Monstruos e Inocentes; teoría y práctica
No es fácil escribir sobre esto
en un día como hoy. Hoy es el día de los Inocentes, que en la tradición
cristiana conmemora el asesinato de los niños de Judea ordenado por el rey
Herodes, como medida masiva contra la posible llegada de un mesías redentor del
pueblo judío. Algo más de 2.000 años después, se siguen asesinando niños (decir
niños inocentes sería una redundancia de la que me privaré) por motivos que
nunca existen, por razones que nunca se entienden, por pretextos que siempre se
escapan.
Esta mañana hemos conocido la
noticia que podíamos intuir: Miriam, la niña de 16 meses que faltaba del lado
de su madre desde hacía una semana, ha aparecido muerta. El tipo (lo vamos a
intentar llamar así a lo largo del artículo, para no llamarlo de otra manera)
que la ha matado, un paisano nuestro, está a disposición judicial y ahora, como
siempre, surge la duda: ¿qué hacer con él? ¿Cómo administrar justicia cuando existe una familia que ya nunca la tendrá? ¿Cómo encauzar el irreparable daño que ha causado y la terrible injusticia de que él siga entre nosotros y una niña, con toda la vida por delante, no pueda ya disfrutarla? ¿Cómo explicar a una familia rota el hecho de que el causante de su ya eterna desgracia vaya a poder seguir respirando cada día e incluso pueda llegar a ser feliz?
Como suelo decir en éste y en
otros casos, yo creo en el sistema. No es fácil no desdecirse en este tipo de
momentos. No es fácil agarrarse para no dejarse llevar por lo primero que a uno
le pide el cuerpo. Este tipo tiene sus derechos y precisamente lo que nos
diferencia a él y a los demás es que nosotros queremos respetarlos; aunque nos
cueste. Que nos cuesta.
Nunca he creído y sigo sin creer
en la pena de muerte. Y no porque no piense que gente así no estaría mucho
mejor muerta que viva, sino porque ni siquiera en su caso creo que nadie tenga
derecho a decidir sobre la vida de los demás, como él ha decidido sobre la de Miriam.
Y ni siquiera creo en la cadena
perpetua, porque a pesar de que hechos como éstos desaten en mí una lucha
interna en absoluto leve, sigo pensando que el sistema está obligado a intentar
regenerar hasta a los más perversos monstruos que se le han colado por sus
propias rendijas.
Un sistema que, a pesar de que
creo en él, no deja de ser más que mejorable. Por ejemplo, porque si su
obligación es regenerar las conductas inadecuadas, no parece muy lógico que haya
quienes entren y salgan de la cárcel con la misma ligereza y costumbre como el
que lo hace de su propia casa. Para que el sistema se parezca en algo a los
principios que lo sustentan, la entrada en prisión debe ser difícil y tras
hechos concienzudamente probados; pero la salida no lo ha de ser menos. El
sistema no puede permitirse tener en la calle a individuos con sospechas de no
haber enmendado los comportamientos que los situaron ‘a la sombra’. Acaso la
clave esté en cambiar el concepto ‘condena’ o ‘castigo’ por el de ‘regeneración’
o ‘aprendizaje’. Acaso de esta manera pudieran evitarse los vergonzosos
espectáculos de quienes entran en la cárcel con absoluta despreocupación y
salen de ella con la recortada en el bolsillo y diseñando su próximo plan
delictivo.
El caso es que el tipo me merece hoy todos los desprecios del mundo, toda la aversión, toda
la incomprensión y, por qué no, todo el odio a quien se ha demostrado un ser
sin corazón, sin cerebro y sin sentimientos. Pero no por él, sino por nosotros,
también me parece un ser al que la sociedad está obligada a intentar regenerar,
si es que ello fuera posible, que yo, por supuesto, tengo mis dudas.
Hasta aquí la teoría. Una teoría
sobria, probablemente fría, alejada de apasionamientos en la medida de las
posibilidades que una situación así lo permite. En la práctica, agradezco no
cruzarme con este tipo por la calle en estos días, porque estoy dispuesto a
apostar ni un céntimo por mi reacción. Y la providencia no quiera que me
encuentre nunca en la tesitura de sufrir una catástrofe, una tropelía, un
asqueroso crimen como éste cerca de mí. Estoy convencido de que, de ser así, yo
mismo me ciscaría en toda la teoría y esperaría lo necesario para devolver al
tipo en cuestión todo el sufrimiento que ha causado.
Es la diferencia entre la teoría y
la práctica.
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