domingo, 30 de octubre de 2011

Dos años

Han sido dos años maravillosos. Dos años en los que los días han sido largos y las noches muy cortas, en los que el sol salía antes de ver su luz y en los que la primera hora del día era un aluvión de fuerzas para disfrutar del resto. Dos años en los que el día era una cuenta atrás para el efímero e intenso momento de sumergirme en tu felicidad.
Dos años duros, sin duda, en muchos aspectos. Dos años en los que la incertidumbre se ha hecho vida, la crisis se ha hecho carne y el sufrimiento se ha metido en el esqueleto del calendario.
Dos años, sin embargo, en los que tu sonrisa lo ha convertido todo en anécdota, en los que tu fuerza, tu ímpetu y tu impulso han alimentado el motor de una vida ávida de energías para aguantar el ritmo y los ritmos.
Han sido dos años generosos, rápidos, intensos, felices, diferentes, inesperados, locos, vivos, muy vivos, serenos, maduros, jóvenes, joviales, instructivos y maravillosos. Dos años maravillosos.
Dos años en los que hemos aprendido todos que lo simple, lo sencillo es lo más importante de este rato que llamamos vida, en los que nos has enseñado que en una infantil sonrisa está la clave de la felicidad, en los que hemos sabido crecer de verdad y en los que nos has mostrado lo inteligente de la naturaleza humana.
Hemos pasado dos años en los que la vida nos ha traído otra forma de amistad, otra manera de relacionarnos, otra visión de un parentesco y un torrente de sensaciones acerca de la unión entre personas.
Dos años en los que hemos comprobado que todo lo sentido hasta ahora era tan sólo un preámbulo, un aperitivo del caudal de sentimientos que nos has regalado en ellos.
Dos años en los que hemos nacido, hemos vivido y nos hemos creído morir en una mirada, una sonrisa, unos primeros pasos, unas primeras palabras, un llanto, una carcajada o algo parecido a un beso; eso que tú llamas ‘un bah’.
Dos años, sólo dos años con una profundidad inusitada, con una emotividad inédita, con una intensidad imposible y unas ansias de vivir que nunca hubiéramos imaginado.
Han sido, sin duda los dos mejores años, en los que nos has enseñado más cosas que nadie, en los que nos has cambiado más que nadie, en los que nos has impulsado como nunca lo hubiéramos esperado.
Dos años hace que llegaste, Carla, con tu fuerza, con tu carisma, con tu sonrisa. Gracias por estos dos años.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Que nada lo estropee

Sinceramente, de las muchas ocasiones en las que he imaginado el momento en el que, por propia o por ajena voluntad, se anunciase que ETA deja de matar, la sensación iba a ser mucho más rotunda e inequívocamente placentera. Y ojo, no es que no lo sea, por supuesto; pero, qué quiere usted que le diga, todo esto que ha ocurrido en las últimas dos semanas y que ha rodeado al anuncio del ‘fin de la actividad’, sin restar ni un ápice a la importancia histórica, social y política de la noticia, económica si me apura, me viene acompañada por un halo de sospechas, interrogantes y preguntas, de momento, sin respuesta.
Puede que todo sean imaginaciones mías, que yo sea presa de un pesimismo derivado de los anteriores y vanos anuncios de la banda terrorista o, simplemente, que el ambiente político que rodea a todo el proceso me haya llevado a un exagerado estado de descreimiento. Pero el caso es que, para un leñazo informativo (bombazo informativo, en este caso, no me parecía adecuado) como ‘el fin de ETA’, me falta ‘chicha’, no termino de verlo.
Llámeme usted exagerado, pero elementos como eso de ‘el fin de la actividad armada’ en lugar de ‘fin de ETA’, el hecho de que todo esto no vaya acompañado con la entrega de las armas (si se ha acabo la actividad armada, ¿para qué demonios las quieren?), la enésima coincidencia de uno de esos anuncios con un proceso electoral y el movimiento que, en paralelo a todo ello, observo en las fuerzas políticas de uno y otro lado, hacen que me ‘pique la nariz’, vamos, que ande yo más mosqueado en todo esto que un pavo en enero, que si no se lo han comido en Navidad es porque tiene una enfermedad terminal.
Sin embargo, a pesar de tanta sospecha, de tanto tufillo a oportunismo y a intereses entrecruzados, a tanto aspecto artificial y de plástico, el fin de ETA, de la actividad armada, de la barbarie, de la miseria, de la absurdez, del miedo, de la coacción, de la falta de libertad o de la madre que los parió a todos es tan importante que todo lo demás, impregnado como está de sospechas y ‘cosicas’ raras, se me antoja como la gran oportunidad que este país no debe dejar pasar.
Y es más, optimista como soy, a veces hasta el absurdo, estoy convencido de que ni las veleidades de unos, ni los intereses políticos de otros, ni las utopías independentistas de aquellos, ni las manipulaciones de éstos, ni siquiera la presencia de unas elecciones a la vuelta de la esquina van a hacer que España deje pasar el tren que lleva esperando casi medio siglo y que las bombas, las pistolas y las mentes obtusas habían impedido llegar a la estación.
En resumen, que me importa tres pitos si hay que negociar con ellos o con los otros, si quieren que se acerquen los presos o que se les dé clases particulares de pintura, si al fondo está la autodeterminación del País Vasco o la independencia del cantón de Cartagena: de lo que no tengo duda es de que una vida, una sola vida vale mucho más que todo eso. A ver si es verdad que nos hemos enterado de eso y lo llevamos ala práctica. Que ya está bien.

