domingo, 24 de abril de 2011

Sordos de MoviStar

Es una paradoja que seres humanos que se dedican profesionalmente a comunicar, hagan gala de una sordera congénita e impenitente en el desarrollo de sus funciones. Hasta cuatro veces tuve que pedir por favor a los teleoperadores de MoviStar, el pasado Miércoles Santo, que no me llamen más para contarme y cantarme las excelencias de sus extraordinarios productos.
Desde hace más de una década, no trabajo con esta compañía telefónica ni tengo ninguna relación con ella. Es por esto que me resulta un poco incomprensible, además de muy ofensivo, que de vez en cuando me llamen para especificarme lo maravillosos que somos ellos y yo y la pena que les supone que no podamos trabajar juntos.
Hace ya algún tiempo que decidí no volver a adquirir ningún producto ni servicio a quienes los intentan vender vía telefónica, dado que a ninguno de ellos les he dado mi número ni el permiso para utilizarlo comercialmente.
Así las cosas, si mañana llaman para ofrecerme la Sagrada Familia a quince céntimos de euro, le colgaré el teléfono al operador de turno; y si dentro de una semana lo que quieren venderme es la Torre Eiffel a tres pesetas, le pediré al tipo en cuestión que haga el favor de no llamarme más por el maldito aparato. Y si a final de temporada, lo que me ofrecen es la cabeza (deportiva) de Mouriño por euro y medio, con todo el dolor de mi alma habré de rogarles que borren mi número de sus bases de datos.
Sin embargo, estos señores de MoviStar son inasequibles en el error e insaciables en su invasión de la intimidad. Hasta cuatro veces, repito, me llamaron el Miércoles Santo, indudablemente desde diferentes puntos del globo y con distintos acentos, acaso en una vana estrategia de buscar con cuál pudiera uno sentirse más identificado.
Al primero le pregunté con qué permiso llamaban a mi teléfono para venderme publicidad, pero su respuesta fue el silencio. Al segundo, le pedí por favor que borraran todos mis datos de sus bases y que no se repitiera la intromisión. Al tercero, le juré que jamás volvería a trabajar con MoviStar ni con ninguna empresa que tratase de convencerme a través del teléfono. Al cuarto, sintiéndolo mucho, lo mandé a tomar por el saco, mientras él, sin dejar de hablar, me contaba las excelencias de no sé qué magnífico producto telefónico que iba a cambiar mi vida, a hacer mucho más felices a los míos, más cultos a mis hijos y más ricos a sus descendientes.
El tipo era un auténtico sordo telefónico, que no sólo no las atendía, sino que parecía ni tan siquiera escuchar mis quejas y demandas y seguía recitando como un loro el rollo patatero que sus jefes, seguramente bien apoltronados en una tumbona del Caribe, le habían dejado escrito en una fatídica chuleta.
Dado que son ustedes sordos, con la acaso vana ilusión de que no sean también ciegos, les mando este mensaje: déjenlo. Jamás volveré a trabajar con MoviStar. Y si decidiesen ustedes cambiar el nombre de su empresa, si pasado mañana pasan a denominarse MoviChufla, ChorraStar o Telefonía Pepe, tengan esto muy en cuenta: si albergan alguna esperanza de conquistarme como cliente, no lo hagan nunca, pero nunca nunca, a través del teléfono. Que yo también tengo mi base de datos sobre las empresas a las que nunca contrataré.

