lunes, 1 de julio de 2013

#salvemoslanavedepatatassalcedo!!

#salvemoslanavedepatatassalcedo!!


Sí, amigos, sí. Almería vive estos días un momento histórico. El muro de las vergüenzas, la división artificial que ha castigado a generaciones de almerienses durante décadas, el monstruo arquitectónico más feo, más absurdo, más gigantesco y más lamentable que había en la ciudad se va a venir abajo un día de éstos.
Y lo va a hacer no porque alguien se haya metido dentro cargado de explosivos dispuesto a sembrarnos el cielo de fuegos artificiales de color óxido en un momento, sino porque en 1998, ¡hace quince años!, dos años después de que el silo, como dicen los modernos, dejara de tener utilidad pública, fue incluido en el Plan General de Ordenación Urbana de Almería como elemento sobrante y a desmantelar, para que Almería gane espacio público, jardines, parques y una vía de comunicación entre el centro y barrios como El Tagarete, El Zapillo, Ciudad Jardín o, más allá, Nueva Almería.
Posiblemente en cualquier lugar del mundo, el adiós del mamotreto férrico se celebraría con algunas actividades culturales y festivas, conciertos, monólogos sobre las mil y una historias que esta mole zarrapastrosa nos ha ocasionado a los pobladores autóctonos durante décadas. Pero no, amigos, aquí no. Esto es Almería, ¿qué pasa? Y aquí lo que hay que hacer es tirarlo abajo pronto, porque hay un grupo de 30 expertos en arte que han descubierto que los triángulos con forma de famosa chocolatina desprende un halo artístico-arquitectónico que para qué las prisas. Y no sea que se metan dentro y luego no haya manera humana de sacarlos.
Sí señor. Y ni cortos ni perezosos, los señores en cuestión, que un día de éstos van a llegar a ser cuarenta, se meten en el elemento en cuestión sin pedir permiso, se encaraman a los hierros dispuestos a darse una yema de aquí te espero y encima pedir indemnización a la propiedad, se echan fotos y llaman a la prensa. Que vamos, en lugar de salir esposados por invadir una propiedad privada, tengo yo mis dudas de que no terminemos haciéndoles un monumento.
Tengo para mí que aquí lo que subyace no es tanto ni una pasión artística ni una nostalgia a tiempos pasados que para algunos parece que siempre fueron mejores. Más bien lo que detecto es hambre, mucha hambre de portada de periódico. Y como quiera que la vía del trabajo, del currelo diario hasta conseguir resultados, es un camino demasiado tortuoso para algunos, es mejor montar estas pachanguitas que tanto nos gustan a los periodistas y que tanto pábulo les damos, que son vía directa hacia la primera plana.
Poco importa que los festejadores en cuestión no tengan ni idea del proyecto que irá ubicado en el espacio en cuestión, que dicho proyecto vaya a liberar para la ciudad una franja de 100.000 metros cuadrados para el disfrute público, en los que se ubicarán parques, jardines, fuentes y, sobre todo, lo más importante, unas cuantas de puñeteras calles que nos permitan pasar a El Zapillo, El Tagarete o Ciudad Jardín desde la Plaza de Barcelona, sin tener que subir la Pasarela, que para hacer ejercicio están muy bien, pero que hay gente cuya movilidad no le permite tales excesos; o sin tener que ir hasta ‘casa dios’ para dar la vuelta.
