habré de comerme estas palabras. Cualquiera que vaya contra la modernidad y el progreso tecnológico, termina tragando letras y sílabas sin más remedio, pero a día de hoy no puedo más que blandir una intifada tecnológica revolucionaria, en relación con la magnífica TDT, ese gran invento.
Pues sí señores. Hace seis meses, yo veía la tele en mi casa por delante y por detrás, de todas las formas posibles y sin incidencias. Atrás habían quedado, en un recuerdo muy lejano para algunos (ni mi caso, ni siquiera recuerdo), las dificultades para coger tal o cual cadena, para ver la imagen con más o menos nitidez o incluso para poder varios canales a la vez.
Pero claro, tenía que llegar el gran invento, el progreso sin límites, el salto de calidad y el brinco tecnológico, la magnífica TDT, ese macro-progreso de dos pares de narices, gracias al cual, hoy por hoy, no veo la tele en mi casa.
Sí señores: así de crudo; así de triste. Después de la televisión en color, la UHF, las cadenas privadas, la televisión por cable y por satélite y todo lo que ustedes quieran, me veo dando un flash-back de 40 años, situado en la prehistoria de la televisión, aislado y practicando por obligación lo que hubieron de hacer aquellos americanos, cuando el gran apagaón.
Nos lo vendieron como la panacea: podríamos ver, con máxima calidad, todos los canales del mundo y más. Íbamos a ser los más televisivos del mundo, los que mejor servicio recibiríamos, unos auténticos adoradores de la pequeña pantalla; pero ya me ven, con la caja tonta apagada en ‘prime time’, volviendo a aquellas tertulias de sobremesa nocturna, jugando a las cartas, escuchando la radio o, lo que es peor, ¡leyendo un libro!
Maldición: ¿habría costado tanto trabajo dejarnos como estábamos? Yo era feliz con las manipulaciones de la 1 y los documentales de La 2 que todo el mundo ve; con mi Telecinco basura; mi Antena 3 sosa; mi Sexta siempre de coña y la Cuatro, esa gran desconocida.
Había que romper el saco, había que quererlo todo, y meternos que si los televentas, el gato y todos los gatunos, las serie B de todas ellas y cualquier cosa que nos queramos imaginar. Dios, ¡qué ambiciosos!
Y claro, al final nos hemos quedado sin nada. Eso sí, más tecnológicos, más avanzados y más modernos que Alaska. Eso sí, que no hagan ya más cambios. No vaya a ser que, el mes que viene, me vea enfriando la cocacola en la fresquera, como mis bisabuelas.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Oiga, doctor

Cuando escribe uno para contar su experiencia con determinado colectivo profesional, siempre corre el riesgo de que alguien piense que estás generalizando. Digamos que, en este caso, no es así, primero porque tengo experiencias enfrentadas y luego porque estoy completamente convencido de que generalizar es una injusticia en el 100% de los casos.
El tema es que tengo cercano a un familiar que está pasando por una experiencia, digamos delicada, en cuanto a su relación con el colectivo médico. Y como quiera que no es el primer caso que llega a mis orejas, ni siquiera el que haría el número 100 en el orden cronológico, he decidido darle un poco de luz, por ahora sin nombres.
Digo que no es el único caso que he conocido últimamente. De hecho, yo he vivido ya varios ejemplos de decepción y cabreo médico, unos por unas razones y otros por otras. El último ha sido hace bien poco, cuando me he sentado en la silla del paciente para contarle al doctor mis preocupaciones y mis miedos (debe haber pocos tipos más aprensivos que yo por ahí sueltos).
Hombre, uno no espera entrar en la consulta cabizbajo y salir dando brincos, casi por arte de magia, pero siempre he escuchado que en la parte psicológica de un tratamiento está un porcentaje amplio del éxito. El caso es que el tipo que me atendió debía tener prisa y/o un mal día, porque me despachó en cuatro minutos, no me dijo absolutamente nada de lo que me pasaba, apenas me miró a la cara, me mandó varios análisis y casi me muerde cuando le hice mi primera y única pregunta de la tarde. Me pilló en horas bajas.
La anécdota no deja de ser, eso, una anécdota, que quizás dé para un poco más de reflexión si tenemos en cuenta que el ser humano que había al otro lado de la mesa de la consulta es, por así decirlo, un empleado de usted y mío, al que cada mes pagamos religiosamente su sueldo, en este caso por partida doble, puesto que se trataba de una consulta privada.
Pero ya digo, anécdotas al margen, las cosas se complican cuando en lugar de hablar de la disposición del profesional en sí hacia su trabajo, de lo que se trata es de que un señor siga o no con vida, en función de cómo se las gaste el médico de turno.
Y vuelto ahora adonde empecé. El caso es que el protagonista de la historia lleva dos meses con algo que su médico de toda la vida había catalogado como un catarro, un resfriado o un ‘trancazo’ común. Pero como quiera que la cosa no sólo no se atemperaba con las pastillas efervescentes que le recetaba una y otra vez, el tipo decidió cambiar de aires y visitar a otro doctor, acaso de mayor prestigio, y también de mayor desembolso económico.
Y ahora resulta que el catarro no era tal catarro, que al buen señor se lo van a atiborrar a pruebas de todo tipo, que puede que tenga que operarse, que le han impuesto un tratamiento mucho más severo y que, además, como ya tenía confianza con su médico de toda la vida, el otro día fue a visitarlo para contárselo y éste le respondió que cómo es que había perdido la confianza en él, consultando a otro doctor.
Como conclusión: me da la impresión de que en este país faltan médicos en ejercicio y, en concreto, en las facultades falta una asignatura que se base en el trato a los pacientes que, por cierto, habitualmente visitan al médico porque están tan acojonados como enfermos. Y eso, amigos, no debería pasarlo por alto el buen doctor.

