miércoles, 19 de mayo de 2010

Qué gran invento, la TDT

Soy consciente de que, en breve, habré de comerme estas palabras. Cualquiera que vaya contra la modernidad y el progreso tecnológico, termina tragando letras y sílabas sin más remedio, pero a día de hoy no puedo más que blandir una intifada tecnológica revolucionaria, en relación con la magnífica TDT, ese gran invento.
Pues sí señores. Hace seis meses, yo veía la tele en mi casa por delante y por detrás, de todas las formas posibles y sin incidencias. Atrás habían quedado, en un recuerdo muy lejano para algunos (ni mi caso, ni siquiera recuerdo), las dificultades para coger tal o cual cadena, para ver la imagen con más o menos nitidez o incluso para poder varios canales a la vez.
Pero claro, tenía que llegar el gran invento, el progreso sin límites, el salto de calidad y el brinco tecnológico, la magnífica TDT, ese macro-progreso de dos pares de narices, gracias al cual, hoy por hoy, no veo la tele en mi casa.
Sí señores: así de crudo; así de triste. Después de la televisión en color, la UHF, las cadenas privadas, la televisión por cable y por satélite y todo lo que ustedes quieran, me veo dando un flash-back de 40 años, situado en la prehistoria de la televisión, aislado y practicando por obligación lo que hubieron de hacer aquellos americanos, cuando el gran apagaón.
Nos lo vendieron como la panacea: podríamos ver, con máxima calidad, todos los canales del mundo y más. Íbamos a ser los más televisivos del mundo, los que mejor servicio recibiríamos, unos auténticos adoradores de la pequeña pantalla; pero ya me ven, con la caja tonta apagada en ‘prime time’, volviendo a aquellas tertulias de sobremesa nocturna, jugando a las cartas, escuchando la radio o, lo que es peor, ¡leyendo un libro!
Maldición: ¿habría costado tanto trabajo dejarnos como estábamos? Yo era feliz con las manipulaciones de la 1 y los documentales de La 2 que todo el mundo ve; con mi Telecinco basura; mi Antena 3 sosa; mi Sexta siempre de coña y la Cuatro, esa gran desconocida.
Había que romper el saco, había que quererlo todo, y meternos que si los televentas, el gato y todos los gatunos, las serie B de todas ellas y cualquier cosa que nos queramos imaginar. Dios, ¡qué ambiciosos!
Y claro, al final nos hemos quedado sin nada. Eso sí, más tecnológicos, más avanzados y más modernos que Alaska. Eso sí, que no hagan ya más cambios. No vaya a ser que, el mes que viene, me vea enfriando la cocacola en la fresquera, como mis bisabuelas.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Oiga, doctor

Cuando escribe uno para contar su experiencia con determinado colectivo profesional, siempre corre el riesgo de que alguien piense que estás generalizando. Digamos que, en este caso, no es así, primero porque tengo experiencias enfrentadas y luego porque estoy completamente convencido de que generalizar es una injusticia en el 100% de los casos.
El tema es que tengo cercano a un familiar que está pasando por una experiencia, digamos delicada, en cuanto a su relación con el colectivo médico. Y como quiera que no es el primer caso que llega a mis orejas, ni siquiera el que haría el número 100 en el orden cronológico, he decidido darle un poco de luz, por ahora sin nombres.
Digo que no es el único caso que he conocido últimamente. De hecho, yo he vivido ya varios ejemplos de decepción y cabreo médico, unos por unas razones y otros por otras. El último ha sido hace bien poco, cuando me he sentado en la silla del paciente para contarle al doctor mis preocupaciones y mis miedos (debe haber pocos tipos más aprensivos que yo por ahí sueltos).
Hombre, uno no espera entrar en la consulta cabizbajo y salir dando brincos, casi por arte de magia, pero siempre he escuchado que en la parte psicológica de un tratamiento está un porcentaje amplio del éxito. El caso es que el tipo que me atendió debía tener prisa y/o un mal día, porque me despachó en cuatro minutos, no me dijo absolutamente nada de lo que me pasaba, apenas me miró a la cara, me mandó varios análisis y casi me muerde cuando le hice mi primera y única pregunta de la tarde. Me pilló en horas bajas.
La anécdota no deja de ser, eso, una anécdota, que quizás dé para un poco más de reflexión si tenemos en cuenta que el ser humano que había al otro lado de la mesa de la consulta es, por así decirlo, un empleado de usted y mío, al que cada mes pagamos religiosamente su sueldo, en este caso por partida doble, puesto que se trataba de una consulta privada.
Pero ya digo, anécdotas al margen, las cosas se complican cuando en lugar de hablar de la disposición del profesional en sí hacia su trabajo, de lo que se trata es de que un señor siga o no con vida, en función de cómo se las gaste el médico de turno.
Y vuelto ahora adonde empecé. El caso es que el protagonista de la historia lleva dos meses con algo que su médico de toda la vida había catalogado como un catarro, un resfriado o un ‘trancazo’ común. Pero como quiera que la cosa no sólo no se atemperaba con las pastillas efervescentes que le recetaba una y otra vez, el tipo decidió cambiar de aires y visitar a otro doctor, acaso de mayor prestigio, y también de mayor desembolso económico.
Y ahora resulta que el catarro no era tal catarro, que al buen señor se lo van a atiborrar a pruebas de todo tipo, que puede que tenga que operarse, que le han impuesto un tratamiento mucho más severo y que, además, como ya tenía confianza con su médico de toda la vida, el otro día fue a visitarlo para contárselo y éste le respondió que cómo es que había perdido la confianza en él, consultando a otro doctor.
Como conclusión: me da la impresión de que en este país faltan médicos en ejercicio y, en concreto, en las facultades falta una asignatura que se base en el trato a los pacientes que, por cierto, habitualmente visitan al médico porque están tan acojonados como enfermos. Y eso, amigos, no debería pasarlo por alto el buen doctor.