lunes, 18 de abril de 2011

Virreyes del funcionariado

El otro día tuve el gran ‘placer’ de asistir a un foro privado en el que se hablaba de urbanismo, con representantes de diversos entes públicos y privados. Entre los invitados, llamó mi atención la representante de no sé qué delegación de la Junta; y lo hizo por su particular visión de lo que debe ser una ciudad, un país, el mundo. Su expresión más repetida era ‘aberración’. La señora debe vivir en una crisis permanente, en la que sólo ve aberraciones por todos lados, como aquel tipo que vía sólo sexo en todos los dibujos que le mostraba su psicólogo. Huelga decir que la señora en cuestión es funcionara, de profesión diría yo. A sus ojos, la instalación de mesas por parte de un establecimiento hostelero en los soportales de la Plaza Vieja es una aberración, tan sólo tolerable por la condición dinamizadora de tal iniciativa para con el recinto en cuestión; y que un quiosco como el de la Plaza Circular saque unas mesas a la acera para que los ciudadanos se tomen su café con porras no es más que otra aberración, ésta ya intolerable para su sedosa sensibilidad estética. Una visión respetable, de no ser porque, gracias a este tipo de ideas, disfrutamos de un país en el que las listas de desempleados nos amenazan con alcanzar los cinco millones en un pis-pas, los pequeños y medianos empresarios ya no saben a dónde acudir para refinanciar sus generosas deudas y el periódico económico se ha convertido en una crónica de sucesos o en una gran sección de esquelas mortuorias que cada día nos informa por el alma de qué empresas podemos echar unas oraciones. La señora en cuestión, que como todas las de su estirpe, hablaba ‘ex cátedra’ y buscando la provocación en alguno de los timoratos compañeros de mesa, pertenece a esa caterva de virreyes (y virreinas, vayamos a que haga caer sobre mí el peso de la imprescindible ley de igualdad chorra) del funcionariado que, desde sus torres de marfil, dominan el horizonte y dictan las normas bajo las que hemos de irnos todos a tomar por el saco, más pronto que tarde. La tipa, he aquí lo peor, se mostraba convencida de que el que Paco (o Pepe o como se llame) saque diez o doce mesas a la Plaza Circular, más que darle vida a un rincón de la ciudad, hacer que se mueva el dinero, dinamizar y decorar el centro e incentivar el consumo, es un ataque frontal contra la ortodoxia de no sé qué urbanismo de pitiminí que le enseñaron en su día en la Facultad, de la que seguramente saltaría la muchacha directamente a la casta funcionarial, olvidándose del necesario paso por la vida real, sobre la que no tiene ni puta idea. Debe ser prima hermana de nuestro amigo el juez Rivera, que esta semana nos ‘sorprendía’ con una sentencia en la que dice que el establecimiento Mandala debe cerrar sus puertas, porque la ley que impulsó algún correligionario de la tipa que me ha proporcionado la merced de poder escribir estas líneas, no contempla la actividad que está realizando. Y no se crea usted que allí lo que se hace es traficar con estupefacientes, prostituir a niños o tirar cabras por el campanario. Allí lo que hacían era servir comida y bebida y poner música, una actividad que, según el magistrado, no cabe en la ley. Me viene a la cabeza aquello del sábado para el hombre y no el hombre para el sábado; pero claro, para pensar en ello, antes hay que haberse dado una vuelta por la vida real, en lugar de haber estado toda la puñetera existencia con la nariz pegada en los libros que han escrito otros iluminados que tiran casas de extranjeros y obligan a que pasen años con una macro-obra parada en pleno Parque Natural. Lo mejor va a ser que todas las empresas se vayan ‘a espigar’ y, al final, en este país sólo queden funcionarios como el señor juez y la paya ésta de las aberraciones. Verás qué nivel, Maribel.

domingo, 10 de abril de 2011

Los opinadores

Una de las formas en las que se puede dividir el mundo es entre los que trabajan y los que opinan sobre el trabajo de los demás. Afortunadamente, vivimos en un país en el que se nos garantiza el derecho a la libertad de expresión. Puede que hayan sido los 40 años de privación de ésa y otras libertades los que la hayan convertido en una pasión que nos hace opinar a todos sobre todo, sin haber llenado antes nuestras despensas con las provisiones necesarias para mantener cada aserto. Los de la prensa (mea culpa) tenemos buena parte de la culpa. Abrigada por el calor de un país que lo fue ‘de charanga y pandereta’ y que ha evolucionado hasta serlo ‘de Belén Esteban, la Princesa del Pueblo’, en nuestros medios abundan hoy el peso de opiniones huérfanas de preparación, ausentes de investigación e inyectadas por la pasión y el impulso, más que por la reflexión y el estudio. Llevado por ese espíritu, habitamos un territorio en el que cualquier hijo de vecino se ve capacitado para opinar de todo. “¿Por qué no, si hay libertad de expresión?”, habrá usted escuchado más de una vez, hasta el punto de que, de mayores, todos queremos ser tertulianos (hay quien sustituye ahora este término por el de ‘colaborador’ ¿?). Todo empezó, posiblemente, por el fútbol y la medicina. Todo español lleva dentro un médico y un seleccionador, pero la cosa no para en barras. Ejemplos hay muchos, día a día. Esta semana hemos vivido de cerca ese afán opinativo con motivo de la Expo Agro, sin ir más lejos. Una Feria que en la edición anterior prácticamente tuvo que cerrar sus puertas sin celebrarse y que, ahora, se ha reactivado con nuevos expositores, más visitantes, mayor protagonismo del agricultor y un programa de actividades mucho más amplio que en ninguna de sus anteriores ediciones, que prácticamente ha colgado el cartel de completo en todas sus citas. El párrafo que acaba usted de leer se basa en la experiencia de un ser humano que ha ‘vivido’ en Expo Agro más de doce horas en cada una de sus jornadas de celebración, de miércoles a viernes. Por el contrario, he escuchado una infinidad de opiniones de gentes que han acudido a la Feria una o ninguna hora al día, que no han estado presentes en ningún evento, que no han vivido la vorágine de visitantes en el invernadero tecnológico y que, sobre todo, la han visitado en la hora de la pasarela, en lugar de en el momento en el que una feria de este corte vive su mayor intensidad, por las tardes, cuando el agricultor abandona su invernadero. Pero opinar es gratis. Y libre. Igual de libre que sostener que Expo Agro debe orientarse a la comercialización, a ser una Feria de producto como las de Madrid y Berlín. Poco importa a los opinadores que ambas muestras multipliquen por 50 el presupuesto de la de Almería haciendo imposible la competencia, que la comercialización de toda Europa ya haya dejado claro que Madrid y Berlín son puntos de encuentro mucho más cercanos que Almería y que las propias exportadoras almerienses tengan decidido que donde están sus clientes es en Fruit Attraction y Fruit Logística y no en Expo Agro. Los opinadores piensan que Almería debe competir con Berlín y con Madrid; debe ser del mismo modo que Almería compite con esas dos ciudades en infraestructuras, comunicaciones, oferta hotelera, hostelera y cultural y en presupuesto. La realidad, cuando se escarba un poco, sentencia que Almería debe ser una Feria de aquellos productos que se le puede vender al campo, de la industria auxiliar y, sobre todo, del agricultor, porque ellos sí están aquí. Ésta ha de ser su Feria porque son nuestro ‘hecho diferencial’. Son dos tipos de conclusiones: la de los opinadores por un lado y la del estudio por otro. Bendita libertad de expresión.

