Ambrosio style
Iba a decir Ambrosio Sánchez,
pero vamos, mejor Ambrosio. Tampoco hay que ponerle muchos apellidos a alguien
que conoce todo el mundo. Es, como él diría, más o menos como el del chiste, ‘Brosio,
Am-Brosio’ (es lo que él mismo diría; lo siento).
El caso es que ayer le impusieron
a Ambrosio el Escudo de Oro de Almería, además de serle concedido el premio a
la trayectoria deportiva en la Gala del Deporte Escolar de Almería. Fue en un
Auditorio repleto hasta los baños públicos; repleto de gente que sentía la
obligación moral de devolver a este tío el cariño que él ha ido desparramando
por los cuatro costados durante toda su vida (la que lleva; porque aún le queda
mucha guerra).
De él, dijo el alcalde de Almería
dos cosas con las que me quedo: por un lado, que de Ambrosio nadie habla mal,
por la sencilla razón de que a él tampoco le ha escuchado nadie hablar mal de
otro ser humano; y por otro, que probablemente no haya sido el mejor periodista
deportivo, ni el mejor jugador ni el mejor entrenador de baloncesto, pero sí ha
sido, sin ningún género de dudas, el que más cariño ha puesto en las cosas y en
las personas a la hora de llevar a cabo todas esas actividades.
A Ambrosio no me acuerdo cuándo
lo conocí, pero hace mucho. Yo creo que aproximadamente unos 20 años, no
llegará seguramente. Yo era un pimpollo en prácticas, que empezaba a creer que
sabía mucho de esto del periodismo y andaba loco porque la gente descubriera
todo ese ‘caudal de conocimientos’ periodísticos, derivados de dos años de
aprendizaje teórico, a razón de cuatro horas de clase y cuatro de estudio al
día.
Entonces conocí a Ambrosio, que a
pesar de estar hecho un chaval como Paco Martínez Soria, va a ser difícil que
vuelva a cumplir los 65, lo cual quiere decir que hace 20 años llevaba ya algunos
callos en su alma de periodista de base y de cantera y que tenía, digamos por
ser benévolo conmigo mismo, más de una y más de dos lecciones que darme.
La primera lección fue dura:
lejos de querer enseñarnos a los impetuosos redactores todavía en proceso de
salir del cascarón, la sapiencia que a él le habían trasladado décadas de
profesión, se puso a nuestro servicio, comenzó a exhibir un extenso arsenal de favores
con cuya práctica parecía disfrutar y, lo que es peor, se mostró muy interesado
en aprender de nosotros.
Por aquel entonces, ni siquiera
me había sumergido yo en esa ardua pelea periodística por dar las noticias lo
antes posible, superando barreras y pisoteando a quien se interponga. Una
costumbre que, por cierto, nos ha llevado a que el propio contenido de la
noticia y su veracidad pierdan importancia en favor del calendario, del reloj.
Y vino la segunda lección: Ambrosio no pujaba por las noticias tempranas, no
valoraba darle en los morros a la competencia con una primicia del tres al
cuarto, sino que prefería esperar hasta tener total seguridad de que lo que
contaba era verdad. Es más, incluso en esas circunstancias, en ocasiones
compartía sus noticias ‘prime’ con aquellos asombrados aprendices de plumilla,
que al menos en mi caso, tardamos mucho en asimilar tal lección.
Después de ésas, vinieron otras
muchas, pero la mayor de todas las lecciones no se derivó de ningún hecho
concreto, sino de su trayectoria en general, de su forma de entender el
periodismo, la profesión, la amistad, la vida. Él no lo dice, pero Ambrosio es
consciente de que, como dijo no hace mucho el ya difunto Manolo Preciado, “vivimos
un rato”; y que después, hasta la eternidad, lo que quedará de nosotros es la
capacidad que hayamos tenido de ayudar a los que nos hemos encontrado en el
camino.
Ver a Ambrosio en un evento
deportivo es un espectáculo, por regla general, mucho mayor que el propio
acontecimiento en sí. A su alrededor se genera un barullo característico,
conformado por historias de hace mil y un años, por peticiones de fotos, por
recuerdos y por muestras de cariño que únicamente he visto repetirse de tal
modo con él. Es evidente que Ambrosio está en esa etapa de la recolección. En
su día, durante toda su vida, estoy convencido de que inconscientemente, se ha
dedicado a sembrar. A sembrar cariño, amistad, desinterés, ejemplo, nobleza,
camaradería y esa virtud tan poco común que supone, como reza un proverbio indio,
ponerse en los mocasines del otro, antes de emitir un juicio sobre él.
No he conocido ni creo que vaya a
conocer a alguien tan auténtico, tan propio, tan singular como Ambrosio.
Habitualmente, los que gustamos de destacarnos sobre los demás, solemos elegir,
para ello, el camino de la soberbia, de la exhibición. Como decía al principio,
a Ambrosio lo conoce todo el mundo. Y a ese grado de conocimiento no ha llegado
sino por el camino contrario, el de la humildad, el de la paciencia, el del
amor y el de la paz, la propia y la que aglutina a su alrededor.
Por ello, verlo anoche balbucear
impotente un discurso que no estaba hecho para él, porque su alma es espontánea
y directa; verlo interrumpir sus palabras por un inapelable golpe de emoción, entre
las emociones contenidas de cientos de personas que lo quieren, hizo que yo
mismo también me emocionase. Porque aunque él bromea y nos llama ‘hijos
periodísticos’ a quienes hemos mamado de sus generosos pechos profesionales, en
realidad, lo que está diciendo es una verdad como un templo y somos muchos los
que, dedicándonos a esto, hemos tenido la gran suerte de estar en el momento
adecuado y en el lugar justo, para poder aprender de él mil y una lecciones
rebosadas de cariño y de pasión.
Voy a ir terminando y aún no he
hablado del Ambrosio deportista, del Ambrosio entrenador y profesor y casi no
lo he hecho del Ambrosio periodista. Da igual. Ambrosio sería especial independientemente de a qué se hubiera
dedicado. Por eso creo que no habrá mejor pecho para lucir, desde hoy, el
Escudo de Oro de la Ciudad.
Para el final, sólo una cosa más: ¿qué sería de
Ambrosio si además de todo esto supiera contar chistes? Seguramente no sería
Ambrosio. Él es todo uno: Ambrosio Style.
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