miércoles, 21 de abril de 2010

Etiquetas de colores

Fuera de contexto, con el peligro que ello tiene, he visto en televisión unas declaraciones de Pedro Ruiz, deben ser recientes, en las que el polifacético (digámoslo así) presentador viene a decir que el problema en España, después de la Transición a la Democracia, es que no hemos conseguido que un tipo de izquierdas pueda disfrutar de una actuación de Norma Duval o uno de derechas de una película de Willy Toledo.
Iré un paso más allá. Yo creo que el gran problema de este país (siempre digo que quizás lo sea también de otros) es que tenemos una enfermiza tendencia a mezclarlo todo, las churras con las témporas, el tocino con las merinas y la velocidad con el culo, por ejemplo. Las últimas semanas nos han regalado un sensacional muestrario de ejemplos sobre cómo confundirlo todo, aunque cualquier momento histórico es bueno para encontrar casos sobre este ‘totum revolutum’ tan nuestro.
En estos días, hemos podido ver cómo por ser de izquierdas hay que estar en contra del procesamiento de Garzón y por ser de derechas brindar con cava (perdón, con champán, que es más español) por el mismo motivo; hemos podido comprobar cómo los de izquierdas están a favor de la SGAE y los de derechas en contra; que los patriotas disfrutan con un toro ensangrentado sobre el albero y a los independentistas les parece una barbaridad; que los progresistas están que trinan con el ‘trabajado’ empate del Espanyol, mientras que para los conservadores ha sido una bendición que el Español le arrebate un puntillo al Barça; por no hablar de religión o de nuestra postura (con perdón) acerca de la homosexualidad.
¡Y el inocente Pedro Ruiz aún se sorprende que los unos no sean capaces de leer un libro de Vizcaíno Casas y los otros no aguanten una canción de Sabina!
Y en medio de todo esto, mire usted que no termino de ver qué demonios tienen todas estas cosas que ver entre sí y por qué un tipo no puede estar a favor de un sistema solidario de reparto de riqueza y a la vez echar unas risas con Arturo Fernández; o que alguien que vea en los preceptos liberales la salida para la crisis no pueda emocionarse con unos versos de Lorca.
No negaré que la traslación del sistema de partidos políticos a la sociedad no pueda tener algo que ver en esta confusión generalizada que se nos ha instalado en el salón, extendiendo ese sectarismo que convierte en un bicho raro a un tipo que, militando en una formación política, piense y, sobre todo, exprese (‘échale güevos’) una opinión en contra de la denominada ‘línea oficial’.
Pero yo creo que la causa principal está, más bien, ubicada en la necesidad de etiquetarnos que debe situarse más o menos en algún punto profundo de nuestro diencéfalo y que termina por gobernarnos, como María Cristina quería gobernar a Alfonso. Y así, resulta que existen especímenes cuya naturaleza les impide disfrutar del arte y la cultura creados por otros de ideología diferente y que, es más, se ven obligados a extender sus líneas de pensamiento político e ideológico a terrenos tan inescrutablemente relacionados con ellas como el deporte, la cultura, la religión o el sexo. ¡Hay Dios, qué cacao!

