viernes, 28 de diciembre de 2012


Monstruos e Inocentes; teoría y práctica

No es fácil escribir sobre esto en un día como hoy. Hoy es el día de los Inocentes, que en la tradición cristiana conmemora el asesinato de los niños de Judea ordenado por el rey Herodes, como medida masiva contra la posible llegada de un mesías redentor del pueblo judío. Algo más de 2.000 años después, se siguen asesinando niños (decir niños inocentes sería una redundancia de la que me privaré) por motivos que nunca existen, por razones que nunca se entienden, por pretextos que siempre se escapan.
Esta mañana hemos conocido la noticia que podíamos intuir: Miriam, la niña de 16 meses que faltaba del lado de su madre desde hacía una semana, ha aparecido muerta. El tipo (lo vamos a intentar llamar así a lo largo del artículo, para no llamarlo de otra manera) que la ha matado, un paisano nuestro, está a disposición judicial y ahora, como siempre, surge la duda: ¿qué hacer con él? ¿Cómo administrar justicia cuando existe una familia que ya nunca la tendrá? ¿Cómo encauzar el irreparable daño que ha causado y la terrible injusticia de que él siga entre nosotros y una niña, con toda la vida por delante, no pueda ya disfrutarla? ¿Cómo explicar a una familia rota el hecho de que el causante de su ya eterna desgracia vaya a poder seguir respirando cada día e incluso pueda llegar a ser feliz?
Como suelo decir en éste y en otros casos, yo creo en el sistema. No es fácil no desdecirse en este tipo de momentos. No es fácil agarrarse para no dejarse llevar por lo primero que a uno le pide el cuerpo. Este tipo tiene sus derechos y precisamente lo que nos diferencia a él y a los demás es que nosotros queremos respetarlos; aunque nos cueste. Que nos cuesta.
Nunca he creído y sigo sin creer en la pena de muerte. Y no porque no piense que gente así no estaría mucho mejor muerta que viva, sino porque ni siquiera en su caso creo que nadie tenga derecho a decidir sobre la vida de los demás, como él ha decidido sobre la de Miriam.
Y ni siquiera creo en la cadena perpetua, porque a pesar de que hechos como éstos desaten en mí una lucha interna en absoluto leve, sigo pensando que el sistema está obligado a intentar regenerar hasta a los más perversos monstruos que se le han colado por sus propias rendijas.
Un sistema que, a pesar de que creo en él, no deja de ser más que mejorable. Por ejemplo, porque si su obligación es regenerar las conductas inadecuadas, no parece muy lógico que haya quienes entren y salgan de la cárcel con la misma ligereza y costumbre como el que lo hace de su propia casa. Para que el sistema se parezca en algo a los principios que lo sustentan, la entrada en prisión debe ser difícil y tras hechos concienzudamente probados; pero la salida no lo ha de ser menos. El sistema no puede permitirse tener en la calle a individuos con sospechas de no haber enmendado los comportamientos que los situaron ‘a la sombra’. Acaso la clave esté en cambiar el concepto ‘condena’ o ‘castigo’ por el de ‘regeneración’ o ‘aprendizaje’. Acaso de esta manera pudieran evitarse los vergonzosos espectáculos de quienes entran en la cárcel con absoluta despreocupación y salen de ella con la recortada en el bolsillo y diseñando su próximo plan delictivo.
El caso es que el tipo me merece hoy todos los desprecios del mundo, toda la aversión, toda la incomprensión y, por qué no, todo el odio a quien se ha demostrado un ser sin corazón, sin cerebro y sin sentimientos. Pero no por él, sino por nosotros, también me parece un ser al que la sociedad está obligada a intentar regenerar, si es que ello fuera posible, que yo, por supuesto, tengo mis dudas.
Hasta aquí la teoría. Una teoría sobria, probablemente fría, alejada de apasionamientos en la medida de las posibilidades que una situación así lo permite. En la práctica, agradezco no cruzarme con este tipo por la calle en estos días, porque estoy dispuesto a apostar ni un céntimo por mi reacción. Y la providencia no quiera que me encuentre nunca en la tesitura de sufrir una catástrofe, una tropelía, un asqueroso crimen como éste cerca de mí. Estoy convencido de que, de ser así, yo mismo me ciscaría en toda la teoría y esperaría lo necesario para devolver al tipo en cuestión todo el sufrimiento que ha causado.
Es la diferencia entre la teoría y la práctica. 

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