domingo, 17 de febrero de 2013


Introvertidos


El siglo XXI es el de la extroversión. El de la exposición, del público, de lo mediático, de la opinión, del espectáculo, de la exhibición y de la espontaneidad. Triunfan los capaces de hablar de todo, sin necesidad específica de contar nada; quienes no tienen miedo a ningún terreno, salvo al silencio; quienes son capaces de acompañar alegre y desacomplejadamente a cualquier tema, a cualquier experto, a cualquier propuesta; aquellos con valentía y arrojo suficientes para ubicarse delante de una cámara, de un auditorio o de un micrófono dispuestos a pontificar del tema que se les sitúe sobre la mesa.
Son malos tiempos para la reflexión, para el raciocinio, para el estudio, para el respeto al trabajo y al conocimiento y, sobre todo, son malos tiempos para aquellos que se atreven a no tener nada que decir.
En ‘El poder de los introvertidos en un mundo incapaz de callarse’, la norteamericana Susan Cain se apoya en la clasificación de Jung para concluir que “la introversión ha pasado a ser un rasgo de personalidad de segunda que situamos entre lo decepcionante y lo patológico” (Morder la bala, Lucía Méndez, 2012).
En ocasiones he utilizado, quizás en una injusta singularización, el término ‘telecinquizar’, para referirme a esa tendencia a borrar del panorama mediático cualquier atisbo de rigor, trocándola en un enfermizo afán por opinar de todo sin el más básico de los conocimientos. Digo injusta singularización (es injusto generalizar; pero en ocasiones no lo es menos el camino inverso), porque la ‘cadena amiga’ no es más que la punta del iceberg no ya de la actualidad mediática española (y de otros países, generalmente mediterráneos), sino incluso de la propia sociedad en sí misma.
El viejo aserto de que todos llevamos dentro un médico y un seleccionador de fútbol ha quedado patéticamente antiguo, superado en un momento en el que cualquiera es capaz de comportarse como un experto en macroeconomía, en legislación, en física nuclear, en sanidad, en cultivo de setas salvajes, en dopaje o en política internacional.
Las barras de los bares, antiguos templos de la opinión indiscriminada, mueren de aburrimiento, mientras los atriles y los pedestales se han trasladado a las redes sociales y a los medios masivos, por los que desfilan deslumbrantes extrovertidos esparciendo su facilidad verbal para el pontificado y el asentamiento de cátedra, de sea cual sea la materia.
Hoy día, un político, un economista, un científico o un periodista que no tenga nada que decir es un bulto sospechoso, un mentiroso, un aburrido o un cobarde que no se atreve a juzgar sobre el asunto en cuestión; a juzgar y a condenar. Somos todos jueces y parte, instructores y examinadores, catedráticos de la generalidad y de la particularidad.
No recordará usted, mi querido lector, la última vez que escuchó a alguien dirigirse a un auditorio más o menos poblado, en vivo o a través de cualquiera que fuera el medio, para decir que no sabe del particular, que no tiene criterio, que no está informado o que no reúne el conocimiento adecuado para terciar en la cuestión.
Son rara avis los introvertidos que prefieren reflexionar en privado, formarse e informarse antes de tomar partido, quienes optan por estudiar antes, porque no se sienten mágicamente atraídos por eso que vengo denominando, desde hace años, ‘la erótica del micrófono’, esa irrefrenable pasión por comerse la ‘alcachofa’ y devorar con ella cuantos temas y ámbitos de debate nos ponga delante ese torrente de debate y opinión en que se han convertido nuestras vidas.
Ay de aquellos que no tengan opinión o que, lo que es mucho peor, no la viertan pública o privadamente, ya les haya sido requerida o no. Aunque, como ha dejado escrito Cain, “incurrimos en un error grave al abrazar tan a la ligera el ideal extrovertido, puesto que debemos una parte nada desdeñable de las ideas, el arte y las invenciones a personas calladas y cerebrales que sabían sintonizar con sus mundos interiores”, el de hoy, el mundo actual es de quien tiene algo que decir. La reflexión ha pasado a mejor vida, llevándose con ella al rigor, posiblemente, para jamás regresar.