miércoles, 17 de noviembre de 2010

¿Pacientes o clientes?

En alguna otra ocasión, más de las que me gustaría, he escrito sobre el concepto que, en España, tenemos de la atención al cliente. Recuerdo un caso muy gracioso, hace meses, con nuestra magnífica empresa estatal de ferrocarriles y, no hace tanto, un asunto no menos curioso con los seguros de automóviles. Tenían su gracia, lo reconozco, pero el tema de hoy, sin salir de esa manera tan ‘sui generis’ que tenemos los españoles de entender la atención al cliente, no tiene ni el más puñetero chiste.
He de admitir que si hay un colectivo al que no le paso ni una, desde hace ya muchos años, es el colectivo médico, por una razón muy sencilla: no estamos hablando de que la falta de profesionalidad, de preparación, de organización o el pasotismo puedan provocarnos una molestia o incluso un gasto innecesario. Aquí hablamos de la vida humana, de la salud. Y con eso, amigos, con eso no se juega.
Me resulta especialmente molesta la acepción que le dan los médicos (digamos muchos médicos, por si hay excepciones) a la palabra puntualidad. No sé si se habrá usted dado cuenta, pero hemos llegado a un punto en el que todos acudimos a las consultas sabiendo que, a pesar de que nos han dado una cita y una hora concreta, no tenemos ni puñetera idea de cuándo decidirá el señor doctor atendernos.
La razón es sencilla: a alguien se le debió olvidar en la Facultad explicar que los pacientes (he ahí la primera falta de respeto, porque no sé por qué se nos ha de suponer la paciencia a quienes pagamos y precisamente cuando estamos jodidos por la enfermedad, sea cual sea su gravedad) somos, además, clientes.
Y clientes de los de verdad; de los que nos dejamos la pasta, ya sea vía impuestos o bien por medio de los seguros privados. Y como clientes, hemos de ser tratados con el respeto que supone la puntualidad y no dar citas con intervalos de tiempo que los propios doctores saben que serán imposibles de cumplir, dado que ellos mismos comprueban cada día que no se cumplen nunca.
Si los españoles (no conozco el caso de otros países) no conformáramos un país de huevones conformistas, posiblemente esta situación se habría acabado, obligando a los médicos a dar citas con intervalos más reales y a no sobreentender que los clientes hemos de esperar horas en sus tristes salas de espera.
Pero si los médicos han convertido la injusticia y el maltrato al cliente en una costumbre, es bastante peor el caso de los gestores médicos, ya en el caso público, ya en el privado. No voy a descubrir la pólvora relatando lo que pasa todos los días en las salas de espera de la Seguridad Social o del SAS, con colas de imagen tercermundista y batallones de virus y microbios saltando de cuerpo en cuerpo, todos hacinados en pequeños espacios, conformando un magnífico caldo de cultivo para el contagio.
Pero lo del otro día ya fue el remate: sala de espera de un centro privado, la Clínica Mediterráneo, al que acudía con mi hija de un año, con fiebre, y gracias a un seguro también privado, Asisa, de ésos que cada mes te dan una hostia a la cuenta corriente que la dejan tan tiritando como los propios recursos del hospital.
A mi llegada al centro, una cola de siete niños, esperando al pediatra, que atendía a otro en su consulta. Y dos horas después, allí seguía yo, con mi hija y cinco de esos niños que iban por delante en la cola. Todo ello en pleno mes de noviembre, posiblemente el más complicado para los niños, y con un único pediatra para atender a toda la población de destino de esta clínica. Y para colmo, la señorita de la entrada no tuvo otra cosa que decir que “es que vienen todos el mismo día y a la vez”.
Alternativas: ¿Somos gilipollas, la clínica y el seguro quieren hacerse ricos a nuestra costa, cobrando un riñón a cambio de servicios mínimos o es que nos hemos vuelto locos? Desde luego, médicos y gestores tienen lagunas sobre lo que significa ‘cliente’.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

¿Le ha hecho algo, el perro?

Tengo perro y lo quiero mucho. A Poli, que así se llama por el lugar en el que me lo encontré, casi recién nacido y con aspecto de bola de pelos, lo conocí en Santo Domingo, el estadio del Poli Ejido, mientras esperábamos una rueda de prensa del entrenador. Un par de compañeros de la prensa me retaron a llevarlo a casa y, como quiera que entré en el juego, me encontré ante la tesitura de explicarle a la parienta por qué esa mañana me había ido de vacío y regresaba con un amigo de cuatro patas.
Queda claro que no tengo nada en contra de los perros ni de ningún otro tipo de animal; acaso cierto resquemor con algunos de determinada especie que se proclama racional.
Sin embargo, empieza a estar uno un poco harto de comportamientos tan peligrosos como irracionales, no ya de los cánidos, sino de los bípedos que se erigen en ‘dueños’.
Es cierto que el ser padre de una niña de apenas un año puede haberme exacerbado ciertas sensibilidades, avivadas quizás por las frecuentes noticias de infantes atacados por perros, que se multiplican en el color amarillo de nuestras pantallas televisivas.
El caso es que la de pasear el perro con correa y bozal se ha convertido en una de las normativas de convivencia menos respetadas y con posibles consecuencias más nefastas de cuantas ‘adornan’ nuestros libros de leyes. Y ello me preocupa.
Muchas veces me he preguntado qué es lo que puede pasar por la cabeza del dueño de un perro de importantes dimensiones para, después de haber visto en la tele, como lo hemos visto usted y yo, la crónica de un suceso en el que un niño ha sido destrozado por uno de estos animales (me refiero a los de cuatro patas), siga paseándolo suelto y sin bozal.
Pues bien, el otro día, por fin lo descubrí. Fue en el linde entre El Toyo y Retamar, por donde andaba yo haciendo footing (o algo así) un domingo a eso del mediodía. Cuando acababa de adelantar a un par de caracoles con los que estaba picado en cuestiones de velocidad, me encontré frente a frente con un magnífico ejemplar de pastor alemán, que correteaba suelto saltando setos tan ricamente, a escasos metros de una pareja de seres aparentemente humanos.
A poca distancia del can, un chaval de unos tres años montaba en su triciclo, ajeno a la presencia del cuadrúpedo. Henchido de esa sensibilidad de padre primerizo, detuve mi carrera, no sin esfuerzo, y me dirigí a la pareja que acompañaba al perro, insisto, suelto, sin bozal y exhibiendo una exultante vitalidad. Y con mucha calma y educación, se lo juro por mi perro, les dije: “Perdonad, pero creo que al perro lo deberíais llevar con correa”, señalando la presencia del infante ‘triciclado’.
Casi sin dejarme terminar la frase, la miembro/a de la pareja, embarazada para más señas, volvió la cara con la misma agilidad que su perro saltaba los setos y me ladró, en tono desafiante: “¿Es que le ha hecho algo, el perro?”
Afortunadamente, su acompañante masculino, probablemente con un cerebro amueblado más a la moda del que usamos usted y yo (a diferencia del de su pareja, que me pareció más del estilo cánido), terció en el asunto con rapidez y agilidad: “No se preocupe, enseguida lo amarramos”.
Confiando en la palabra del más racional de los tres individuos que formaban la familia de paseantes (el segundo era el perro, obviamente), proseguí mi marcha, puesto que los caracoles anteriormente adelantados ya habían vuelto a ponerse en ventaja, para afrenta de mi condición física; y preguntándome si la criatura que la señora (del) perro llevaba en el vientre, a su nacimiento, podría alumbrar a su progenitora lo suficiente como para entender las razones por las que debe pasear a su perro con correa.