jueves, 18 de marzo de 2010

Atención al Cliente

Lo que voy a contar, se lo juro por los muertos del vecino, es tan verídico como los chistes de Paco Gandía, aunque parezca más bien un pasaje sacado de una peli de Paco Martínez Soria o acaso de un monólogo de Paco Calavera.
Por vez primera me subía, hace una semana, al AVE. Sé que no soy, por así decirlo, un vanguardista del transporte de alta velocidad, pero ya saben, como por aquí no gastamos mucho de eso, pues tampoco me había hecho falta hasta ahora.
Volvía yo de un viaje bastante provechoso a Sevilla y, como quiera que a mi amigo Antonio le cogía de paso Antequera para recogernos, quedamos allí con él para llegar hasta Almería (qué nivel, Maribel, que ahora resulta que podemos elegir entre avión o AVE para volver de Sevilla).
Como digo, el viaje estaba siendo un éxito: la ida en avión un lujazo; el transporte al punto de destino desde el Aeropuerto en tiempo y forma; la reunión, provechosa y rápida; vamos, que antes de tomar el AVE (“el pájaro”, lo había bautizado el taxista, algo premonitoriamente, camino de Santa Justa), tuve que pellizcarme dos veces, porque tanta perfección, y en materia de transportes, me hacía sospechar que me había quedado ‘sopa’ en el avión (lo cual sería lógico, porque no son horas).
Para colmo de satisfacción, llegamos a la Estación con diez minutos de sobra para sacar billete, disfrutar con la vista del lugar donde los paparatzis acosan a Belén Esteban y compañía (lo siento pero no puedo evitar acordarme de ella cada vez que leo ‘albóndigas’ en el listado de tapas de un bar) y embarcar tranquilamente.
Es cierto que en el AVE la cobertura de móvil es como el acto sexual de un octogenario: o no hay o se corta cada medio minuto; pero las cosas seguían yendo razonablemente bien hasta que llegamos a Antequera, el lugar de destino.
Entonces, mi compañero de fatigas y yo nos levantamos e intentamos hacer lo que parecía más fácil de todo: salir del tren. Pero no amigos, en esto del trato con las grandes empresas, donde menos se lo espera uno, salta la liebre; primero entre sonrisas, luego a carcajadas y finalmente con cierta desesperación, comprobamos primero que las puertas estaban cerradas mientras el tren estaba parado en el andén y, enseguida, nos percatamos de que, además, no se iban a abrir, por mucho que le diésemos al botoncito verde, una y otra vez, tanto él como yo.
Lo mejor de nuestras caras fue cuando el bicho empezó a andar. Y no tardamos mucho en darnos cuenta de que alguien había decidido que nos íbamos para Málaga. Intentamos, entonces, mientras llamábamos a nuestro amigo Antonio para que se cogiera el petate y se volviera a Málaga a recogernos, buscar al revisor, pero a éste se lo había tragado la tierra, como al mecanismo de apertura de la puerta. Y decidimos sentarnos.
En cinco minutos, raudo y siempre a tiempo cuando se le necesita, apareció el tipo, el señor Gavilán García, pidiéndonos explicaciones de por qué no habíamos bajado en nuestro destino, el muy cachondo. Se lo intentamos explicar, pero su única preocupación era que pagáramos la parte del billete que no habíamos abonado y que alguien había decidido ‘vendernos’ sin nuestro consentimiento, al no abrirse la puerta.
Al principio pensé que era una coña suya, pero el tipo, que ya al subirme al tren no me había parecido un dechado de amabilidad en la atención al cliente, confirmó toda sospecha. Ya en la estación, incluso buscó a la Seguridad para denunciar nuestra actitud, es decir, la de no querer pagar por un viaje-secuestro que nosotros no habíamos querido hacer. Al final, le presentamos una reclamación, en la estación, puesto que en el tren se negó a proporcionarnos la hoja de quejas. Y para ser justos, Atención al Cliente nos trató de maravilla, vamos, que nos pidió disculpas por lo de la puertecita del demonio. La duda que me queda es la de cuáles serán los méritos del ‘diligente’ señor Gavilán García para estar en un puesto de atención al público, salvo los de su primer apellido (‘ave’ de la familia de los rapaces).

No hay comentarios:

Publicar un comentario