domingo, 20 de junio de 2010

Rabia, dolor, miedo

Rabia, dolor, miedo, pena, desorientación, incomprensión, abatimiento, sinsentido. Son sólo algunos de los sentimientos y situaciones mentales que han ido pasando por mi cabeza, por mi alma, por mi corazón, desde que el pasado martes, un mensaje de móvil me devolvió a la cruda realidad.
Desde enero, sabíamos que esto acabaría así, salvo uno de esos milagros que no existen. Pero el ser humano necesita engañarse a sí mismo día a día, para escapar de su tremenda realidad de temporalidad.
Juan Eduardo se ha marchado para siempre. Con 32 años y una agenda repleta de proyectos. ¿Es justo? Qué más da. La justicia, probablemente, no exista. Es la vida. Un cúmulo de casualidades nos liga a este mundo por más o menos tiempo y así hemos aprendido a vivir una vida con fecha de caducidad oculta bajo nuestros códigos de barras.
De Juan Eduardo nos queda su vitalidad, su calidez, su pícara sonrisa, sus ideas y proyectos, cada día más sorprendentes, cada día más reales. Y siempre una buena palabra, nunca un mal gesto. Nos quedan, también, una familia rota para siempre, unos amigos destrozados y un tejido empresarial almeriense, el de los jóvenes empresarios, impactados de por vida y en el camino de darle a Juan Eduardo el homenaje y el reconocimiento que se merece.
Será tarde, porque nunca sabremos si le llegarán noticias, si antes de marcharse llegó a imaginarse el impacto que tenía para nosotros su viaje; pero eso es inevitable. Su último mensaje en Facebook es un escalofrío eterno. Es la vida.
La misma vida en la que un diagnóstico llegó tarde, como tarde llegan las soluciones a esta pandemia del siglo XXI, que nos amenaza a todos y nos pone el corazón en un puño, un día sí y otro también.
Bien haríamos en redoblar esfuerzos en esto, en lo verdaderamente importante, y dejarnos de esos millones de urgencias que nos quitan la vida en el día a día. Si lo hacemos, será tarde para muchos; será tarde para él; pero quizás entonces sus muertes hayan servido para algo.
Mientras tanto, nos consolaremos recordando su sonrisa, su vitalidad y su vida. Hasta pronto, en algún lugar, amigo.

¿Es ilegal ser empresario?

En un país en el que si el vecino se compra un coche grande o si se va de vacaciones a las Bahamas, es sospechoso de estar haciendo algo ilegal, no es de extrañar que la actividad empresarial esté, desde hace tiempo, en el linde de lo delictivo, al menos en la mente de muchos ciudadanos, algún que otro político y más de un letrado con puesto oficial.
Aún hoy, cuando el paro amenaza con cubrirlo todo con su negro manto y cada día se hunden empresas a docenas en el barro de la mayor crisis que se ha vivido en la economía occidental contemporánea, los hay y muchos que ven al empresario, al tipo que se juega su pasta cada día, como una especie de ‘Tío Gilito’ que se zambulle en su piscina de dólares metálicos y da patadas en el culo de sus abnegados trabajadores.
La tendencia está anclada en el sentimiento por excelencia del ser humano, la envidia, aunque no se sepa muy bien qué es lo que se ansía; pero tiene alguna reminiscencia más moderna, situada en la época de ‘vacas gordas’ que casi se acaba de esfumar y que convirtió a más de un sacrificado trabajador en empresario de éxito.
Fue ahí cuando se exacerbaron los celos del común de los mortales y se empezó a ver al tipo que madrugaba cada día a las seis de la mañana para sacar adelante su empresa, a costa de casi no ver a su familia, sobre todo si se dedicaba al ‘denostado ladrillo’, como un ‘millonetis de pacotilla’ que no merecía la fortuna que se había labrado y que estaba condenado a morir de éxito.
A más de uno le ha ocurrido, mientras otros, los catedráticos de la barra del bar, aquellos a los que les supone un sobrehumano esfuerzo levantar la mano para pedir otra caña, se regocijan de que quienes han arriesgado su dinero, acaso deslumbrados por una época favorable, lo han perdido todo y ahora vuelven a ser, a su ojos, mortales.
Incluso hemos visto cómo la justicia ha pasado de casi venerar al empresariado a convertir su actividad en una auténtica caza de brujas, caza de empresarios bajo sospecha, que de la noche a la mañana se han visto salpicados por escándalos de todo tipo, algunos basados en realidades que habrán de pagar entre rejas, pero también otros finalmente absueltos de los delitos de los que eran acusados, pero condenados de por vida al escarnio y la vejación de verse ‘enrejados’ en las cárceles de papel.
Sin embargo, de todo esto, de esta criminalización del empresariado, lo que más me llama la atención es el comportamiento de los sindicatos, organizaciones ancladas en el siglo en el que nacieron, sin el menor atisbo de evolución y asidos por espíritu de supervivencia al conflicto perpetuo que justifique su existencia.
Ellos, hoy, mientras el país se hunde en las arenas movedizas de la incapacidad económica provocada por un sistema planteado únicamente para los momentos de bonanza, se niegan a meter los dedos en el costado de una realidad de la que sólo se podrá salir con una empresa fuerte y capaz de crear empleo, sea del tipo que sea.
Incluso hoy, cuando cada cifra del paro supera a la anterior y cuando corremos el riesgo de que al final no haya empresas para recuperar el empleo, siguen incapaces de reconocer que debemos readaptarnos a la situación y que los privilegios de todos, empresarios y trabajadores, han de quedar en el pasado por nuestro bien futuro.