sábado, 17 de julio de 2010

Estado, nación… y manifestación

Sólo una cosa les puedo prometer a estas alturas: que ésta, la primera del artículo, será la última frase en la que les hable del pobre pulpo, esa enésima demostración de lo inabarcable de la estupidez humana; reconozco no haberle prestado atención a quien, hace poco, me dijo que sólo había dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Hoy me arrepiento.
No creo que tenga ello mucho que ver, o sí, con nuestra necesidad de pertenencia a algo. Bramamos por la libertad y la proclamamos a los cuatro vientos, pero a la mínima, nos adherimos al primer club, sindicato, entidad, partido político o idea que se nos pasea por delante, aunque tampoco sepamos mucho de lo que se trate.
Me reconozco perplejo, una vez más, ante el espectáculo de la dominical manifestación catalana en la que, de nuevo, políticos y ciudadanos han elaborado un sensacional totum-revolutum ideológico-histórico-cultural de conceptos, demandas, manías y manipulaciones, hasta el punto de hacer casi imprescindible lo del chiste: ¡organización, organización!
He de reconocer que la confusión en conceptos como país, estado y nación no es exclusiva de España, aunque este país es de los pocos en los que sigue siendo habitual escuchar a acreditados tarugos proclamando a los cuatro vientos su indiferencia ante la final del Mundial, basada en que su selección, la vasca, no participa.
El pecado es el mismo que comparten quienes se muestran muy ofendidos porque se hable de la nación catalana o vasca, que existen, con matices y puntualizaciones geográfico-históricas, desde mucho antes de que naciera lo que hoy conocemos como España y que, por cierto, nos guste o no, es un país que engloba a diferentes naciones.
Conste que la confusión es tan genérica que casi hace ilícita la crítica hacia quienes se ponen detrás de una pancarta para defender algo cuyo significado desconocen. Y es que hasta la propia Real Academia de la Lengua se lanza a identificar los términos país y nación, sin llegar a incluir entre sus definiciones de estado, alguna que tenga cariz político.
Difícil se hace de explicar el que la RAE identifique país y nación, cuando luego define este último término como “conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común”. Por tanto, según la propia Academia, esa definición debería servir también para país, con lo cual, la Yugoslavia de hace dos décadas obedecía a ese concepto y la Croacia de hoy también; algo obviamente imposible.
Así pues, antes de lanzarnos al frenesí pancartero y al clímax de vítores y proclamas, acaso sería conveniente revisar conceptos y alcanzar la conclusión de que el país y el estado son entes políticos, artificialmente construidos en función de un consenso más o menos general (o a veces por la fuerza), pero exentos de la componente cultural, tradicional e incluso idiomática que sí tiene la nación, entidad mucho más histórico-cultural, que puede, perfectamente, estar integrada en un país (véase Bélgica, España, Estados Unidos, la Francia pre-borbónica o los propios países balcánicos o soviéticos) o incluso carecer de él (Sáhara, los indios de Estados Unidos o Palestina, en determinados momentos).
Una revisión de conceptos que, acaso, nos llevaría a escapar del ridículo de manifestaciones ‘a mogollón’, en las que se confunden país y estado; o de declaraciones al más puro estilo ‘Platanito’, que lo mezclan todo, incluyendo el deporte, y dejan al descubierto las vergüenzas culturales y de conocimiento de quien las sostiene.

viernes, 2 de julio de 2010

De mentiras, ceses y … ¡Cosentino, demonios!

Los hay que más y los hay que menos pero, en general, sabido es que el hombre es un animal de costumbres. Desde la noche de los tiempos, por muy vanguardistas que los haya, que los hay, cuando se cae en una norma, cuesta romperla.
Al margen de que esta tendencia humana haya hecho ya correr ríos de tinta, reconozco que a mí me llama la atención su aplicación en términos periodísticos, en el papel diario, resumida en la costumbre que tenemos los plumillas de escribir las cosas como a nosotros nos gusta, al margen de la regla y del común entendimiento.
Años ha, en aquella gris pero viva Facultad, escuchábamos largas y sesudas peroratas sobre lo que, hoy, tristemente pasados los años, podríamos denominar nuestra ‘responsabilidad social (¿corporativa?).
Hoy, en cambio, somos artífices de la moderna acepción de una mentira histórica. A lo largo de los años, la gente ha defendido la veracidad de sus ideas apoyándose en la solidez de los libros, mientras que hoy esa piedra angular ha sido sustituida, con el mismo resultado, por los medios de comunicación.
Así, hace siglos, nuestros antepasados eran capaces de apostar un dedo de la mano por una tesis, basando su veracidad en el hecho de haberla leído en un libro; mientras que hoy, no pocas veces sostenemos nuestras argumentaciones en el testimonio que hemos recibido de los ‘mass media’. O sea, antes se decía “esto es cierto porque lo he leído en un libro” y hoy lo hemos cambiado por “esto es verdad porque lo he leído en el periódico”, sin caer en la cuenta de que libros y periódicos son escritos por hombres, con sus carencias, sus subjetividades y sus malas intenciones; es decir, que ambos asertos son igualmente falsos.
Fíjese el sesudo lector si eran y son arriesgados estos asertos, el histórico y el actual, que uno podría asegurar que los periodistas tenemos incluso la costumbre de perseverar intencionadamente en nuestros errores, probablemente revolviendo las tripas de nuestros esforzados oradores de la Facultad.
Pongo por ejemplo el término ‘cesar’, cuyo significado podríamos resumir en ‘parar’ y cuya descripción gramatical se redondearía como verbo intransitivo, es decir, inválido para acompañarse por un complemento directo. La Real Academia, en su diccionario, le admite tres acepciones al término, similares en su significado: ‘Suspenderse o acabar’; ‘dejar de desempeñar algún empleo o cargo’; y ‘dejar de hacer lo que se está haciendo’. Obsérvese la intransitividad de las tres.
Sin embargo, ¿quién no ha leído un titular en prensa del tipo ‘El Hércules cesa a ‘Platanito’ y contrata a Robaperas’; o, aplicado al ámbito político, ‘El presidente del Gobierno se plantea cesar a varios de sus ministros’.
Pues bien, me cuesta trabajo pensar que el autor de cualquiera de estos titulares no haya recibido ya mil y una lecciones sobre un caso clásico de error periodístico; quiero decir que estoy seguro de que muchos de los casos en los que se comete este fallo, no es por desconocimiento, sino por costumbre o, como mucho, para cuadrar un titular. De hecho, créanme si les aseguro que algún compañero me ha reconocido saber la norma e ignorarla a caso hecho.
No me resisto a cerrar esta reflexión sobre ‘errores por costumbre’ con otro ejemplo, no exclusivo de mi profesión periodística, con una pregunta: ¿por qué la gran mayoría de los almerienses, que conocen perfectamente el nombre de la empresa y el apellido de sus dueños; y también muchos visitantes que sólo lo han escuchado en los anuncios de Fernando Alonso, se empeñan en nombrar a nuestra compañía más internacional como ‘Consentino’? ¿No es acaso ya una costumbre? ¡Cosentino, demonios!