jueves, 8 de abril de 2010

Los toros de Sabina

Lo chungo de este país (no sé si del género humano, en general) es que, como la libertad de expresión no es algo que esté en la ley sino en la mente, en ocasiones es imposible ejercitarla sin ser sometido a consejo de guerra. Desde que comencé esta cita bimensual con ustedes, llevo dándole vueltas al potaje para encontrar cómo enfocar este particular, sin tener que verme ante el pelotón de fusilamiento al amanecer; esfuerzo inútil, ya que soy consciente de que el que empuña la pluma, suele acabar apuntado por el fusil.
Pero en esto, como en todas las cosas, el camino está siempre trazado por los mejores, o simplemente por otros que llegaron antes que tú; y por ello, ha tenido que ser mi maestro Sabina el que me apunte la senda con su linterna de prosa poética.
Leí el otro día, al sabio, declarar algo así como que “soy aficionado a los toros, me gustan e iré a la plaza mientras existan; pero racionalmente me parecen un espectáculo indefendible”.
Como quiera que en esto de la prensa tengo ya algunas cicatrices en la espalda, al entrecomillado le doy la credibilidad que le otorgo a cualesquiera otras palabras que no haya escuchado yo directamente. Pero, en esta ocasión, sean exactas o no las declaraciones del poeta de lo urbano, incluso dudando sobre si alguien se las haya podido o no inventar, el caso es que sirven para retratar casi a la perfección mi posición en un debate que perdura en el tiempo gracias, únicamente, a esa casta especial que, para lo bueno y para lo malo, tenemos españoles y que nos convierten en estirpe especial.
Al margen de que el debate viene contaminado por la política, que es un arte que coincide con la prensa del corazón en que ambos se empeñan en colarse en todas las fiestas, con o sin invitación; no puede haber nadie en este mundo que, con la mano puesta sobre el libro de la razón, defienda que a un ser vivo se le encierre dentro de una pared circular para torturarlo hasta la muerte. Lo discutible es si a tal manifestación es lícito llamarle arte, puesto que entiendo yo que en la definición de arte hay mucho de sentimiento y, por tanto, de subjetividad de cada cual.
Pero sea arte o no, lo obvio es que la consideración como tal no puede suponer justificación para ninguna actividad que, al margen de su carácter artístico, debe cumplir unos cánones comúnmente aceptados de civismo y humanidad, que son los que rigen el ordenamiento de nuestra sociedad y que no pueden ser saltados a la torera (perdón por el chiste fácil) según para lo que cada uno desee. De lo contrario, el contenido artístico, que ni niego ni acepto en la tauromaquia, podría ser justificante para cualquier tropelía que considerásemos oportuna.
Otros, en cambio, como mi dilecto amigo José Fernández, lo justifican en nombre de la tradición que, por ejemplo, avalaría igualmente que siguiéramos saliendo a cazar al amanecer o que arrastráramos a nuestras múltiples mujeres por los pelos, como fue costumbre durante siglos (por desgracia, algunos salvajes la prolongan hoy).
Por tanto, asiéndome al cantor del amor y el desamor asfáltico, mi Sabina del alma, permítanme que me una al coro de los que, política al margen, pidamos que dejen de torturarse animales en las plazas de toros. Ah, eso sí: no se extrañen si, en tanto en cuanto ello ocurre, me ven algún día en una plaza. Espero que ese día nadie decida arrojarme a mí al ruedo, para cumplir con no sé qué tradición o arte.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Tócala otra vez, Paquito

