Pitos y putas
Tenía toda la pinta, esta semana, de ser
una de las de mayor concentración de chorradas y estupideces por metro cuadrado
en mucho tiempo. Y no ha defraudado, no. En la perola teníamos mezclados a
aquellos que no son capaces de mostrar sus disconformidades de una manera más
inteligente que juntando los labios, metiendo entre ellos el índice y el
meñique y dejando que el aire fluya; con quienes extrapolan tan básico
comportamiento otorgándole valores de ataque a los cimientos del Estado y de desprecio
al resto de los españoles. Todos han estado a su altura.
Le voy a decir una cosa, amigo, pero no
se la cuente a nadie: soy español, andaluz y almeriense. Siento las tres
condiciones como algo que la vida me dio antes de llegar a este mundo y no como
algo que haya podido escoger yo. Me gusta ser las tres cosas, tengo cierto
orgullo, sin desmadres, por tal triple condición y no me hacen falta demasiados
símbolos, ni himnos, ni banderas ni ningún otro aditivo para mantenerlo.
Por tanto, que alguien pite a la bandera
o al himno, incluso al Rey, no me parece una ofensa al Estado ni una
declaración de guerra a los principios fundamentales de la patria hispánica. Me
parece sencillamente un signo de simpleza y de mala educación. Simpleza similar
a la de quienes me quieren vender el pollino de que el hecho de que se permita
que haya quienes piten al himno es anticonstitucional y pone en peligro las
columnas sobre las que está construida nuestra democracia. Todo lo contrario,
en mi humilde opinión, querido amigo. Para mí, una pitada al himno, a la
bandera o a la pata de la cama del Príncipe de Asturias es una evidencia del
más genuino y castizo ‘taruguismo’ español y, al mismo tiempo, curiosa y
paradójicamente, una muestra de lo que significa verdaderamente la democracia,
ese sistema basado en algo tan complicado de asimilar como el respeto a los
diferentes y hasta a los contrarios, la convivencia con las minorías y la
asunción de lo que dictamina la mayoría.
La manada de venados que pitó el himno
el otro día, que ni fueron la mayoría de los que había en el estadio ni
representan a la afición de ningún equipo ni mucho menos a ninguna comunidad
autónoma, no me perturban demasiado. Los tengo asumidos y son tan inofensivos
como absurdos. No pierdo el tiempo en ellos. Más me preocupan quienes muestran
tanta dificultad en entender que en España haya gente que, a pesar de lo que
dice su DNI, ni se sienten españoles ni adoran a nuestros símbolos y, por
tanto, aprovechan cualquier oportunidad para demostrarlo. No alcanzo a
comprender por qué hay tanto súper-español que se ofende porque otros españoles
hablen en otro idioma, el idioma que la historia les dio antes de que existiera
España, y que se identifiquen con otras banderas y otros himnos. Es, para mí,
tan incomprensible como decir que un súper proyecto que ofrecerá miles de
puestos de trabajo a un país asaeteado por el paro es una ‘casa de putas’.
Acaso el banquero iluminado que lo ha dicho esta semana sí merecería una buena
pitada, pero en su ‘puta’ casa.