Sólo una cosa les puedo prometer a estas alturas: que ésta, la primera del artículo, será la última frase en la que les hable del pobre pulpo, esa enésima demostración de lo inabarcable de la estupidez humana; reconozco no haberle prestado atención a quien, hace poco, me dijo que sólo había dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Hoy me arrepiento.
No creo que tenga ello mucho que ver, o sí, con nuestra necesidad de pertenencia a algo. Bramamos por la libertad y la proclamamos a los cuatro vientos, pero a la mínima, nos adherimos al primer club, sindicato, entidad, partido político o idea que se nos pasea por delante, aunque tampoco sepamos mucho de lo que se trate.
Me reconozco perplejo, una vez más, ante el espectáculo de la dominical manifestación catalana en la que, de nuevo, políticos y ciudadanos han elaborado un sensacional totum-revolutum ideológico-histórico-cultural de conceptos, demandas, manías y manipulaciones, hasta el punto de hacer casi imprescindible lo del chiste: ¡organización, organización!
He de reconocer que la confusión en conceptos como país, estado y nación no es exclusiva de España, aunque este país es de los pocos en los que sigue siendo habitual escuchar a acreditados tarugos proclamando a los cuatro vientos su indiferencia ante la final del Mundial, basada en que su selección, la vasca, no participa.
El pecado es el mismo que comparten quienes se muestran muy ofendidos porque se hable de la nación catalana o vasca, que existen, con matices y puntualizaciones geográfico-históricas, desde mucho antes de que naciera lo que hoy conocemos como España y que, por cierto, nos guste o no, es un país que engloba a diferentes naciones.
Conste que la confusión es tan genérica que casi hace ilícita la crítica hacia quienes se ponen detrás de una pancarta para defender algo cuyo significado desconocen. Y es que hasta la propia Real Academia de la Lengua se lanza a identificar los términos país y nación, sin llegar a incluir entre sus definiciones de estado, alguna que tenga cariz político.
Difícil se hace de explicar el que la RAE identifique país y nación, cuando luego define este último término como “conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común”. Por tanto, según la propia Academia, esa definición debería servir también para país, con lo cual, la Yugoslavia de hace dos décadas obedecía a ese concepto y la Croacia de hoy también; algo obviamente imposible.
Así pues, antes de lanzarnos al frenesí pancartero y al clímax de vítores y proclamas, acaso sería conveniente revisar conceptos y alcanzar la conclusión de que el país y el estado son entes políticos, artificialmente construidos en función de un consenso más o menos general (o a veces por la fuerza), pero exentos de la componente cultural, tradicional e incluso idiomática que sí tiene la nación, entidad mucho más histórico-cultural, que puede, perfectamente, estar integrada en un país (véase Bélgica, España, Estados Unidos, la Francia pre-borbónica o los propios países balcánicos o soviéticos) o incluso carecer de él (Sáhara, los indios de Estados Unidos o Palestina, en determinados momentos).
Una revisión de conceptos que, acaso, nos llevaría a escapar del ridículo de manifestaciones ‘a mogollón’, en las que se confunden país y estado; o de declaraciones al más puro estilo ‘Platanito’, que lo mezclan todo, incluyendo el deporte, y dejan al descubierto las vergüenzas culturales y de conocimiento de quien las sostiene.
No creo que tenga ello mucho que ver, o sí, con nuestra necesidad de pertenencia a algo. Bramamos por la libertad y la proclamamos a los cuatro vientos, pero a la mínima, nos adherimos al primer club, sindicato, entidad, partido político o idea que se nos pasea por delante, aunque tampoco sepamos mucho de lo que se trate.
Me reconozco perplejo, una vez más, ante el espectáculo de la dominical manifestación catalana en la que, de nuevo, políticos y ciudadanos han elaborado un sensacional totum-revolutum ideológico-histórico-cultural de conceptos, demandas, manías y manipulaciones, hasta el punto de hacer casi imprescindible lo del chiste: ¡organización, organización!
He de reconocer que la confusión en conceptos como país, estado y nación no es exclusiva de España, aunque este país es de los pocos en los que sigue siendo habitual escuchar a acreditados tarugos proclamando a los cuatro vientos su indiferencia ante la final del Mundial, basada en que su selección, la vasca, no participa.
El pecado es el mismo que comparten quienes se muestran muy ofendidos porque se hable de la nación catalana o vasca, que existen, con matices y puntualizaciones geográfico-históricas, desde mucho antes de que naciera lo que hoy conocemos como España y que, por cierto, nos guste o no, es un país que engloba a diferentes naciones.
Conste que la confusión es tan genérica que casi hace ilícita la crítica hacia quienes se ponen detrás de una pancarta para defender algo cuyo significado desconocen. Y es que hasta la propia Real Academia de la Lengua se lanza a identificar los términos país y nación, sin llegar a incluir entre sus definiciones de estado, alguna que tenga cariz político.
Difícil se hace de explicar el que la RAE identifique país y nación, cuando luego define este último término como “conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común”. Por tanto, según la propia Academia, esa definición debería servir también para país, con lo cual, la Yugoslavia de hace dos décadas obedecía a ese concepto y la Croacia de hoy también; algo obviamente imposible.
Así pues, antes de lanzarnos al frenesí pancartero y al clímax de vítores y proclamas, acaso sería conveniente revisar conceptos y alcanzar la conclusión de que el país y el estado son entes políticos, artificialmente construidos en función de un consenso más o menos general (o a veces por la fuerza), pero exentos de la componente cultural, tradicional e incluso idiomática que sí tiene la nación, entidad mucho más histórico-cultural, que puede, perfectamente, estar integrada en un país (véase Bélgica, España, Estados Unidos, la Francia pre-borbónica o los propios países balcánicos o soviéticos) o incluso carecer de él (Sáhara, los indios de Estados Unidos o Palestina, en determinados momentos).
Una revisión de conceptos que, acaso, nos llevaría a escapar del ridículo de manifestaciones ‘a mogollón’, en las que se confunden país y estado; o de declaraciones al más puro estilo ‘Platanito’, que lo mezclan todo, incluyendo el deporte, y dejan al descubierto las vergüenzas culturales y de conocimiento de quien las sostiene.