Introvertidos
El siglo XXI es el de la
extroversión. El de la exposición, del público, de lo mediático, de la opinión,
del espectáculo, de la exhibición y de la espontaneidad. Triunfan los capaces
de hablar de todo, sin necesidad específica de contar nada; quienes no tienen
miedo a ningún terreno, salvo al silencio; quienes son capaces de acompañar
alegre y desacomplejadamente a cualquier tema, a cualquier experto, a cualquier
propuesta; aquellos con valentía y arrojo suficientes para ubicarse delante de
una cámara, de un auditorio o de un micrófono dispuestos a pontificar del tema
que se les sitúe sobre la mesa.
Son malos tiempos para la
reflexión, para el raciocinio, para el estudio, para el respeto al trabajo y al
conocimiento y, sobre todo, son malos tiempos para aquellos que se atreven a no
tener nada que decir.
En ‘El poder de los introvertidos
en un mundo incapaz de callarse’, la norteamericana Susan Cain se apoya en la
clasificación de Jung para concluir que “la
introversión ha pasado a ser un rasgo de personalidad de segunda que situamos
entre lo decepcionante y lo patológico” (Morder la bala, Lucía Méndez, 2012).
En ocasiones he utilizado, quizás
en una injusta singularización, el término ‘telecinquizar’, para referirme a
esa tendencia a borrar del panorama mediático cualquier atisbo de rigor,
trocándola en un enfermizo afán por opinar de todo sin el más básico de los
conocimientos. Digo injusta singularización (es injusto generalizar; pero en
ocasiones no lo es menos el camino inverso), porque la ‘cadena amiga’ no es más
que la punta del iceberg no ya de la actualidad mediática española (y de otros
países, generalmente mediterráneos), sino incluso de la propia sociedad en sí
misma.
El viejo aserto de que todos
llevamos dentro un médico y un seleccionador de fútbol ha quedado patéticamente
antiguo, superado en un momento en el que cualquiera es capaz de comportarse
como un experto en macroeconomía, en legislación, en física nuclear, en
sanidad, en cultivo de setas salvajes, en dopaje o en política internacional.
Las barras de los bares, antiguos
templos de la opinión indiscriminada, mueren de aburrimiento, mientras los
atriles y los pedestales se han trasladado a las redes sociales y a los medios
masivos, por los que desfilan deslumbrantes extrovertidos esparciendo su
facilidad verbal para el pontificado y el asentamiento de cátedra, de sea cual
sea la materia.
Hoy día, un político, un economista,
un científico o un periodista que no tenga nada que decir es un bulto
sospechoso, un mentiroso, un aburrido o un cobarde que no se atreve a juzgar
sobre el asunto en cuestión; a juzgar y a condenar. Somos todos jueces y parte,
instructores y examinadores, catedráticos de la generalidad y de la
particularidad.
No recordará usted, mi querido lector,
la última vez que escuchó a alguien dirigirse a un auditorio más o menos
poblado, en vivo o a través de cualquiera que fuera el medio, para decir que no
sabe del particular, que no tiene criterio, que no está informado o que no
reúne el conocimiento adecuado para terciar en la cuestión.
Son rara avis los introvertidos
que prefieren reflexionar en privado, formarse e informarse antes de tomar
partido, quienes optan por estudiar antes, porque no se sienten mágicamente
atraídos por eso que vengo denominando, desde hace años, ‘la erótica del
micrófono’, esa irrefrenable pasión por comerse la ‘alcachofa’ y devorar con
ella cuantos temas y ámbitos de debate nos ponga delante ese torrente de debate
y opinión en que se han convertido nuestras vidas.
Ay de aquellos que no tengan
opinión o que, lo que es mucho peor, no la viertan pública o privadamente, ya
les haya sido requerida o no. Aunque, como ha dejado escrito Cain, “incurrimos
en un error grave al abrazar tan a la ligera el ideal extrovertido, puesto que
debemos una parte nada desdeñable de las ideas, el arte y las invenciones a
personas calladas y cerebrales que sabían sintonizar con sus mundos interiores”,
el de hoy, el mundo actual es de quien tiene algo que decir. La reflexión ha
pasado a mejor vida, llevándose con ella al rigor, posiblemente, para jamás regresar.