Poco importa que la zona edificable para viviendas residenciales sea de menos de un 10% en toda esa amplia franja de 180.000 metros cuadrados, que se vaya a romper la barrera histórica de la ciudad con su franja costera, que la ciudad se haga más verde, más sostenible, más humana y más abierta, que la Estación de Ferrocarril, una de nuestras joyas artísticas, vaya a dejar de tener detrás una sombra fea y amenazante. Lo importante es ensuciar la opinión pública con tópicos y mentiras como que no habrá calles, que sólo habrá viviendas o que todo se hace para enriquecer a unos pocos promotores.
Pero lo peor, amigos, lo peor no es que haya 30 paisanos, ó 40 ó 50 que monten el Belén, que se den el lujo de que los vaya a visitar la Policía Local y que se crean que pueden esgrimir la quimera de un absurdo e imposible intento de declaración de Bien de Interés Cultural. Lo grave, lo verdaderamente grave es que se les haga caso, que haya medios de comunicación que den voz a 30 tipos cuando son miles los almerienses que ven cómo por fin se va a ir al suelo una de las mayores rémoras que han existido en nuestra ciudad. Y lo peor es que uno empieza a temer que, ante estos casos, no hay rigor, no hay historia y no hay interés ninguno por los datos. Por los que se han dado en estas líneas y por otros como el hecho de que en los 40 años que el Toblerone lleva en pie o en los 15 que hace desde que fue declarado un elemento a derribar por el PGOU de Almería, nadie, absolutamente nadie ha movido ni un solo dedo por intentar declararlo BIC; no ha habido manifestaciones; no ha habido encierros ni declaraciones de políticos ni de cuchipanderos; no ha habido estudios sesudos sobre qué hacer con el almacén de marras. Y ahora, ahora que las grúas ya han entrado en él, ahora que es absolutamente imposible que sea declarado BIC, ahora que han pasado ya años desde que una empresa privada lo compró, en un ejercicio de planificación de futuro y de beneficio para una ciudad que se va a ver obsequiada con una amplia franja verde paralela al mar, además de con las plusvalías que serán utilizadas para financiar el soterramiento de las vías del tren, ahora es cuando llegan estos ‘cazadores de portadas’ a montar el festival y a hacerse pasar por expertos en arte de tócate tú los pies, por exégetas de la arquitectura del almacén y de la nave, por bardos de la esencia almeriense y por trovadores de los estercoleros industriales.
Y hay algo aún peor, amigos. Lo peor de todo es que a éstos que han invadido la propiedad privada, que han sembrado las redes sociales de patrañas y mentiras, que han engañado vilmente a todo el que se ha dejado y que están estorbando a quien quiere una ciudad limpia, moderna, respetuosa con su esencia que es el sol y la luz, abierta a la cultura y conservadora de monumentos reales como el Cable Inglés o la propia Estación Intermodal, por no hablar de la Alcazaba, la Casa del Cine, los Refugios de la Guerra Civil, la Catedral, la Casa de las Mariposa y un largo etcétera de maravillosos rincones de nuestra tierra, a todos ésos, les va a salir gratis. Hasta que un día, en lugar de por invadir el Toblerone, que repito, tiene dueño;  les dé por apalancarse en la casa de uno de ustedes, o la mía misma. Entonces veremos qué risas.  Mientras tanto, #salvemoslanavedepatatassalcedo!! 