Posiblemente ustedes no lo conocerán, pero él es un tipo que desborda simpatía por los cuatro costados y que merodea por determinadas zonas de esta ciudad, cargamento en mano, sobre todo los días festivos. A Eddie llevo ya algunos años comprándole, cada vez que lo veo, algún que otro CD pirata, bien de música o bien de cine.
Con estas compras, me llevo una doble satisfacción: por un lado, le echo una mano a Eddie, que en realidad no se llama así pero se parece a uno de los Eddies más famosos del cine mundial, y que buena falta le hace, a miles de kilómetros de su país; y por otro, me río un poco de ese conjunto de esforzados trabajadores, defensores de la cultura y ‘robinjudes’ del arte que se hacen llamar SGAE.
Recordará el avezado lector que llevo unas semanas con ganas de escribir sobre ellos y que, por mor de la más rabiosa actualidad, hasta hoy no he sido capaz de radiografiar en esta columna. Pero hoy sí, amigos, hoy toca. Tendría que caer otra vez el muro de Berlín, teñirse de blanco la piel del presidente de los Estados de Unidos de América, operarse de nuevo Belén Esteban o que se me apareciese Cristiano Ronaldo despeinado, para reorientar mi intención inquebrantable de escribir sobre esta panda.
Mi visión de las cosas, en este caso, es tan sencilla como contundente: estamos ante una pandilla de asalta-bares que andan convencidos de haber encontrado la fórmula mágica para vivir del cuento sin dar un palo al agua en lo que les resta de vida. No les culpo: es seguro que a los cabecillas de la banda no los verán ustedes con la espalda partida de tanto trabajar ni haciendo cábalas para organizar sus macro-giras artísticas.
La dinámica de su atraco es simple: nos quieren convencer a todos de que la titularidad de su trabajo no reside en lo que venden sino en lo que se puede derivar de esa venta. Es algo así como si el fabricante del sofá en el que está usted sentado pretendiera cobrarle a usted cada vez que se echa una siesta; o si Roca pensara en pasarle factura cada vez que le cambia usted el agua al canario en la maravillosas taza porcelánica que tiene usted ubicada en su propio cuarto de baño.
La voracidad de estos ‘currosjiménez’ de la escena ha llegado a tal punto de querer cobrarle a un colegio por la representación de una obra de Lorca, sin caer en la cuenta de lo que hubiera opinado al respecto el poeta que universalizó el teatro en España, yendo por los pueblos con La Barraca; o incluso a pasarle la minuta a un centro de disminuidos por haber hecho uso de una creación artística. ¿Habrase visto manifestación más canalla de la cultura?
El caso es que anda uno, después de todo esto, acojonado por si, en un momento de criminal relax, se te va la pinza y, en pleno éxtasis, te sorprende uno de esos siniestros inspectores de la SGAE, mientras tarareas en la ducha el ‘Ave María’ de Bisbal, el de Schubert o el mismísimo Paquito el Chocolatero que, por cierto, al final será abolido de las bodas, por si acaso, para desgracia de marujas y ciruelos.
Yo, por si acaso y para terminar, quisiera darles a ustedes mi permiso para copiar y hacer libre uso, aunque sea por molestar, de todos los textos que figuran tanto en el libro que tengo publicado como en mis trece años de profesión periodística. Y si alguien de la SGAE les pide algo, me lo desvían a mí, que ya lo apañaré yo.

