Caja Duero
Yo supongo que ésta no será la
única entidad que actúe así. Y además he de reconocer que yo soy un cliente
exigente. Los que me conocen saben hasta qué punto. Incluso soy de los que
piensan que los abusos hay que pelearlos, combatirlos y hacerlos públicos, no
porque ello vaya a servir para mucho en nuestro caso concreto, sino porque, en
ocasiones, vale para que el que viene detrás no tenga que sufrirlos en el mismo
extremo.
Le voy a hablar, mi querido y
últimamente algo olvidado lector (poco tiempo y muchas ganas de pasarlo con la
gente cercana), de Caja Duero, una entidad bancaria con la que he tenido la
gran desgracia de verme relacionado en los últimos años. No quisiera extenderme
mucho en el tiempo hacia atrás, porque ello podría desviar el foco y ni yo quiero
ni estos señores lo merecen. Ellos merecen que vayamos al grano.
El caso es que hace unos meses no
tuve más remedio que saldar la deuda de una sociedad de la que era avalista,
aportando los pocos ahorros que había podido reunir últimamente. Era de suponer
que la citada Caja me lo agradecería, porque mi forma de saldarlo, a diferencia
de lo que suele ser habitual (rehipotecas, nuevos préstamos, refinanciaciones,
etc), fue entregando de un golpe, ya digo, esos pocos ahorros que en cuestión
de segundos se tragó la tierra.
Huelga decir que mi forma de
entregar el dinero fue justo la que me pidieron los empleados del banco en
cuestión, puesto que yo de esto entiendo poco y, además, lo importante no era
tanto el ‘cómo’ sino el desgraciado ‘qué’.
El acto, en el que yo no estaba
solo sino en compañía de mis socios en una errática aventura empresarial, ponía
así fin a un largo tiempo de negociaciones, encuentros, desencuentros y demás
tensiones que, no se vaya a usted a creer, desgastan y afectan al ser humano
que los experimente. No obstante, la llegada al puerto era una buena noticia
para todos. Jamás me he sentido tan feliz por desprenderme de mis ahorros.
Sin embargo, hace un par de
semanas, cuando ya pensé que mi relación con la tal Caja había sido un extraño
y lejano sueño, volví a tener noticias postales de ella. En una de ésas
enigmáticas y jeroglíficas comunicaciones bancarias, me explicaban que se me
había producido un descubierto en mi cuenta; cuenta que, por cierto, yo creía
cancelada ya.
Cargado de paciencia, acudí a la
oficina, donde volví a ver caras que había deseado no volver a ver jamás, más
que por la incompetencia manifiesta que me habían demostrado durante nuestros
años de relación, por los malos recuerdos de la experiencia económica en
cuestión.
La explicación del director de la
oficina, don Pablo, fue que al hacer el ingreso del dinero en cuestión, el
cheque bancario había tomado ‘fecha valor’ de varios días después, en el
transcurso de los cuales se había producido el descubierto. Preguntado el buen señor
si recordaba que yo había hecho justo lo que él me había pedido, reconoció que
era así, pero que él no podía hacer nada al respecto; que tenía que pasar
consulta a un superior.
Me marché con la inquietud de ver
reabierto un infierno que creía cerrado, lógicamente después de poner una
reclamación por escrito, pero esperando su llamada. Y esperé. Y esperé. Y
cuando me percaté de que no se produciría, regresé. Ahora la respuesta fue que
el superior del jefe de la oficina no había podido analizar el caso, pero que
justo en ese momento le estaban llamando, para comunicarle que, del descubierto
en cuestión, su jefe sólo tenía atribución para abonarme la mitad de lo que me
reclamaban y que a ello estaba dispuesto. Volví a marcharme. La cosa me cabreó
bastante más que el primer día, porque allí todo el mundo parecía haber
olvidado que el génesis del problema había sido que yo había hecho justo lo que
me habían pedido en el banco, el día de marras.
Y regresé dos días después,
aceptando su oferta. Pero en ese momento, el director me dijo que tenía que
pasarla a su superior y que no podía llamarlo por teléfono, porque estaba muy
ocupado. A todo esto, en varias ocasiones había yo intentado comunicar con el
teléfono de atención al cliente, que lógicamente, es un laberinto en el que, si
tienes suficiente paciencia, llegas a un callejón sin salida, sin que nadie te
atienda.
Ese día perdí los nervios, lo
reconozco. Estaba ante una situación de deuda con el banco, por un error de los
empleados del banco que ellos se negaban a asumir aunque lo reconocían, con un
director de oficina que decía no poder hacer nada más que hablar con su
superior, pero que a su vez no podía llamarlo porque el tal superior debe ser
algo así como un ministro al que no se puede molestar, aunque sólo él puede
solucionar determinados problemas; y con una oferta de solución parcial del
propio banco a la que ahora no podía responder porque el encargado de recibir
la respuesta no puede ser molestado por sus inertes subordinados. Perdí los
nervios e incluso, siendo como soy enemigo de la violencia física, llegué a entender
a quienes solucionan este tipo de cuitas con algo más que dos o tres tacos. Con
la de vueltas que tuvo que dar Kafka para encontrar argumentos para sus obras
de arte.
Y así seguimos. Yo he abonado la
deuda íntegramente, porque además, aunque el error no fue mío sino del banco y
de sus empleados, cada día que pasaba crecían los intereses de esa deuda;
intereses que no recaían sobre ellos, sino sobre mí. Y sigo esperando que me
responda el servicio de atención al cliente, ése mismo al que he intentado
llamar por teléfono infructuosamente y al que envié un escrito que quién sabe
dónde andará.
Es posible que exista una
relación entre este tipo de proceder, de atender al cliente, y la situación
actual de Caja Duero, no sé si en ruina, pero al menos sí en franca retirada de
provincias como la mía, Almería, en la que, según me relató a modo de extraña
excusa el director de oficina protagonista de esta historia, van a cerrar las
oficinas y a prescindir del personal, él incluido. Cuando una empresa maltrata
de una forma tan reiterada y bochornosa a sus clientes, es absolutamente normal
que éstos salgan huyendo. Y, queridos amigos de Caja Duero, cuando no hay
clientes, no hay negocio. ¿O no lo han descubierto ustedes solitos? Gracias por
todo.
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