jueves, 20 de junio de 2013

Caja Duero
 
Yo supongo que ésta no será la única entidad que actúe así. Y además he de reconocer que yo soy un cliente exigente. Los que me conocen saben hasta qué punto. Incluso soy de los que piensan que los abusos hay que pelearlos, combatirlos y hacerlos públicos, no porque ello vaya a servir para mucho en nuestro caso concreto, sino porque, en ocasiones, vale para que el que viene detrás no tenga que sufrirlos en el mismo extremo.
Le voy a hablar, mi querido y últimamente algo olvidado lector (poco tiempo y muchas ganas de pasarlo con la gente cercana), de Caja Duero, una entidad bancaria con la que he tenido la gran desgracia de verme relacionado en los últimos años. No quisiera extenderme mucho en el tiempo hacia atrás, porque ello podría desviar el foco y ni yo quiero ni estos señores lo merecen. Ellos merecen que vayamos al grano.
El caso es que hace unos meses no tuve más remedio que saldar la deuda de una sociedad de la que era avalista, aportando los pocos ahorros que había podido reunir últimamente. Era de suponer que la citada Caja me lo agradecería, porque mi forma de saldarlo, a diferencia de lo que suele ser habitual (rehipotecas, nuevos préstamos, refinanciaciones, etc), fue entregando de un golpe, ya digo, esos pocos ahorros que en cuestión de segundos se tragó la tierra.
Huelga decir que mi forma de entregar el dinero fue justo la que me pidieron los empleados del banco en cuestión, puesto que yo de esto entiendo poco y, además, lo importante no era tanto el ‘cómo’ sino el desgraciado ‘qué’.
El acto, en el que yo no estaba solo sino en compañía de mis socios en una errática aventura empresarial, ponía así fin a un largo tiempo de negociaciones, encuentros, desencuentros y demás tensiones que, no se vaya a usted a creer, desgastan y afectan al ser humano que los experimente. No obstante, la llegada al puerto era una buena noticia para todos. Jamás me he sentido tan feliz por desprenderme de mis ahorros.
Sin embargo, hace un par de semanas, cuando ya pensé que mi relación con la tal Caja había sido un extraño y lejano sueño, volví a tener noticias postales de ella. En una de ésas enigmáticas y jeroglíficas comunicaciones bancarias, me explicaban que se me había producido un descubierto en mi cuenta; cuenta que, por cierto, yo creía cancelada ya.
Cargado de paciencia, acudí a la oficina, donde volví a ver caras que había deseado no volver a ver jamás, más que por la incompetencia manifiesta que me habían demostrado durante nuestros años de relación, por los malos recuerdos de la experiencia económica en cuestión.
La explicación del director de la oficina, don Pablo, fue que al hacer el ingreso del dinero en cuestión, el cheque bancario había tomado ‘fecha valor’ de varios días después, en el transcurso de los cuales se había producido el descubierto. Preguntado el buen señor si recordaba que yo había hecho justo lo que él me había pedido, reconoció que era así, pero que él no podía hacer nada al respecto; que tenía que pasar consulta a un superior.
Me marché con la inquietud de ver reabierto un infierno que creía cerrado, lógicamente después de poner una reclamación por escrito, pero esperando su llamada. Y esperé. Y esperé. Y cuando me percaté de que no se produciría, regresé. Ahora la respuesta fue que el superior del jefe de la oficina no había podido analizar el caso, pero que justo en ese momento le estaban llamando, para comunicarle que, del descubierto en cuestión, su jefe sólo tenía atribución para abonarme la mitad de lo que me reclamaban y que a ello estaba dispuesto. Volví a marcharme. La cosa me cabreó bastante más que el primer día, porque allí todo el mundo parecía haber olvidado que el génesis del problema había sido que yo había hecho justo lo que me habían pedido en el banco, el día de marras.
Y regresé dos días después, aceptando su oferta. Pero en ese momento, el director me dijo que tenía que pasarla a su superior y que no podía llamarlo por teléfono, porque estaba muy ocupado. A todo esto, en varias ocasiones había yo intentado comunicar con el teléfono de atención al cliente, que lógicamente, es un laberinto en el que, si tienes suficiente paciencia, llegas a un callejón sin salida, sin que nadie te atienda.
Ese día perdí los nervios, lo reconozco. Estaba ante una situación de deuda con el banco, por un error de los empleados del banco que ellos se negaban a asumir aunque lo reconocían, con un director de oficina que decía no poder hacer nada más que hablar con su superior, pero que a su vez no podía llamarlo porque el tal superior debe ser algo así como un ministro al que no se puede molestar, aunque sólo él puede solucionar determinados problemas; y con una oferta de solución parcial del propio banco a la que ahora no podía responder porque el encargado de recibir la respuesta no puede ser molestado por sus inertes subordinados. Perdí los nervios e incluso, siendo como soy enemigo de la violencia física, llegué a entender a quienes solucionan este tipo de cuitas con algo más que dos o tres tacos. Con la de vueltas que tuvo que dar Kafka para encontrar argumentos para sus obras de arte.
Y así seguimos. Yo he abonado la deuda íntegramente, porque además, aunque el error no fue mío sino del banco y de sus empleados, cada día que pasaba crecían los intereses de esa deuda; intereses que no recaían sobre ellos, sino sobre mí. Y sigo esperando que me responda el servicio de atención al cliente, ése mismo al que he intentado llamar por teléfono infructuosamente y al que envié un escrito que quién sabe dónde andará.