lunes, 17 de octubre de 2011

Una de autocrítica

Posiblemente no seamos en esto, los periodistas, diferentes al resto de profesionales. O quizás sí. El caso es que nuestra principal tentación es creernos en posesión de la verdad a poco que nos vemos mínimamente distinguidos sobre el común de los mortales. Es lo que hace años llamé ‘la erótica del micrófono’, que consiste en que cualquier ser humano normal y corriente, ubicado enfrente de un micro (dígase página de periódico por escribir o cámara de TV) tiende a pensarse poco menos que capitán general. Es en esto que la precariedad laboral periodística, con ser una tragedia, tiene también su parte de bálsamo para librarnos de ese estúpido divismo en el que caemos no con poca frecuencia.
Ensoñaciones al margen, empiezo a pensar que ese creernos en posesión de la verdad por el mero hecho de tener a nuestros pies los canales que sirven para contarla conlleva también otro riesgo: el de la relajación, aquel viejo (todo esto de lo que hablo no es nuevo; es tan antiguo como la propia profesión) aserto de ‘no dejes que la realidad te estropee una buena noticia’.
Esta semana, mi profesión me ha revuelto las tripas. De Córdoba nos llegaban, de mala mañana, las noticias de que dos niños habían desaparecido en un parque, mientras su padre, en trámites de separación, estaba a su cargo.
El ‘telecinquismo’ que se ha apoderado de la prensa y de este país en general hacía que la noticia, dada así, casi asépticamente (todo lo asépticamente que un ser humano puede dar una noticia, que es poco), olía a ese azufre informativo que todo lo puede, a ese ‘titulismo’ que se mete en las entrañas del informador hasta sacarle los hígados. La noticia rezumaba el perfume del escándalo, pero el frasco estaba aún cerrado.
Sin embargo, no tardaron en saltar a la palestra los más intrépidos, los avispados de la información, los campeones del titular y de la bomba informativa. Las insinuaciones pasaron a los hechos y el término ‘presunto’, posiblemente el que más daño ha hecho a la profesión periodística, saltó a la palestra campante y rampante. El padre de los chiquillos iniciaba su inevitable carrera ante los medios, empezaba a ser condenado por la cárcel de papel.
No tengo ni idea de si este señor tiene o no algo que ver con la desaparición de sus hijos. Si así fuera, faltarían calificativos para condenar a un tipejo de esa calaña. Pero el problema es que la prensa, siempre la prensa, nosotros, ya hemos empezado a servirle su cabeza en bandeja de plata a la opinión pública.
Ahora pueden pasar dos cosas. Si el buen señor no lo es tanto y ha cometido lo que nadie debería ni pensar, los sprinters de la información se colgarán las medallas en un pecho que ya no puede con más; pero si no, el calvario por la desaparición de unos hijos, lo más grande sin duda para un ser humano, se habrá visto agravado por las acusaciones sin fundamento de una pandilla de terroristas de la información, tipejos viles que cada día se amoratan el pecho a golpes en defensa de la libertad de expresión y de los derechos del periodista, mientras erosionan el nombre de una profesión que jamás se repondrá de los daños que le causan, los que actúan y los que callamos.