jueves, 18 de marzo de 2010

Atención al Cliente

Lo que voy a contar, se lo juro por los muertos del vecino, es tan verídico como los chistes de Paco Gandía, aunque parezca más bien un pasaje sacado de una peli de Paco Martínez Soria o acaso de un monólogo de Paco Calavera.
Por vez primera me subía, hace una semana, al AVE. Sé que no soy, por así decirlo, un vanguardista del transporte de alta velocidad, pero ya saben, como por aquí no gastamos mucho de eso, pues tampoco me había hecho falta hasta ahora.
Volvía yo de un viaje bastante provechoso a Sevilla y, como quiera que a mi amigo Antonio le cogía de paso Antequera para recogernos, quedamos allí con él para llegar hasta Almería (qué nivel, Maribel, que ahora resulta que podemos elegir entre avión o AVE para volver de Sevilla).
Como digo, el viaje estaba siendo un éxito: la ida en avión un lujazo; el transporte al punto de destino desde el Aeropuerto en tiempo y forma; la reunión, provechosa y rápida; vamos, que antes de tomar el AVE (“el pájaro”, lo había bautizado el taxista, algo premonitoriamente, camino de Santa Justa), tuve que pellizcarme dos veces, porque tanta perfección, y en materia de transportes, me hacía sospechar que me había quedado ‘sopa’ en el avión (lo cual sería lógico, porque no son horas).
Para colmo de satisfacción, llegamos a la Estación con diez minutos de sobra para sacar billete, disfrutar con la vista del lugar donde los paparatzis acosan a Belén Esteban y compañía (lo siento pero no puedo evitar acordarme de ella cada vez que leo ‘albóndigas’ en el listado de tapas de un bar) y embarcar tranquilamente.
Es cierto que en el AVE la cobertura de móvil es como el acto sexual de un octogenario: o no hay o se corta cada medio minuto; pero las cosas seguían yendo razonablemente bien hasta que llegamos a Antequera, el lugar de destino.
Entonces, mi compañero de fatigas y yo nos levantamos e intentamos hacer lo que parecía más fácil de todo: salir del tren. Pero no amigos, en esto del trato con las grandes empresas, donde menos se lo espera uno, salta la liebre; primero entre sonrisas, luego a carcajadas y finalmente con cierta desesperación, comprobamos primero que las puertas estaban cerradas mientras el tren estaba parado en el andén y, enseguida, nos percatamos de que, además, no se iban a abrir, por mucho que le diésemos al botoncito verde, una y otra vez, tanto él como yo.
Lo mejor de nuestras caras fue cuando el bicho empezó a andar. Y no tardamos mucho en darnos cuenta de que alguien había decidido que nos íbamos para Málaga. Intentamos, entonces, mientras llamábamos a nuestro amigo Antonio para que se cogiera el petate y se volviera a Málaga a recogernos, buscar al revisor, pero a éste se lo había tragado la tierra, como al mecanismo de apertura de la puerta. Y decidimos sentarnos.
En cinco minutos, raudo y siempre a tiempo cuando se le necesita, apareció el tipo, el señor Gavilán García, pidiéndonos explicaciones de por qué no habíamos bajado en nuestro destino, el muy cachondo. Se lo intentamos explicar, pero su única preocupación era que pagáramos la parte del billete que no habíamos abonado y que alguien había decidido ‘vendernos’ sin nuestro consentimiento, al no abrirse la puerta.
Al principio pensé que era una coña suya, pero el tipo, que ya al subirme al tren no me había parecido un dechado de amabilidad en la atención al cliente, confirmó toda sospecha. Ya en la estación, incluso buscó a la Seguridad para denunciar nuestra actitud, es decir, la de no querer pagar por un viaje-secuestro que nosotros no habíamos querido hacer. Al final, le presentamos una reclamación, en la estación, puesto que en el tren se negó a proporcionarnos la hoja de quejas. Y para ser justos, Atención al Cliente nos trató de maravilla, vamos, que nos pidió disculpas por lo de la puertecita del demonio. La duda que me queda es la de cuáles serán los méritos del ‘diligente’ señor Gavilán García para estar en un puesto de atención al público, salvo los de su primer apellido (‘ave’ de la familia de los rapaces).