Es posible que exista una relación entre este tipo de proceder, de atender al cliente, y la situación actual de Caja Duero, no sé si en ruina, pero al menos sí en franca retirada de provincias como la mía, Almería, en la que, según me relató a modo de extraña excusa el director de oficina protagonista de esta historia, van a cerrar las oficinas y a prescindir del personal, él incluido. Cuando una empresa maltrata de una forma tan reiterada y bochornosa a sus clientes, es absolutamente normal que éstos salgan huyendo. Y, queridos amigos de Caja Duero, cuando no hay clientes, no hay negocio. ¿O no lo han descubierto ustedes solitos? Gracias por todo.   

viernes, 7 de junio de 2013

Ambrosio Style

Ambrosio style



Iba a decir Ambrosio Sánchez, pero vamos, mejor Ambrosio. Tampoco hay que ponerle muchos apellidos a alguien que conoce todo el mundo. Es, como él diría, más o menos como el del chiste, ‘Brosio, Am-Brosio’ (es lo que él mismo diría; lo siento).
El caso es que ayer le impusieron a Ambrosio el Escudo de Oro de Almería, además de serle concedido el premio a la trayectoria deportiva en la Gala del Deporte Escolar de Almería. Fue en un Auditorio repleto hasta los baños públicos; repleto de gente que sentía la obligación moral de devolver a este tío el cariño que él ha ido desparramando por los cuatro costados durante toda su vida (la que lleva; porque aún le queda mucha guerra).
De él, dijo el alcalde de Almería dos cosas con las que me quedo: por un lado, que de Ambrosio nadie habla mal, por la sencilla razón de que a él tampoco le ha escuchado nadie hablar mal de otro ser humano; y por otro, que probablemente no haya sido el mejor periodista deportivo, ni el mejor jugador ni el mejor entrenador de baloncesto, pero sí ha sido, sin ningún género de dudas, el que más cariño ha puesto en las cosas y en las personas a la hora de llevar a cabo todas esas actividades.
A Ambrosio no me acuerdo cuándo lo conocí, pero hace mucho. Yo creo que aproximadamente unos 20 años, no llegará seguramente. Yo era un pimpollo en prácticas, que empezaba a creer que sabía mucho de esto del periodismo y andaba loco porque la gente descubriera todo ese ‘caudal de conocimientos’ periodísticos, derivados de dos años de aprendizaje teórico, a razón de cuatro horas de clase y cuatro de estudio al día.
Entonces conocí a Ambrosio, que a pesar de estar hecho un chaval como Paco Martínez Soria, va a ser difícil que vuelva a cumplir los 65, lo cual quiere decir que hace 20 años llevaba ya algunos callos en su alma de periodista de base y de cantera y que tenía, digamos por ser benévolo conmigo mismo, más de una y más de dos lecciones que darme.
La primera lección fue dura: lejos de querer enseñarnos a los impetuosos redactores todavía en proceso de salir del cascarón, la sapiencia que a él le habían trasladado décadas de profesión, se puso a nuestro servicio, comenzó a exhibir un extenso arsenal de favores con cuya práctica parecía disfrutar y, lo que es peor, se mostró muy interesado en aprender de nosotros.
