martes, 22 de febrero de 2011

El mejor lugar del precipicio

Los azares del destino han hecho coincidir en unos días el recuerdo de dos situaciones en las que la estupidez del ser humano se sublima hasta límites insospechados, dos guerras y millones de muertos víctimas del capricho y la imbecilidad.
Por un lado, la lectura de ‘Riña de gatos, 1936’, una nueva y magnífica obra de un sensacional narrador, Eduardo Mendoza, que combina la historia particular de un inglés experto en arte español en el Madrid de la primavera de ese año bélico, con la sucesión de hechos que, poco después, llevarían a este país al más absurdo, sangrante y desproporcionado momento de su historia.
Por otro lado, unos días en Berlín me han llevado hasta la Puerta de Brandenburgo y el casi colindante monumento a las víctimas de la Segunda Guerra Mundial, además de a recorrer las calles de dos ciudades en una, unidas y separadas por décadas de división en torno a la incapacidad de los dirigentes políticos de resolver las situaciones.
A menudo, en nuestra vida cotidiana encontramos complicaciones que nos hacen rendirnos ante la imposibilidad de solucionarlas; y a menudo también, si ante esas coyunturas adoptamos la actitud de ir a por ellas e intentar saltarlas, encontramos que no eran tal altos los muros como parecía.
Mientras pasaba en autobús por la Puerta de Brandenburgo, con el excepcional relato de Eduardo Mendoza bajo el brazo, he creído comprender que los grandes males de la humanidad, las grandes tragedias de nuestra historia, han sido el resultado de seres humanos incapaces y sin espíritu, que se han rendido ante un destino que ellos mismos estaban escribiendo.
En aquel Madrid del 36, todos parecían tener claro el abismo al que se dirigía un país que no había dejado de autodestruirse desde hacía siglos. Y todos los actores, los más y los menos influyentes, los que contaban con más y los que contaban con menos capacidad de cambiar ese rumbo, se conformaban con situarse en la mejor posición posible en la caída por el precipicio.
Aquel Berlín, una mañana en la que las autoridades del Este decidieron levantar el muro, no era muy diferente; como no lo era en las fechas en las que aquellos iluminados, egoístas y simples dirigentes y aquellas torpes masas convulsas decidieron argamasar los cimientos de la Segunda Guerra Mundial.
A Eduardo Mendoza, sólo dos cosas: el agradecimiento por la cerilla que ha encendido la reflexión y la enésima enhorabuena por su capacidad narrativa y creativa y por la inabarcable habilidad para crear sucesiones de hechos que se pisan los talones unos a otros desde el minuto 1 al 90. Muy recomendable.

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