viernes, 5 de marzo de 2010

Begoña Vicente y los seguros

Estaba yo decidido, desde hace días, a escribirles algo acerca de esa nueva ‘Hacienda’ que nos ha salido en el trasero y que se hace llamar SGAE: Socios del Gañote, la Ambigüedad y el Estraperlo, que amenaza superar la voracidad de la otra, ya saben, aquella del ‘Somos Todos’.
Sin embargo, no puedo por menos que terciar en un asunto del que tuve conocimiento el otro día a través del artículo de una amiga y que me volvió a recordar que en este mundo todavía hay mucho miserable y que, entre todos, tenemos que eliminarlos de la faz de la tierra.
Begoña Vicente Ariza es una periodista, una madre de familia y una pedazo de mujer con un carácter de mucho cuidado, acostumbrada a luchar por todo porque nadie le ha regalado nada y que ha conseguido mucho sólo a base de tesón, fortaleza y pelea.
Hace algunos meses, precisamente merced a ese espíritu luchador, tuve conocimiento de que Begoña había tenido un cáncer, del que afortunadamente ha salido y que le va a servir para ser aún más peleona y más luchadora todavía, si es posible. Y lo tuve porque había prestado su imagen para una exposición fotográfica de la Asociación de Mujeres Mastectomizadas; guapísimas todas, por cierto.
Y el otro día, me enteré, ya digo, por un artículo suyo, de que la compañía de seguros con la que trabajaba, DKV, no sólo había pasado olímpicamente de ella cuando más la necesitaba, sino que, desde entonces, no ha parado de hacerle putadas (hay palabras más finas, pero no expresan exactamente lo que ésta), probablemente creyendo que podía aprovecharse de la indefensión que debe sentir alguien cuando está mirando frente a frente a la más terrible de las enfermedades.
Qué mala suerte la de estos tíos, porque mira por dónde han ido a dar con una señora que no se arruga ante nada, que en cada problema ve una oportunidad para saltar por encima y que, filosófica y metafóricamente, los tiene más o menos del tamaño de los del caballo de Espartero.
Y claro, por lo que me huelo, Begoña, que además de inteligente y tenaz, tiene un amplio dominio de los medios de comunicación, ha dado lo que puede ser su primer ‘bocao’, con un artículo de opinión que muchos de los millones de amigos que tiene hemos leído y que nos ha sublevado, sensibilizado, cabreado, avispado, erizado y, en definitivo, nos ha puesto las orejillas tiesas, no sólo para defender a una amiga, sino en general, al género humano ante quienes se creen que, sólo por ser más grandes y tener más dinero, pueden pisotear a quien pasa por delante.
Pues no, amigos, no. Entre otras cosas, porque la información fluye hoy de un modo cada vez más incontrolable y, por ejemplo, mi amiga Begoña y quienes la queremos tenemos a nuestra disposición un arma que ya ha tumbado a varias grandes compañías, como es Internet y las redes sociales.
Y una última cosa: siempre he pensado que para dedicarse a una actividad concreta hay que reunir unas mínimas condiciones de cuerpo, mente y espíritu; y que al igual que yo no puedo ser ‘pívot’ de la NBA por razones obvias, quienes carecen de sentimientos no pueden trabajar en una compañía de seguros médicos y mucho menos tirar del viejo truco de ser súper-amigos para cobrar y padecer Alzheimer a la hora de cumplir.
Pues lo dicho, Begoña, mucho ánimo y un beso fuerte, que estamos muchos contigo. Por cierto, de los otros ‘artistas’, de los de la SGAE, de esos les escribiré otro día, con más tiempo.

domingo, 21 de febrero de 2010

Experimento sociológico

Me dirá usted que qué demonios hago yo viendo esas cosas por la tele y que, por tanto, la culpa es mía, porque si algo tiene el aparato en cuestión, es que le das a un botón y se queda en negro, que muchas veces es como mejor está. El caso es que estaba yo tirado en mi sillón y no pude por menos que encontrarme con uno de los rostros históricos de la mal llamada pequeña pantalla, cuyos méritos televisivos bien nos darían para otro artículo, pero cuyo peso en este tinglado es más que notable.
La señora en cuestión, Mercedes Milá, nos obsequió a los incautos y atrevidos televidentes del momento, con varias de sus habituales sartas de estupideces vacías de contenido, en tan alto tono como tan baja profundidad, pero de todas ellas, la única que, pasados los días, aún sigo recordando, tenía que ver, precisamente, con la historia de la televisión.
Doña Mercedes, que exhibía su rostro en uno de esos instructivos programas que finalmente se han dado a conocer con toda justicia como ‘basura’ (ahora yo no juzgo, me limito a utilizar el calificativo por el que son conocidos), en los que un buen grito a tiempo bien vale más que cualquier razonamiento, y tuvo a bien sentenciar que “Gran Hermano ha cambiado la forma de hacer televisión en España”.
Acaso la frase se ha quedado grabada a fuego en mi cabeza porque fue de lo poco en lo que comparto su opinión, aunque quizás, si matizáramos, se acabarían nuestras coincidencias, puesto que yo añadiría: “a peor”.
No es un debate baladí, éste de Gran Hermano, aunque tampoco vamos a decir que es de capital importancia para la evolución de nuestro planeta. Pero lo cierto es que aún recuerdo cuando, en su primera edición (¡qué tiempos aquellos¡), se polemizaba sobre la categoría de ‘experimento sociológico’ del programa en cuestión: a saber, diez o doce individuos, la mayoría de una educación un pasito por encima de de los puercoespines, metidos entre cuatro paredes durante meses, a la búsqueda de sus más primarias e íntimas sensaciones.
Aún a pesar de tener claro que el peor sitio para realizar el experimento es la televisión, pasados los años sigo considerando que el tema tiene su interés y que bien se le puede otorgar el calificativo de experiencia en materia sociológica, pero no ya por los resultados que el estudio puede arrojar en cuanto al comportamiento de los doce ‘lamesartenes’ que hay dentro de la casa, sino por su influencia de los millones de borregos que se quedan (o nos quedamos) pegados a la tele viendo cómo se matan vivos, no ya discutiendo sobre la crisis financiera mundial o el exterminio de la flora en el Amazonas, sino sobre quién se zumba a quién esta noche o si les llega el presupuesto para tabaco rubio o negro.
A la señora Milá, tan sólo un matiz, que creo que no acaba de tener claro: en mi humilde opinión de televidente y profesional de los medios, no cualquier cambio, no cualquier experimento diferente, moderno, atrevido, rompedor o innovador, significa positivo. Aunque bien es cierto que si metiéramos a todos los comehigos y a todas las pilinguis que han pasado por ‘la Casa de Guadalix’ (como dicen ellos muy poéticamente), les pusiéramos en el meñique un piercing con la piedra del molino de mi pueblo y luego los echáramos al fondo del mar, también tendríamos ahí un moderno experimento, no ya sociológico, pero sí biológico. Y si al grupo le añadimos a usted y a los instigadores del invento, ya para qué queremos más.