Por aquel entonces, ni siquiera me había sumergido yo en esa ardua pelea periodística por dar las noticias lo antes posible, superando barreras y pisoteando a quien se interponga. Una costumbre que, por cierto, nos ha llevado a que el propio contenido de la noticia y su veracidad pierdan importancia en favor del calendario, del reloj. Y vino la segunda lección: Ambrosio no pujaba por las noticias tempranas, no valoraba darle en los morros a la competencia con una primicia del tres al cuarto, sino que prefería esperar hasta tener total seguridad de que lo que contaba era verdad. Es más, incluso en esas circunstancias, en ocasiones compartía sus noticias ‘prime’ con aquellos asombrados aprendices de plumilla, que al menos en mi caso, tardamos mucho en asimilar tal lección.
Después de ésas, vinieron otras muchas, pero la mayor de todas las lecciones no se derivó de ningún hecho concreto, sino de su trayectoria en general, de su forma de entender el periodismo, la profesión, la amistad, la vida. Él no lo dice, pero Ambrosio es consciente de que, como dijo no hace mucho el ya difunto Manolo Preciado, “vivimos un rato”; y que después, hasta la eternidad, lo que quedará de nosotros es la capacidad que hayamos tenido de ayudar a los que nos hemos encontrado en el camino.
Ver a Ambrosio en un evento deportivo es un espectáculo, por regla general, mucho mayor que el propio acontecimiento en sí. A su alrededor se genera un barullo característico, conformado por historias de hace mil y un años, por peticiones de fotos, por recuerdos y por muestras de cariño que únicamente he visto repetirse de tal modo con él. Es evidente que Ambrosio está en esa etapa de la recolección. En su día, durante toda su vida, estoy convencido de que inconscientemente, se ha dedicado a sembrar. A sembrar cariño, amistad, desinterés, ejemplo, nobleza, camaradería y esa virtud tan poco común que supone, como reza un proverbio indio, ponerse en los mocasines del otro, antes de emitir un juicio sobre él.
No he conocido ni creo que vaya a conocer a alguien tan auténtico, tan propio, tan singular como Ambrosio. Habitualmente, los que gustamos de destacarnos sobre los demás, solemos elegir, para ello, el camino de la soberbia, de la exhibición. Como decía al principio, a Ambrosio lo conoce todo el mundo. Y a ese grado de conocimiento no ha llegado sino por el camino contrario, el de la humildad, el de la paciencia, el del amor y el de la paz, la propia y la que aglutina a su alrededor.
Por ello, verlo anoche balbucear impotente un discurso que no estaba hecho para él, porque su alma es espontánea y directa; verlo interrumpir sus palabras por un inapelable golpe de emoción, entre las emociones contenidas de cientos de personas que lo quieren, hizo que yo mismo también me emocionase. Porque aunque él bromea y nos llama ‘hijos periodísticos’ a quienes hemos mamado de sus generosos pechos profesionales, en realidad, lo que está diciendo es una verdad como un templo y somos muchos los que, dedicándonos a esto, hemos tenido la gran suerte de estar en el momento adecuado y en el lugar justo, para poder aprender de él mil y una lecciones rebosadas de cariño y de pasión.   
Voy a ir terminando y aún no he hablado del Ambrosio deportista, del Ambrosio entrenador y profesor y casi no lo he hecho del Ambrosio periodista. Da igual. Ambrosio sería especial  independientemente de a qué se hubiera dedicado. Por eso creo que no habrá mejor pecho para lucir, desde hoy, el Escudo de Oro de la Ciudad.
Para el final, sólo una cosa más: ¿qué sería de Ambrosio si además de todo esto supiera contar chistes? Seguramente no sería Ambrosio. Él es todo uno: Ambrosio Style. 