domingo, 9 de octubre de 2011

Envidia

En un país, en un mundo en el que cualquiera que destaca por sus virtudes, por currárselo a saco y por brillar en unos u otros ámbitos de la vida enseguida es visto como un bicho raro, un individuo peligroso y alguien al que criticar y buscar las cosquillas para ver de dónde diablos sale tanto talento, capacidad, entrega o desinterés, yo me declaro un envidioso. Un envidioso nato y peligroso.
Suelo contar con relativa asiduidad aquel chiste de dos amigos que se encuentran cada año, uno de los cuales pregunta siempre al otro por un tercero, un tal Pepe; al que cada año le van mejor las cosas, hasta el punto de que va cambiando de vehículo, pasando progresivamente de un Seiscientos a un coche de media gama, después a otro de gama alta y finalmente a uno de ésos que sólo se pueden permitir aquellos que no saben cuánto cuesta un café. Ante este progresivo aumento del nivel de vida del tal Pepe, el amigo preguntón, que al principio se alegraba de corazón de sus pequeños avances y sus mínimas mejoras en materia de automoción, acaba preguntando a su amigo: ¿qué estará haciendo de malo el hijoputa de Pepe?
Lo cuento porque me refleja con precisión de cirujano la sociedad en la que vivo y porque me trae a la memoria el nombre y la geta de más de una docena de filósofos de barra de bar, que de todo entienden y a los que siempre les parece que ellos lo harían mucho mejor. Y más barato, si cabe.
Yo no me escondo. Prefiero no desprestigiar a nadie ni resaltar sus defectos aminorando sus virtudes. Lo digo claro: soy un envidioso. Un puto y compulsivo envidioso. Envidio a los genios, a los inteligentes, a los que son capaces de cambiar el mundo, a los que tienen huevos de pensar que ellos provocarán grandes mejoras y a los que se entregan cada día sin obtener nada a cambio. Le envidio a usted, amigo lector, porque tiene una paciencia de santo para estar leyendo las gilipolleces que escribo yo cada lunes. Si es que ya le digo, ¡esto de la envidia es una enfermedad!
Esta semana he enviado a Stive Jobbs y, en su respetuoso recuerdo, a Bill Gates, porque me hubiera gustado, cuando tenía 20 años menos, meterme en un garaje e inventar un sistema que pusiera en comunicación a millones de personas en todo el mundo, separadas por miles de kilómetros y sin censura alguna; o poner en marcha una compañía que utilizara el bocado que Adán y Eva le pegaron a la puñetera manzana, para llevar esa comunicación interplanetaria a sus máximas consecuencias, metiéndola además en nuestros bolsillos a través del móvil.
También he enviado, por otro lado y debido a esas casualidades de la vida, a los compositores de música clásica, porque me parece que hay que tener un ‘cráneo privilegiado’, como dejó dicho Valle Inclán en uno de sus esperpentos, para componerle una canción a 50 músicos diferentes, cada uno con su carácter, con su humor y con su instrumento, y que todo ello suene a lo mismo.
Y por qué no, por otra historia de ésas de cada día, he envidiado y mucho a todos aquellos que, en mitad de su modesta y anónima cotidianeidad, son capaces de pensar en algo que cambiará el mundo a mejor; y no sólo eso, sino que van y lo ponen en marcha, haciendo que esta pelota gire de una manera un poco más justa. ¡Si es que soy un enfermo!

domingo, 2 de octubre de 2011

Sabor a luna

A estas alturas, hasta el pasado viernes, debía yo de ser uno de los pocos almerienses con la cabeza sobre los hombros que todavía no había disfrutado del directo de ‘El Lunático’; con permiso de la buena música que cada día se hace más en nuestra tierra, el mejor de nuestros grupos hoy por hoy.
Ya los había conocido yo cuando aquel maremoto que provocaron los hermanos Cruz, Juan y ‘El Niño’, el ‘Caracoles’, Javi Maresca, Ezequiel y compañía, en el ascenso del Almería, que ellos dibujaron en un pentagrama con lo de ‘Ya estamos aquí’.
Avisaban con aquello, pero yo, obstinado mulo, no les hice caso. El viernes les descubrí, por fin, un hondo aroma almeriense. Sus canciones destilan Almería por los cuatro costados, en el ritmo, en las letras, en los sones, en la música, en el sabor, en el alma.
Pero, con el Apolo lleno de amigos, el dardo que más de lleno me dio fue el de su alegría, su disfrute, la sensación de estar viendo a unos amigos, a unos ‘jugones’ que, después de más de una década, siguen siendo aquellos que disfrutaban con lo que hacían, sonriendo a la vida y riéndose de la crisis en su puta cara, demostrándole al mundo que hay muchas, muchísimas razones para pasárselo bien y, precisamente por eso, haciendo que todo el que se pone enfrente se olvide de todo y, simplemente, goce.
‘Llovía a mares’ en sus letras, pero ellos miraban hacia arriba sonriendo mientras les caían los goterones en la geta, recordando cómo en Las Negras sacaban letras y músicas sobre su ‘playa’ y sobre ‘La Luisa’ y su patio. Y susurraban gritando, con gracia almeriense (que no es como la de Cádiz ni como la de Sevilla, sino más nuestra que nada y propia, sin imitaciones), que te quiero no son dos palabras.
Se reconocen ‘balas perdías’, pero ‘perdías’ en Almería, en la playa y en la Plaza Pavía, mientras hablan de amor, de futuro, de sexo, de amistad y de la vida misma, con un ‘gustirrinín que pa qué’ cuando en su tierra nos acordamos de ellos.
‘Se diga como se diga’, ellos se dicen lunáticos, quizás porque saben que el secreto de este invento que llamamos vida está en las ‘cosicas’ simples y pequeñas, que siempre están ahí si nos acordamos de ellas, como la luna, la tierra o la amistad; o quizás porque están locos por vivir, por disfrutar, por pegarle mágicos y benditos golpes a sus guitarras mientras chillan y ríen, ‘locos perdíos’, como si ése fuera su último concierto, su último día.
Aprendí de ellos, el viernes, en la final de un concurso de rock, RockinLei, en el que actuaban como invitados y con el que el Ayuntamiento quiere que sigan apareciendo muchos lunáticos en nuestros escenarios. Aprendí que su música está a la altura de la que más me hace parar, reír, bailar o pensar. Y aprendí, que creía yo que lo tenía aprendido, que la única manera de ser feliz es creyendo y disfrutando con lo que uno hace. Y estos tíos, estos locos de la luna, se ve que disfrutan. Se palpa, se huele, se percibe. Ahora yo sí que no os ‘miro con los mismos ojos’.