domingo, 31 de enero de 2010

¿Estoy vivo o muerto?

¿Estoy vivo o muerto? ¿Cómo he llegado hasta aquí? Y, sobre todo, ¿dónde estoy? Ahora recuerdo. ¡Oh, Dios mío! Esto ha sido una bomba, un atentado; o quizás un terremoto. Estaba en casa y de repente todo empezó a moverse y a dar vueltas. ¡Sin duda estoy muerto! Y entonces, ¿esto qué es? No puedo moverme; de hecho, no siento mis piernas ni mis brazos. ¡Qué sensación más desagradable! Soy una especie de vegetal.
Pero, quizas… ¿y si estuviera vivo? ¿Y si esto no fuera más que un lugar en el infierno que se esconde bajo el amasijo de escombros de un edificio derruido? Es una posibilidad. La verdad, no sé que prefiero.
De una manera u otra, tengo que tener la tranquilidad, guardar la calma. Si estoy muerto, el tiempo será el que me aclare dónde estoy y qué es lo que me espera; y si estoy vivo, ¡Dios mio! Si estoy vivo, creo que muy pronto voy a dejar de estarlo.
Alguna vez he escuchado que, en estos casos, la vida depende del oxígeno que quede en este espacio en el que me encuentro.
¡Socorrooooooooooooo! ¡Estoy aquííííííííííí!
Tranquilo. Tengo que guardar la calma. Mi vida, si es que aún la conservo, depende de ello. No puedo desesperarme. Esto es lo más importante para mí, en este momento. He de respirar hondo, relajarme, seguro que llegarán a por mí.
Pero, ¿por qué a nosotros? ¿Qué hemos hecho sino trabajar y cumplir con nuestros deberes, cada día, incluso sabiendo que nunca saldríamos de la miseria en la que estábamos?
¿Por qué este mundo, esta vida, incluso la propia naturaleza, se ensaña siempre con nosotros, con los que menos tenemos, con quienes pasamos por este mundo arrastrándonos y con la única meta de sobrevivir al día siguiente, sin conocer la ilusión ni la felicidad?
Quizás hoy sea mi día de suerte. Quizás esté muerto en realidad y se haya acabado para siempre el sufrimiento, el hambre, el paro y el arrastrarme ante los poderosos por un poco de compasión.
No, no no!! Me estoy alterando, mi pulso corre y eso no puede ser bueno. Si sigo vivo, tengo que mantener la calma, ¡por Dios! Pero ésa sigue siendo mi duda, mi gran pregunta: ¿¡sigo vivo o dónde demonios estoy!? Hace unas horas sí lo estaba, aunque, ¿lo estaban también todos esos que viven una vida irreal, basada en que otros muchos, la mayoría, sufrimos y nos arrastramos desde que nacemos hasta que nos vamos? ¡Ellos sí que no están vivos! ¡Viven en el limbo, ajenos a lo que es el mundo real!
¡De nuevo me altero y no puede ser! Calma, respira, no pienses.
¡Un momento! ¡Ahí hay una luz! ¡Y esto se mueve! ¡Oh, Dios, sí estoy vivo! Ahhhhh, mis piernas, cómo me duelen ahora las piernas! Creo que no lo voy a resistir. Pero he de ser fuerte. ¿Dónde estarán mis padres? ¿Cuándo acabará todo esto? ¡Creo que me van a sacar! ¡Oh, Díos, esa luz! ¡Me ciegaaaaaaaaaaa!
Jefersson murió hace hoy una semana, después de tres días sepultado bajo los escombros del terremoto en Puerto Príncipe (Haití) y otros tres en superficie, en los brazos de su madre, esperando los equipos médicos que habían de proceder a su entubación.