domingo, 17 de febrero de 2013


Introvertidos


El siglo XXI es el de la extroversión. El de la exposición, del público, de lo mediático, de la opinión, del espectáculo, de la exhibición y de la espontaneidad. Triunfan los capaces de hablar de todo, sin necesidad específica de contar nada; quienes no tienen miedo a ningún terreno, salvo al silencio; quienes son capaces de acompañar alegre y desacomplejadamente a cualquier tema, a cualquier experto, a cualquier propuesta; aquellos con valentía y arrojo suficientes para ubicarse delante de una cámara, de un auditorio o de un micrófono dispuestos a pontificar del tema que se les sitúe sobre la mesa.
Son malos tiempos para la reflexión, para el raciocinio, para el estudio, para el respeto al trabajo y al conocimiento y, sobre todo, son malos tiempos para aquellos que se atreven a no tener nada que decir.
En ‘El poder de los introvertidos en un mundo incapaz de callarse’, la norteamericana Susan Cain se apoya en la clasificación de Jung para concluir que “la introversión ha pasado a ser un rasgo de personalidad de segunda que situamos entre lo decepcionante y lo patológico” (Morder la bala, Lucía Méndez, 2012).
En ocasiones he utilizado, quizás en una injusta singularización, el término ‘telecinquizar’, para referirme a esa tendencia a borrar del panorama mediático cualquier atisbo de rigor, trocándola en un enfermizo afán por opinar de todo sin el más básico de los conocimientos. Digo injusta singularización (es injusto generalizar; pero en ocasiones no lo es menos el camino inverso), porque la ‘cadena amiga’ no es más que la punta del iceberg no ya de la actualidad mediática española (y de otros países, generalmente mediterráneos), sino incluso de la propia sociedad en sí misma.
El viejo aserto de que todos llevamos dentro un médico y un seleccionador de fútbol ha quedado patéticamente antiguo, superado en un momento en el que cualquiera es capaz de comportarse como un experto en macroeconomía, en legislación, en física nuclear, en sanidad, en cultivo de setas salvajes, en dopaje o en política internacional.
Las barras de los bares, antiguos templos de la opinión indiscriminada, mueren de aburrimiento, mientras los atriles y los pedestales se han trasladado a las redes sociales y a los medios masivos, por los que desfilan deslumbrantes extrovertidos esparciendo su facilidad verbal para el pontificado y el asentamiento de cátedra, de sea cual sea la materia.
Hoy día, un político, un economista, un científico o un periodista que no tenga nada que decir es un bulto sospechoso, un mentiroso, un aburrido o un cobarde que no se atreve a juzgar sobre el asunto en cuestión; a juzgar y a condenar. Somos todos jueces y parte, instructores y examinadores, catedráticos de la generalidad y de la particularidad.
No recordará usted, mi querido lector, la última vez que escuchó a alguien dirigirse a un auditorio más o menos poblado, en vivo o a través de cualquiera que fuera el medio, para decir que no sabe del particular, que no tiene criterio, que no está informado o que no reúne el conocimiento adecuado para terciar en la cuestión.
Son rara avis los introvertidos que prefieren reflexionar en privado, formarse e informarse antes de tomar partido, quienes optan por estudiar antes, porque no se sienten mágicamente atraídos por eso que vengo denominando, desde hace años, ‘la erótica del micrófono’, esa irrefrenable pasión por comerse la ‘alcachofa’ y devorar con ella cuantos temas y ámbitos de debate nos ponga delante ese torrente de debate y opinión en que se han convertido nuestras vidas.
Ay de aquellos que no tengan opinión o que, lo que es mucho peor, no la viertan pública o privadamente, ya les haya sido requerida o no. Aunque, como ha dejado escrito Cain, “incurrimos en un error grave al abrazar tan a la ligera el ideal extrovertido, puesto que debemos una parte nada desdeñable de las ideas, el arte y las invenciones a personas calladas y cerebrales que sabían sintonizar con sus mundos interiores”, el de hoy, el mundo actual es de quien tiene algo que decir. La reflexión ha pasado a mejor vida, llevándose con ella al rigor, posiblemente, para jamás regresar.