domingo, 3 de abril de 2011

El ‘inaugurismo’ y la ley electoral

En este país nuestro de los casi cinco millones de parados, del cierre diario de empresas, de la inflación, la falta de inversión y créditos, la sanidad y la educación por hacer y las dudas sobre quién pagará nuestras pensiones, sesudos políticos se han reunido en torno a una mesa y han decidido que lo que de verdad nos hace falta, lo que viene a solucionar buena parte de nuestros males, es una buena ley electoral. Como quiera que estamos en crisis, algo que ellos han descubierto recientemente, a pesar de que su bolsillo y el mío lo llevan notando desde hace años, se trata de que en la venidera campaña electoral se gaste lo menos posible en promoción, propaganda y otras ferias parecidas. Y para ello, las iluminadas mentes han decidido que lo mejor, lo más adecuado es crear un paréntesis de un mes, antes de la campaña electoral, en el que sus compañeros de profesión no podrán hacer inauguraciones, ni publicidad de partido ni nada que se le parezca. Una medida que, obviamente, ha generado un gran movimiento económico entre sectores como el de la publicidad, los medios de comunicación y la promoción en general, que la han recibido con el alborozo que corresponde a otro grano en el culo de nuestra economía, acaso no suficientemente ‘almorranado’. El resultado, esperado por cualquiera al que se le alumbre algo debajo del cabello, incluso por ellos mismos, me temo, es que el período conocido como ‘inaugurismo’ que precede a cualquier campaña electoral, en lugar de suspenderse en el aire como algún ingeniero esperaba, simplemente se ha adelantado un mes. Y nos hemos encontrado con una semana de frenética actividad inauguradora, a dos meses de que nos toque pasar por las urnas. En cuanto al ahorro en publicidad y profusión propagandística, también ha sido un éxito. Tanto que hemos podido ver cómo, durante un mes, nuestras calles y carreteras se han llenado de carteles electorales, que luego han desaparecido de manera instantánea y que, pasada la mensualidad de tregua, volverán a aparecer. Es decir, que el gasto se ha duplicado, puesto que lo que ahora la ley electoral ha hecho desaparecer, volverá a surgir, por obra y gracia de los propios partidos, cuando llegue la campaña, con el consiguiente redoble de la inversión. Si no fuera por el patetismo de la situación, hubiera sido divertido ver cómo todos los políticos se afanaban en estrenar infraestructuras cuya fecha inaugural estaba prevista para un mes después, como contraataque a la propia ley (o algo así) electoral que ellos mismos habían bendecido. Y ello por no hablar de la generalizada confusión que todo esto ha generado, con dudas sobre si tal o cual acción era publicidad electoral y si tal o cual acto podía considerarse como propagandístico, llegándose al absurdo de que un alcalde como el de Almería no pueda reunirse con un grupo de ciudadanos voluntarios. Eso sí, la chapuza ha servido para algo: a nadie le cabe ya ninguna duda de por qué seguimos y vamos a seguir mucho tiempo en crisis; porque con medidas tan eficaces y adecuadas como ésta, vamos a terminar con empacho de brotes verdes.