miércoles, 13 de enero de 2010

Grafiteros y grafiteros

En esta lengua castellana nuestra, en la que cada día está más de moda inventarse palabras inútiles y que designan realidades para las cuales ya existen otros términos, sobre todo por parte de políticos y periodistas, alguien habría de hacer el esfuerzo de fabricar una que diferenciase dos conceptos radicalmente diferentes, contradictorios diría yo, y que hoy por hoy denominamos con el mismo término.
Hablo de los grafiteros, término idéntico a la hora de describir, por un lado, al tipo creativo e ingenioso, capaz de coger una pared sucia, abandonada, destartalada, inservible y sin dueño y convertirla en una obra de arte, en un elemento para el gusto de los sentidos por parte del ciudadano; y por otro, al tipejo insensible y capullo, que no tiene empacho de plantarse delante de una obra recién terminada, en la que el común de los mortales hemos invertido parte del presupuesto público (o privado), reluciente y rezumante de las ilusiones de quienes la acaban de terminar, y plagarla de manchas, firmas, denuncias sin pies ni cabeza (o con, incluso) y estupideces de variada índole.
Indudablemente, a mi modo de ver las cosas, el uno y el otro no pueden ser designados con el mismo término, puesto que de esta manera se cometen dos injusticias: por un lado, al artista creativo y rompedor se le pone a la altura de un cabestro indecente; y por otra, al pellejero y melón se le sube al altar del arte.
Obviamente, como verá usted, la actividad del imbécil que se dedica a poner su firma sobre las paredes recién encaladas de la ciudad, sobre la estatuas que alguien trabajó en su día y que entre todos hemos pagado para disfrute colectivo y la exaltación del alma, sobre las aceras y las calzadas, sobre los muros y vallas, sobre la calva de mi vecino del quinto y sobre el altar mayor de su propia estupidez, es algo que me violenta y me agrede sobremanera.
Y obviamente, también, soy de los que opinan que, además de hacer esta diferenciación semántico-lingüística, la sociedad, que no es otra cosa que usted y yo, junto a otros hermanos más, debería orquestar otra manera de diferenciar al uno del otro, más propia del campo de los hechos que del de las palabras.
Por ejemplo, pienso yo que no sería descabellado que al primero de nuestros protagonistas, al genio de los sprays, se le reconociese su arte contratándolo para adornar los cientos de espacios muertos que existen en una ciudad, haciéndola más habitable, rehabilitando así zonas deprimidas donde el paso del tiempo se ha incrustado en los muros, sin cirugía estética que lo remedie; y fomentando un tipo de arte fresco, joven, creativo y que puede servir de camino de enseñanza para otros incipientes artistas que puedan afianzarse en ese terreno.
Y mientras tanto, al tipo de las firmitas, ése que se cree que hace arte, el muy inútil; ése gran tarugo que piensa que está rompiendo moldes, haciendo una especie de cutre-canción protesta, que manifiesta su disconformidad con el mundo jodiendo el disfrute de sus coetáneos, porque no tiene talento ni manera de hacerlo construyendo en lugar de destruir; a ése bien podríamos colgarlo de los ‘güevos’ en la ‘mismica’ Puerta Purchena, para que todos los que pasáramos por allí le fuéramos estampando nuestra propia firma en su cara, pero no con un spray, sino con el lápiz que utilizaba Pedro Picapiedra.
¡Ah, y por cierto! Mientras escribía, se me ha ocurrido una diferenciación lingüística: grafiteros versus grafitontos. No es muy profundo, pero puede valer.